Café Babel

El peso de una llamada

El peso de una llamada

Septiembre 13, 2024 / Por Guadalupe Aguilar

El teléfono llegó a casa entre 1977 y 1978. Los aparatos telefónicos fueron dos, de color gris, con sus discos para marcar los números, y el cable de resorte de plástico entre el aparato y la bocina, que permitía cierta distancia y movimiento a quien lo utilizaba. El teléfono fue muy importante para mi madre porque era dueña de una pequeña tienda, negocio al cual se había dedicado desde antes que yo naciera, junto con mi abuela, quien vivió toda su vida con nosotras hasta que falleció. Ambas se dedicaron siempre a la venta de abarrotes, pero sin dejar de atender a la familia.

La tienda estaba ubicada en una esquina. En aquel tiempo era sumamente importante que un negocio estuviera en una esquina, pues la gente que pasaba podía indentificarla a lo lejos desde una calle o desde la otra y eso aumentaba la clientela. Así que para mi madre, como buena negociante que era, tener un teléfono le vino de maravilla, pues daba un plus a la tienda que tenía casi todo lo que los vecinos de los alrededores necesitaban en aquella época: arroz, frijol, manteca, cosas de mercería, de papelería, hasta la cerveza y la charanda, una bebida alcohólica de Michoacán. Así, el teléfono llegó a ser otro producto de la tienda, pero bien pagado, porque por cada llamada que quisiera hacer alguno de los marchantes mi mamá cobraba un peso, es decir, una moneda de aquellas redondas que tenían en una cara a Don José María Morelos y en la otra el águila. Cada peso iba a la tipica alcancía de aquel tiempo: un puerco de barro comprado en una feria. Con ese dinero mi mamá podía pagar la mensualidad del teléfono y algunas cuentas más.

Muchos teléfonos tenían su extensión, y este no era la excepción. Igual que la tienda era una extensión de la casa. El otro aparato estaba ubicado en un cuarto, el cuarto “obscuro”, porque era un cuarto donde se tenía que prender siempre la luz para cualquier actividad menos para dormir. El aparato de la casa estaba en esa recámara, colocado en un buró con su carpetita de gancho abajo. A los lados del buró se encontraban dos camas, en una dormía mi abuela y en la otra dormíamos mis hermanas y yo.

Con el tiempo, ambos teléfonos llegaron a tener candado. Solo podíamos hablar si decíamos a quien le íbamos a hablar y para qué, ya que cuando llegaban los clientes para realizar una llamada, mi mamá descolgaba el teléfono para marcar el número y resultaba que alguna de sus hijas lo estaba ocupando. No faltaba el grito típico de mamá: “¡cuelga!” Después entraba a la casa por la trastienda y nos tocaban los coscorronazos y los malos augurios sobre nuestro futuro. Ella siempre nos reclamaba que pasáramos tanto tiempo hablando por teléfono, mientras había quehacer en la casa y en la tienda. Así que de flojas no nos bajaba y, además, había que escuchar la letanía de que ella que se sacrificaba tanto por nosotras matándose en el trabajo para darnos de comer, y nuestro padre, por lo mismo, tenía que estar trabajando lejos para que nosotras estuviéramos bien, y mientras tanto, nosotras desperdiciando el tiempo hablando por teléfono puras tarugadas con las amigas. Nos recordaba que “el teléfono era para usarse solo en emergencias”. Todo eso nos lo decía en el cuarto obscuro, pero con la luz prendida.

Luego mi madre se convirtió en una espía: desde la tienda levantaba la bocina del teléfono y se enteraba de nuestras conversaciones. Nos dimos cuenta que escuchaba lo que hablábamos con las amigas, porque en las regañadas que nos daba por flojas, salía a relucir la temática de lo que había oído. Por eso nosotras usábamos el teléfono cuando la veíamos entretenida despachando. Mi abuela, por el contrario, era la prudencia encarnada y muy pocas veces usaba el teléfono. Si hablaba con alguien era con Dios y para eso no necesitaba del teléfono, bastaban sus rezos.

En ese entonces, algunas tardes, solía quedarme sentada en el borde de la cama pidiendo a Dios que alguno de los muchachos que me gustaba y que conocía mi número telefónico, me hablara. Los domingos eran muy aburridos. Recuerdo que le hablaba a algunas amigas para ver si podíamos salir a algún lado. Muchas veces sucedió que ninguna estaba dispuesta por sus compromisos familiares, y entonces me quedaba acostada sumida en mis pensamientos, soñando despierta, haciendo mis propias historias de amor catastróficas, desgraciadas o felices, paralizada, sin saber qué hacer esos domingos que solo tuvieron sentido un tiempo por la obligación de ir a misa con mi abuela muy de mañana.

