Crónica
Marzo 01, 2022 / Por Narai Marin Soriano
“La primera vez que coloqué mi puesto para vender me dio pena, hasta sudaba. Era una pena que no sabes. Lo bueno es que solo fueron los dos primeros días, ya después la pena se fue, como si no hubiera estado nunca”. Me sorprende que don Pedro haya sentido vergüenza alguna vez. La gente lo saluda por los pasillos del mercado Hidalgo cuando camina hacia su caseta. Dice que le cuesta reconocer a la gente con cubrebocas, pero que es cortés dar los buenos días. Mientras avanza, bromea con el señor del molino, le pregunta cómo está la de la cocina y comenta sobre el clima con una señora que barre la capilla.
Es un hombre alegre y jovial. A sus 81 años, camina con la espalda erguida, a paso firme y rápido. Le digo que estoy sorprendida de su agilidad, él sonríe. Es una persona sencilla. Me dice que de joven hacía mucho ejercicio. Sus memorias lo llevan a los juegos de béisbol de una liga amateur en su natal Tepeyahualco. No recuerda el nombre del equipo con el que ganó un campeonato. Ya no juega, ahora solo es aficionado, apoya a los Pericos de Puebla. Su hijo menor dice que es el único motivo que lo llevaba a cerrar temprano el puesto: “solo cuando jugaban los Pericos se iba al estadio con sus hijas, no importaba si era temprano”. Él asiente con la cabeza y los dos ríen.
Ya casi no viene al mercado a vender. Visita su puesto cuando necesita alguna cosa que le hace falta para cocinar o por fruta para los nietos. Sus cuatro hijos le han dicho que se quede en casa. “La pandemia ha sido el pretexto perfecto. Ya desde antes no querían que saliera, pero me gusta venir a vender, ahora solo voy un rato, de escapada o de regreso de ir a correr”. Porque don Pedro no para: tres veces por semana va a una pista de carreras que está cerca del mercado. Trota para estar saludable. Es veloz: le gana a su bisnieto de 7 años. Su hijo se queja: “en el punto más crítico de la pandemia se iba a caminar”, dice un poco enfadado, aunque con cierto tono de entendimiento, pues a una persona tan dinámica no se le puede encerrar.
No me sorprendo cuando me explica que de joven tenía dos trabajos. “Con cuatro hijos vi que ya no era suficiente el dinero que ganaba en la fábrica, el más pequeño acababa de nacer” . Era el año de 1988, el mercado de la 18 ya había sido desplazado del centro hacia los mercados de apoyo. Por ese entonces, Rubén Sarabia, apodado “Simitrio”, decidió separar el movimiento de la Unión Popular de Vendedores Ambulantes (UPVA) 28 de Octubre e instalarse en el terreno donde ahora se encuentra el mercado Hidalgo, sobre el Boulevard Norte, entre la 11 norte y avenida Nacozari.
“Vivo cerca. Me pareció que podía ser fácil trabajar aquí. Además, mi hermano ya estaba, a él le tocó todo el movimiento”. Fue más fácil entrar por ser pariente de alguien dentro de la organización. Le dieron un puesto en el área de rodamiento, dos grandes pasillos que atraviesan el mercado, dicen que son los de mejor venta. En una mesita que medía 40 centímetros vendía relojes, audífonos y otra cosa que no puede recordar. Se sentaba cerca de un poste que sirvió de soporte para sus nervios. Allí, entre muchos otros comerciantes, comenzó su travesía.
Al mismo tiempo que don Pedro se iniciaba en el comercio, también lo hacía su hijo mayor, Orlando, que tenía en ese entonces 12 años. “Le gustaba mucho estar conmigo, bueno a todos, pero él, que es el más grande, se iba al puesto conmigo. Ponía mucha atención a qué se vendía más. Por él empecé a vender esmalte, lápiz labial, todo para la dama”. Los dos pasaban el día vendiendo, me gusta la camaradería que tenían don Pedro y su hijo. “Platicábamos, le contaba de mi pueblo, de cómo cuidaba a los animales, de cómo había llegado a Puebla. Le gustaba escuchar mis historias”, su rostro se llena de gozo.
Poco a poco el negocio se agrandó. Compró una tabla más grande, unas cajas para sostenerla y un par de bancos, además de invertir en más mercancía, principalmente cosas para el cabello, espejos y pilas. Su hijo compraba producto con el dinero que le daba su papá por ayudarlo. Se convirtió en un negocio familiar. Iba a Tepito y a El Carmen para comprar más barato. Primero comenzó a ir con una hermana que vive en México y una vez que aprendió, ya solo se iban padre e hijo. “Corría para ir por cosas que pensaba podrían venderse mejor, me jalaba de aquí para allá, la pasábamos bien yendo a la capital”, cuenta don Pedro, orgulloso de su hijo.
—Aprendió muy rápido el negocio, ¿verdad? —le pregunto.
—Sí, en parte creo que fue porque estaba con mi hijo. Le gustaba la venta, me ayudaba mucho, yo tenía que ir a la fábrica —dice don Pedro.
