Crónica

Venerable maestro

Venerable maestro

Enero 14, 2022 / Por Estefanía Cázares

Portada: foto de la autora

 

Su apellido es Chiquito, aunque no por su tamaño. El maestro Raúl cuenta que su apellido real viene de dos apellidos en náhuatl: Xocoyotl y Cocotl. Me dice que en algún momento alguien decidió que era más fácil traducirlos al español y los unieron en la palabra Chiquito. Le llaman maestro por su rol en la comunidad y porque da clases de náhuatl, pero en su juventud estudió la carrera de ingeniería química, aunque su corazón estaba más en las revueltas juveniles. Su casa está en San Bernardino Tlaxcalancingo, nuestro punto de encuentro. Para mí es la primera vez, aunque he vivido en San Andrés Cholula durante casi nueve años. Subo a mi auto y comienzo la ruta.

Subir al periférico provoca la sensación que con certeza Manuel Bartlett soñó para la ciudad y que Moreno Valle terminó de inyectar en los poblanos (y en todo aquel que visite la ciudad): Puebla es una metrópoli. Tres carriles de asfalto hidráulico de ida y tres de regreso, divididos por una elegante ciclovía de piso en tartán azul —para evitar el desgaste de las rodillas al correr—, con jardines y puentes para bicicletas que te llevan, sin tener que cruzarte con un solo carro, hasta la Estrella de Luz en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, rodean a la quinta ciudad más grande del país. En el horizonte, una skyline de rascacielos de oficinas y departamentos de lujo que se acomodan por secciones habitacionales cada vez más costosas en dirección a Atlixco.

Tomo la salida hacia Camino Real a Santa Clara. Tras una curva pronunciada y una ligera rampa, doy de frente con un maizal. El rugir de los carros cruzando el periférico se queda atrás con tal rapidez que siento como si me hubiera quedado sorda de repente. El asfalto se acaba y comienzo a brincotear en el asiento por los adoquines bajo las llantas. Avanzo con el carro en segunda para no incomodar a los perros que me miran con pereza, acostados casi a mitad de la calle disfrutando del sol, sin ninguna intención de moverse para dejarme pasar. “Qué afortunados…”, pienso con ironía.

Aquí la gente vive bien. Casi todas las propiedades están sobre terrenos divididos en dos: de un lado la casa y del otro un maizal o una plantación de nopales.

Me estaciono frente a una casa de color azul con ventanas delineadas en blanco y un jardín en el que hay un árbol cuyas ramas esconden parcialmente a un Volkswagen Caribe color gris. Por la cantidad de hojitas secas y ramas que tiene encima da la impresión de que fuera una versión más compacta del DeLorean que algún viajero del tiempo está tratando de hacer pasar desapercibida.

—Hola, mucho gusto, y muchas gracias por ayudarme —Le digo a Faby, a quien solo conozco por mensajes de Whatsapp y que ha fungido como intermediaria para presentarme al maestro. Ella me saluda y la sigo mientras me dice que el maestro desde hace un tiempo le enseña a hablar náhuatl. Llegamos a la puerta donde hay un mosquitero con marco de madera. Por algún motivo, me sigo esforzando por recordar que continúo en Puebla. Aguzo el oído intentando escuchar los autos del periférico, pero no escucho nada, solo el ruidito de unos pájaros y el movimiento de las ramas de los árboles por el viento. El maestro sale de su casa, extiende una mano y me la ofrece. Nos estrechamos la mano. Tenía mucho tiempo sin hacer eso.

—Ahora vamos a tener que lavarnos las manos —me dice y me imagino que sonríe un poco debajo de la tela gris del cubrebocas. Él tampoco puede ver que le sonrío, pero los dos sabemos que así fue.

Nos ofrece sentarnos en unas sillas de madera diminutas mientras él se sienta en el escalón frente a la entrada de su casa. Faby saca de su bolsa un saquito de café y se lo entrega, como agradecimiento por recibirnos. Con esto me doy cuenta de que no vengo preparada, aquí hay costumbres que desconozco.