En otras ocasiones, era yo quien no quería salir o no me daba permiso mi mamá, mucho menos si se trataba de salir con mi amiga la Cuca quien, a decir de mi madre, “solo me inducía a andar de callejera y volada con los escuincles”. Cuca ni siquiera contaba con teléfono, pero no lo necesitábamos porque ella y yo casi nos leíamos la mente para inventar de pretexto que íbamos a misa por la mañana e irnos a la matiné del cine donde veíamos películas de 12 a 2 de la tarde. Las películas eran para divertirse o sufrir de miedo. El miedo era para nosotras una forma más de obtener placer. Veíamos las películas del Santo y las Momias de Guanajuato, el Santo y la lucha contra los vampiros, Blue Demon, Viruta y Capulina, y la del Chanfle, que fue un estreno nacional en 1979, muy simplonas todas. Pero la matiné también se podía convertir en una pasarela deliciosa de chicos de nuestra edad que acudían al cine también para vernos. Por eso la ida a la matiné muchas veces se convertía en una cita y, en lugar de entrar a ver las películas, nos salíamos a dar la vuelta al jardín de la plaza, donde todo quedaba en un coqueteo con los chicos y la emoción de luego chismear entre nosotras lo que habíamos platicado con el chico aquel al que no volvíamos a ver ni a saludar.

Mis padres seguían casados por las dos leyes, sin embargo mi padre no vivía con nosotras. Desde antes de vivir en esa casa a donde llegó el primer teléfono, él ya se había ido a trabajar a seis horas de la ciudad en la que vivíamos. Por eso se había logrado comprar la casa en la esquina y tener la tienda, todo fue gracias a los ahorros de su trabajo.

A mis padres los unía el trabajo. No sé cuáles serían sus sueños a largo plazo, pero un ancla muy poderosa que los mantenía vinculados era esa clase de locura que une a un ser humano con otro en aquellas condiciones. En ellos era ese tipo locura que va desde el amor a la culpa y la vergüenza, la doble vida y un resentimiento silenciado que, a pesar de todo, los mantenía unidos.

Él se había ido a trabajar a un rancho a un kilómetro de la playa. Nos hablaba por teléfono de vez en cuando, pero venía cada mes por tres días. Esos días, cuando él estaba, hasta el cuarto oscuro parecía que se llenaba de luz. Cuando se iba yo no lloraba, había aprendido a no llorar delante de él desde más pequeña, porque una vez se fue sin despedirse de mí para no verme llorar. Luego, ya más grandes, en las despedidas, tras desearle buen camino, nos quedábamos flotando en un gran silencio, flotando en la nada. Pero al cerrar la puerta después de que él se marchara entrábamos a nuestro mundo de mujeres y seguíamos con nuestras vidas.

Cuando hubo teléfono celular, mi padre siempre traía uno de esos que solo hacian y recibían llamadas. No guardaba los números: se sabía de memoria los principales teléfonos y, desde entonces, ya le hablaba a mi mamá a diario. Para ese tiempo yo ya no vivía con ellos, pero mi madre, durante toda su vida, incluso después de que cerró la tienda en el 2008, conservó los dos teléfonos en el mismo lugar y siempre el del cuarto obscuro se mantuvo allí hasta que ella murió. Primero falleció mi padre, a los 72 años, mi madre ya no recibió esa llamada diaria que seguramente le pesó mucho y la dejó en una gran soledad en ese cuarto oscuro, porque nueve meses después del fallecimiento de mi padre, ella murió de un infarto cerebral fulminante.

Al poco tiempo de la muerte de mi madre, una de mis hermanas, quien se quedó con la casa, decidió que no era necesario tener teléfono fijo, pues ella contaba con su celular. Y como buena negociante que es, igual que mi madre, vendió muchas cosas viejas, los teléfonos también. Yo no salí buena negociante, pero tampoco le compré a mi madre sus malos augurios sobre mi futuro, aunque ella nunca entendió esa profesión rara que había elegido estudiar: “Psiquiatría”. La amistad con la Cuca se disolvió poco a poco, dejamos de coincidir, cada quien siguió su vida, nos casamos, tuvimos hijos, pero nunca la he olvidado, ella fue mi gran amiga en aquellas fabulosas aventuras para las cuales nunca necesitamos de un teléfono.

Guadalupe Aguilar

Guadalupe Aguilar (Michoacán, 1962). Estudió medicina, realizó una especialidad en Psiquiatría y una subespecialidad en Psiquiatría infantil y de la adolescencia. Durante 22 años impartió la cátedra de Psiquiatría a estudiantes de medicina de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, también realiza práctica clínica de manera privada. Ha incursionado en temas como Psicoterapia Analítica de Grupo (AMPAG). Actualmente cursa un diplomado en estudios de la Cábala y es coautora del Libro: Adolescencia, espejo de la sociedad actual. Capítulo VI: Escolaridad en la adolescencia: normalidad y patología, (Lumen, 2002).

Guadalupe Aguilar
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