Su día se dividía en dos trabajos. Por las mañanas regresaba del tercer turno en una textilera, donde hacía cobijas. Dormía unas horas, desayunaba e iba a vender. En un diablito ponía su tabla, un par de cajas naranjas con toda la mercancía dentro y un plástico color azul que servía de mantel para que las cosas no fueran directo sobre la madera. Caminaba siempre por las mismas calles para llegar al mercado, en 15 minutos ya estaba poniendo su puesto.
Por esos años el rodamiento no estaba techado, era una explanada grande donde se formaban a lo largo y ancho pequeñas calles para que los compradores pudieran pasar. Su puesto estaba frente a una capilla. Sus vecinos eran una señora que vendía platos y tazas, y otro que vendía una moronga que aromatizaba la zona. Don Pedro hace ascos cuando recuerda, “llegué a odiar ese olor. Pasó mucho tiempo para que la volviera a comer, me hostigaba”. Entre todos ponían un manteado provisional, una lona de color azul, amarrada al poste y algunas estructuras que estaban en las orillas. Los ayudaba a menguar el sol, aunque no las lluvias.
Más tarde llegaba su hijo de la escuela y comían algo juntos. Un par de horas más y se iban porque tenía que alistarse para ir a la fábrica. Esa fue su vida por un tiempo, hasta que su esposa falleció. “Recuerdo que ya habían pasado los nueve días, les di las gracias a todos en el último rosario. Entonces mi hermano, el del mercado, tomó la palabra y me pidió que escogiera entre la fábrica o el puesto”, don Pedro no le dio respuesta, no tenía que pensarlo: necesitaba las dos para vivir.
Cuando habla de su esposa baja el tono, se ve sereno, aunque su voz deja un aire de añoranza. Por aquellos años no tuvo tiempo de sufrir la pérdida de su compañera de vida, tenía que trabajar y cuidar de su familia. “Fue complicado al inicio, no solo para mí, también para los muchachos”. Junto con él, sus hijos se vieron sumergidos en la vida del mercado. Atendían el puesto, algunos por la mañana, otros por la tarde, acompañando a su papá, incluso algunas veces solos. Los dos más pequeños iban en la primaria, el mayor en la secundaria y su hija en la preparatoria. Todos con dos trabajos, escuela-mercado, fábrica-mercado, continuaron así hasta que don Pedro se jubiló.
“Me casé grande, a los 35. Cuando pasó todo eso, me faltaban como nueve años para jubilarme”. El tiempo avanzó hasta que llegó su cumpleaños 60. Un día después, el 7 de abril del 2000, fue a pedir su jubilación con el del sindicato. Intentaron persuadirlo para que se quedara hasta fin de año, pero él estaba decidido. Ya no se sentía bien. La máquina que él manejaba era para cobijas oscuras y ya le costaba mucho ver la lanzadera, lo que hacía que su producción fuera menor. Le dijeron que lo jubilarían con la condición de no pagarle todo de un jalón, que sería por partes. Sin muchas opciones, tardó un poco más para salir de aquel trabajo.
“Me gustaba la vida de la fábrica, pero ya era muy pesada”. Don Pedro recuerda cómo trabajó en textileras desde que llegó a Puebla. “Llegamos a vivir al Barrio de El Alto, mi mamá, uno de mis hermanos y yo, que tenía como 17 años”. Se instalaron muy cerca de una de las fábricas de tejido más grandes, en pleno apogeo de esa industria. Cuando fue a pedir trabajo no lo querían contratar porque era muy joven y no tenía experiencia. “Yo qué iba a saber. En Tepeyahualco me dedicaba al campo y a cuidar ovejas”, dice con una gran sonrisa, mientras se frota la nuca con la mano derecha. En una semana, con ayuda de un compañero, ya sabía manejar la máquina.
Además de tener más experiencia, con el paso de los años se ganó la confianza de varios compañeros. “Hubo una vez en que las cosas iban mal en la fábrica, no querían pagarnos horas extras. Entonces hicimos reuniones secretas para demandar un pago justo”. Lo nombraron representante, se negó, dijo no tener las herramientas para tener ese cargo. Se puso de segundo para apoyar en lo que se pudiera. En una asamblea general llegó el momento de alzar la voz, se levantó y exigió lo que les correspondía; sin embargo a sus palabras solo siguió el silencio. Los demás callaron. No se consiguió nada. “Cómo me dio coraje”, cierra sus puños con rabia.
—¿Cree que le ayudó estar en la agrupación de la 28, para tomar la palabra y demandar sus derechos? —le pregunto.
—No, no creo que fuera la agrupación —piensa— ¿Cómo te diré?… Me daba pena vender, pero a veces se me bota la canica, más cuando se trata de exigir lo creo que es justo, por eso no se me hizo pesado. Antes de que encarcelaran a Simitrio se hacían marchas en contra del gobierno, de las injusticias que se cometen, se demandaba trabajo, igualdad, no represión. Pero cuando lo atraparon, ya todo se trataba de él. Entonces ya no me gustaba tanto.