Es un hombre de 65 años, pero al mirarlo no soy capaz de calcular su edad. Solo la sé porque me dice que nació en 1956. Está vestido para el frío de la temporada, con botas y chamarra gruesa que lleva entreabierta y me permite ver que su camisa es una guayabera color rojo con bordados de florecitas en tiras verticales, lleva también un sombrero tipo fedora de pana oscuro. Solo puedo ver sus ojos porque el cubrebocas le cubre la mitad de la cara. Son negros y me miran entre desconfiados y atentos. Me pregunto si se está intentando hacer un juicio sobre mí.

El maestro Raúl Chiquito nació en Mayorazgo, donde sus papás se conocieron en una fábrica textil en la que su papá trabajaba como obrero y su mamá, para los dueños. Pero después de un año de vida lo trajeron a Tlaxcalancingo. Aquí sus papás compraron, entre los dos, el terreno de la casa donde creció. Cuando le pregunto si también ellos tenían plantíos como los que vi al llegar, me explica con detenimiento sobre los tipos de cultivos que se acostumbra tener por aquí. Inmediatamente noto, por el manejo de conceptos, que sabe muy bien de lo que está hablando. Se expresa con calma, usa palabras complejas sobre agricultura y química mientras yo me empiezo a preocupar de no poder recordar o entenderlo todo. Por suerte me permitió grabar nuestra conversación.

—Maestro ¿cómo fue crecer aquí antes de que existieran el periférico, los edificios y la zona comercial de Angelópolis?

—El pueblo de Tlaxcalancingo tiene su origen por ahí de la llegada de los españoles. Ahora ya más o menos me voy enterando de que ya estaba habitado cuando llegan de Tlaxcala a habitar la zona. Había un grupo de xochimilcas de este lado, que vinieron a vivirse antes de la llegada de los españoles. Después de la llegada de los españoles, cuando ya vencieron a los mexicas, se viene un grupo, de contra, de Tlaxcala a fundar un barrio acá. Otro pueblo, y así fue creciendo. Con migraciones, sobre todo de Tlaxcala.

Se queda callado. No sé si insistir con mi pregunta. Estira las piernas y cruza una sobre la otra. Noto que tiene en las manos un pedazo de mecate blanco y que juega con él, distraído, mientras habla, haciendo un aro y después un nudo que va apretando con los dedos.

—A mí vienen muchos a preguntarme —se ríe, como apenado—… y yo, entre otras cosas, les digo: estamos viviendo en el futuro. Estamos viviendo en un lejano futuro, porque si ustedes comparan el 1960 con 1860 no van a ver mucha diferencia. Algunos elementos como el tendido eléctrico ya habían llegado, pero muy escaso. La técnica de las casas de adobe, con el cercado de carrizos y los nopales al lado…vete a 1600 y casi es todo igual. Los sembradíos de la milpa. Todo era casi igual. Pero en 60 años, de 1960 para 2020 podemos decir que nos trasladamos como tres mil años al futuro. Antes la música nos la ponían en el radio, mis papás tenían un radio que nos llevábamos a la milpa. Ahora ya todos pueden traerla en este aparatito —saca de su bolsillo un celular inteligente marca Samsung, me llama la atención lo cuidado que está. No tiene ni un raspón, parece nuevo—. ¿Has escuchado a Mercedes Sosa? —Me pregunta mientras habilidosamente busca YouTube y pone una canción nostálgica de una cantante con acento argentino y una guitarra española.

Ahora tenemos música de fondo. Una cantante de folclor argentino. Me cuenta que en los años setenta él podía subir a lo que ahora es la carretera a Atlixco y no ver pasar más que un solo camión en todo el día. Que toda esa zona estaba vacía. Aún así sus padres se aseguraron de que fuera a la escuela, a la secundaria Venustiano Carranza, donde iba gente de todas las clases sociales y que era de las más prestigiosas de Puebla en aquellos años.

—Venía gente hasta de Chipilo, ya ves que allá son italianos. Y los de la Paz, que serían los fifis de ahora, y hasta los chairos de los barrios de los alrededores. Los vecinos decían que a qué iba yo a perder el tiempo, que me fuera a ayudar a la milpa, a la pisca. Pero fue mi mamá la que dijo: ¡no! —se detiene un segundo, pero parece más tiempo. Le brillan los ojos y cuando vuelve a hablar pareciera que se le entrecorta un poco la voz—… se va a estudiar la secundaria.

En la familia del maestro Chiquito se habló siempre el náhuatl. Él cuenta que su abuela era lo único que usaba para comunicarse, no quería hablar en español. Fue su mamá, quien trabajaba en la casa de los dueños de la fábrica Mayorazgo, la que empezó a prohibirles hablar ese idioma. Los urgía a hablar en español para que no los rechazaran, pues en la fábrica se burlaban de los que no sabían hablar español bien, porque decían cosas antiguas como ansina y mesmamente. Pero él siempre se mantuvo curioso y escuchaba a escondidas cuando los adultos lo usaban hasta poderlo entender a la perfección. También tuvo una novia que en una ocasión lo invitó a la montaña con su familia y ahí, gracias a que sabía el idioma, pudo disfrutar de las leyendas de boca de la abuela, alrededor de una fogata. Leyendas que aclaran el nombre del volcán Malinche, al que yo siempre escuché que le llamaban así por “traicionera”, pero que en realidad se llama Malintzin (como la interprete después convertida en Doña Marina) y que obtuvo ese nombre por un supuesto romance extramarital con el Popocatépetl, que resultó en embarazo…

El trabajo de toda su vida ha sido luchar contra sí mismo. Con las cosas que creía eran las correctas y después deshacerlo todo y volver a empezar. En sus años de estudiante en la BUAP se vio muy influenciado por el éxodo de profesores universitarios que ocasionó la dictadura de Pinochet. Él cuenta que le decían la universidad marxista, porque traían consigo libros que hacían escandalizarse a la derecha poblana. En Tlaxcalancingo no había una biblioteca con esas obras, entonces Raúl decidió poner una. Uno de sus primeros actos en la comunidad. Después de eso vinieron los secuestros de camiones para llamar la atención de las autoridades, para hacerles ver que en Tlaxcalancingo no se dejarían oprimir, que estaban organizados. Exigían que redujeran las tarifas del transporte público, que los dejaran vender sus cosechas en la ciudad, que les dieran un espacio en la administración municipal.

—La ventaja es que no me casé joven. Por eso es que hay tantas cosas aquí en Tlaxcalancingo, porque yo y otro señor, que se llama Euseberto Chiquito, nos dedicamos de lleno a la actividad política, social, obras de teatro, en fin, todo eso. En los noventa era una anomalía tener 33 años y no estar casado. Andrés Coyotl, mi amigo, llegó un día a mi casa, eran las ocho de la mañana y yo seguía durmiendo. Entró a mi casa y me dijo: “estoy preocupado… ¿qué no te gustan las mujeres? ¿O qué pasa contigo? ¿Por qué no te has casado?”

Él tenía otras cosas en mente: antes de pensar en hacer cargos religiosos de mayordomías o casarse, quería terminar su carrera, seguir en las actividades culturales para acercar lo que él consideraba la cultura a la comunidad. Sentía que la vida de occidente, la europea, era la que debía seguirse, a la que debían aspirar a parecerse. En una ocasión organizó en el atrio de la iglesia la obra de Jesucristo Super Estrella. Él fue el mismísimo Jesús. Estaba atorado entre culturas, entre idiomas. Parado en un pueblo al que la modernización se empezaba a devorar. Sentía que debía abrir los ojos a su gente, que aprendieran del mundo, así como él había aprendido. Quería traer la cultura a Tlaxcalancingo.