Hubo una ocasión en la que tuvo que enfrentarse al dirigente y decirle que sus ideales ya estaban muy lejos de lo que representaba, que se había perdido en la ambición. No tuvo miedo de las represalias. “No me da miedo hablar, lo que pasa es que a veces no encuentro las palabras, eso es lo que me da pena, pero decir que algo o alguien es injusto, eso no”.
Los noventa fueron tiempos de marchas, pintas y enfrentamientos con la policía que él no quería vivir. No tenía tiempo para esas cosas. “Yo solo boteaba, es decir, pedía la cooperación del público en favor de la causa. Un día llegamos al mercado a ponernos y todo el lugar estaba acordonado, la policía no nos dejaba pasar. Hubo enfrentamientos al inicio, pero eran muchos polis. Todo quedó cerrado e incluso los puestos de las naves. A la semana me dijeron que ya se podía pasar, pero que todavía custodiaban, ya nadie podía estar en rodamiento, que ahora era estacionamiento. Pensé que con los días se irían y todo regresaría a la normalidad, pero ya habían pasado tres semanas y seguía sin poder vender”. Entonces una de sus compañeras vendedoras le sugirió colocar su puesto dentro de una de las naves, en el sector Detalle, enfrente de unos baños públicos, muy cerca de la avenida Nacozari, lo hizo.
Siguió mezclando sus trabajos hasta que, por fin, le dieron la jubilación de la fábrica. El tiempo había pasado, no solo para él. Su hija mayor se había unido a alguien, los dos pequeños estaban por salir de la secundaria y Orlando, con el que inició el negocio, se había ido a Estados Unidos de manera ilegal. No habla mucho del tema, no le agrada como se dieron algunas cosas, “hice mi mayor esfuerzo”, se encoge de hombros y encorva su espalda. No quiero afligirlo, así que le pregunto cómo fue que se hizo de su caseta.
“Ya llevaba tiempo con el puesto enfrente de los baños. Me molestaban unas cosas abandonadas que solo estorbaban, además, mi hijo el más chico y yo nos traíamos el diablito desde la casa. Por eso pensé en poner una caseta, para dejar las cosas y no andar cargando”. En una asamblea habló para que se sometiera a votación su propuesta. Siempre se ha llevado bien con sus vecinos, con todos a favor, mandó a hacer su local.
Es una caseta de dos metros de largo por un metro y medio de fondo, por fuera está pintada de negro y por dentro verde limón. Sigue vendiendo esmalte, donas, ligas, pasadores, lápiz labial y todo para la dama. Además ahora vende bolsas de mano, rastrillos, cigarros, algunas cosas de papelería, peluches, bolsas para regalo, pastas, cepillos, mochilas y arbolitos de navidad en temporada. “Ahora es mi Pedro, mi hijo el más joven, el que se encarga del puesto, ya desde antes siempre venía conmigo. No quiso seguir estudiando, pero es muy buen comerciante”.
Cuando le pregunto qué es lo que más le gusta de vender, don Pedro reflexiona sobre su vida laboral. “Me han gustado todos mis empleos, pero el mercado me permitía estar un rato con mis hijos. Fueron épocas de mucho trabajo y allá podíamos estar un rato juntos”. Me cuenta que tenían “comidas” familiares en el puesto, platicaba con su hijos de sus problemas, noviazgos y cuestiones escolares. Los veía. No se volvió a casar, no me atreví a preguntar por qué, pero pienso que fue el amor a sus hijos, no había algo más importante para él que ellos.
***
Conversamos dos veces. En la primera lo vi en el mercado. Lo acompañé al puesto a ver a su hijo, también a su nieta de un año y a su nuera, otra comerciante del mercado, que vende ropa en el rodamiento. Iba acompañado de dos de sus bisnietos y su hija mayor. Nos paramos afuera de su negocio a platicar. Sus hijos interactúan como quién se ve todos los días. La segunda visita fue en su casa. Allí entendí la cercanía. Tres de sus hijos son sus vecinos y el mayor vive con él. Tienen un patio en común, al fondo hay una mesa grande con unas bancas y sillas. Mientras entrevistaba a su papá, las hijas, sus hijos y nietos juegan un juego de mesa en ese espacio, se escuchan risas y plática. “Me gusta eso, pasar el tiempo en familia”, y apunta con las manos enérgicamente hacia afuera de su casa, de donde provienen los ruidos.
No debió ser fácil llegar a la ciudad con 17 años, sin saber cómo moverse para conseguir trabajo. Seguro fue doloroso perder a su pareja, aquella mujer con quien había decidido vivir y criar a cuatro hijos. Fue cansado tener dos trabajos y poco tiempo para verlos crecer, pero lo consiguió. Le comparto mi reflexión, sonríe, luego entrelaza los dedos de las manos y asiente. Admiro su humildad y sencillez. A pesar de todo, pareciera que don Pedro no se da cuenta de todo lo que ha logrado: ser un comerciante querido por sus compañeros y sus hijos, que no lo dejan solo, que siempre están con él.
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