No fue hasta mediados de los noventa cuando se dio cuenta que ser ingeniero químico le había ganado tan solo un trabajo en las refresqueras, con sueldos miserables. Entonces decidió volverse carpintero. Aprendió el oficio con habilidad y empezó haciendo trabajitos. Para ese entonces empezaron a llegar personas de la capital. Su amigo, aquel tan preocupado por su soltería, le consiguió trabajo con un señor llamado Julio Glockner, hijo. Le pidió que hiciera todos los detalles de su casa en madera: puertas, ventanas, muebles, libreros. Se fue entonces a trabajar a esa casa. Cuando terminó los libreros siguió con los otros muebles, mientras Glockner los llenaba con una gran cantidad de libros, que lo deslumbraron.

—Había de nahuatlismo, diccionarios de náhuatl, historia de México. Yo le pregunté a qué se dedicaba y me dijo que era antropólogo. Él y su esposa lo eran. ¿Me vas a prestar uno de estos libros?, le pregunté. Y me dijo bien tranquilo: sí, sí, llévate los que quieras…

Después la voz se corrió y otra familia lo contrató: los Gatica Fernández, que tenía mala fama en el pueblo, o al menos así lo cuenta el maestro, pues la gente que había ido a trabajar con ellos comentaba que los trataban mal.

—Por eso se me hizo bien raro cuando me preguntaron por un maestro de náhuatl. Me dijeron que eran parte de una organización y que necesitaban a un maestro porque querían que en la preparatoria se enseñara ese idioma, y pues como yo siempre lo he escuchado, sí sabía. Y me contrataron.

A su clase la llamó “lengua e historias mexicanas”, pero a los muchachos de la preparatoria no les gustaba el tema, se preguntaban porqué debían estudiarlo. El maestro Chiquito no sabía qué contestarles, aunque sentía el impulso de algo más fuerte que él, una especie de llamado, como si esa búsqueda de traer “la cultura” a su pueblo, por la que tanto había trabajado en su juventud, se empezara a revelar más clara en su mente. Tal vez la cultura no debía traerse, sino que ya existía en Tlaxcalancingo.

Por su amistad con Julio Glockner Rossainz se decidió a estudiar antropología. Tenía más de treinta años y eran los noventa. Pero eso no lo intimidó y se inscribió nuevamente en la BUAP, donde él cuenta que desde su primer día hizo amigos.

—Una muchacha jovencita se sentó a lado mío, y de su bolsa, mientras llegaba el profe, sacó una torta y la partió a la mitad y me invitó. Y yo que creía que me iban a discriminar por mi edad.

La antropología resultó ser lo suyo. Se encontró fascinado por las cátedras de los profesores. En su grupo de estudio marxista, aquel que había armado con sus amigos del pueblo, empezó a refutar desde la antropología los argumentos de sus compañeros. Juntos siguieron haciendo mucho trabajo por la comunidad: crearon un programa de radio, hicieron un partido político llamado La Unión Popular de Tlaxcalancingo, y levantaron el Xochipitzahuac o La Fiesta de los Pueblos Indios, en los que organizan danzas, exposiciones gastronómicas y culturales.

Todo esto sucedió en los noventa, mientras la administración de la ciudad de Puebla miraba hacia los terrenos de cultivo de la zona y se frotaba las manos con anticipación. Un día, sin más, se acercaron representantes del gobierno a los ejidatarios. Les dijeron que les iban a expropiar los terrenos porque toda esa zona, lo que ahora conocemos como Angelópolis, se iba a convertir en una reserva ecológica.

—Sí conoces ahí por la estrella de Puebla, ¿no? Ah… pues ahí era el terreno de mi abuelito. Ahí, todo eso hasta donde está el restaurante Sanborns. El terreno del centro comercial que está enfrente era de mi tío Pedro… Todo eso eran nuestros terrenos. Se los expropiaron a cinco pesos el metro. En ese tiempo habrán sido 50 mil pesos.

Mariano Piña Olaya, ex gobernador de Puebla, expropió la zona que ahora conocemos como Angelópolis y después vendió los terrenos más caros, en dólares. El maestro Chiquito cuenta que buscaron llamar la atención de la gente, demostrarles que esos terrenos expropiados eran productivos. Pusieron una exposición en el zócalo de Puebla, llevaban sus cosechas para que la gente los ayudara. Pero no pudieron contra el monstruo que los acechaba. Se dedicaron a separarlos uno por uno. Los fueron enemistando, les vendieron la idea de que era una buena acción dejar esas tierras para un centro ecológico. La realidad ya la conocemos todos: Angelópolis es una zona comercial de lujo, mientras que la lucha del maestro Chiquito se convirtió en lo que ahora conocemos como la Feria del Nopal.

—Toda esa zona era nuestro campo. Nos íbamos hasta el río, antes de que pusieran la carretera, y traíamos chapulines, hongos, hierbas, aves, había hasta pececitos en los riachuelos para hacer caldos… En fin. Después de eso, yo ya tenía esposa e hijo y nos íbamos a caminar, y ya estaban construyendo ciudad judicial.

Lo miro incrédula. No consigo hacerme a la idea de que ese hombre que tengo frente a mí pudo ser el dueño del terreno del Sanborns de Angelópolis. ¿Cómo pudo soportarlo? Ver a otras personas hacerse millonarias. Me pregunto que se sentirá ser el y pasar ahora por eso edificios, esas construcciones. Pero la diferencia entre el maestro Chiquito y yo, y todos los que crecimos en el mundo cruzando el Periférico, es que para su cultura no existe la idea de acumulación. Él me explica que la cultura indígena no piensa como nosotros porque no es capitalista. La gente nace y existe, así como una planta o el maíz, o las nubes. Existen y no tienen que hacer nada más que ser, y ya tan solo por eso son preciosas.

Me dice que por eso es tan importante saber náhuatl, que en México no hablamos español, sino espanahuatl, y que sabiendo el idioma entendería como este representa toda una cosmovisión de las costumbre e ideales de la gente prehispánica. Me cuenta, para explicarme, que unos años atrás llegó de España una lingüista que se quedó maravillada con la manera en que la gente hablaba el español.

—Me dijo que había ido al mercado y había escuchado una conversación de unas marchantas:

“Comadrita, guárdeme tantito mis ollitas, voy rapidito a traer unos frijolitos, ahoritita vengo…”

Él le explicó aquellas formas de ver, de manera tan sagrada, a la vida y a las cosas vivas que de la tierra nacen. Le dijo que los pobladores prehispánicos demostraban con el idioma lo venerable que estas eran. Para ello tenían el sufijo tzin. Entonces una flor, que en náhuatl es “xochitl”, al mencionarla con respeto se volvía “xochitltzin”. Al llegar el idioma castellano a nuestras tierras, se buscó la mejor forma de traducir ese concepto y solo lo lograron con el diminutivo ito. Lo que aquella lingüista escuchaba era simplemente la traducción del nombramiento respetuoso a los objetos, personas y frutos que de la tierra nacieron.

El maestro Chiquito me ha dado una enseñanza de vida, no tan solo por los datos históricos de la ciudad, si no por su forma de entenderla. Él nunca buscó riquezas ni poder. En todo momento buscó lo más importante que él asegura hay en la vida, compartir. Por eso dedicó su vida a su pueblo, a su cultura y hasta hoy, en medio de una pandemia que parece eterna, me recibe con humildad y me cuenta un poco de lo que fue Tlaxcalancingo y mientras me despido de él me pregunto cuanto tiempo más falta para que la vida de consumo devore estas tierras y se lleve consigo al venerable maestro Chiquito, al tlamachtianitzin.

 

Estefanía Cázares

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