Desde el Sur

Phan Thi Kim Phuc, la niña que vi correr

Phan Thi Kim Phuc, la niña que vi correr

Octubre 19, 2021 / Por Márcia Batista Ramos

Portada: Nick Ut, 1972

 

Cuando los naranjos daban fruta y sombra era la época en que el invierno ladraba en las calles. Entonces nos sentábamos a calentarnos al sol y a descascarar las naranjas dulces y jugosas. Era una especie de ritual de invierno y así como nos sentíamos, pensábamos que todos eran felices. El tiempo pasaba gota a gota y caía suavemente sobre la vida; tan suave que daba la impresión de que la vida era bella y que sería eterna.

Por las mañanas nos contábamos los sueños, el tiempo parecía infinito y el algodón dulce de color rosado siempre me arrancaba una sonrisa. En los viajes, cantábamos viejas canciones que escuchamos a los padres y tíos cantar en alguna reunión.

En las noches nos gustaba recitar poesía o jugar con las sombras, que se transformaban en personajes y contaban sus historias divertidas, que seguían en nuestra mente durante el sueño placentero.

Los amigos llegaron y anduvimos el mismo camino, miramos las nubes del verano y descubrimos los diseños que nos dejaban. Porque no sabíamos de los otros mundos, de los mundos grandes que se desplomaban en guerras.

Un día, de uno de esos mundos grandes y llenos de bombas, salió la imagen de una niña desnuda corriendo. Ella se llamaba Phan Thi Kim Phuc. Ese día todos los adultos hablaron del Napalm.

Fue muy difícil para mí tratar de comprender la guerra, y mi padre me dijo que la guerra era un lugar triste donde se mata y se muere. Entonces preguntamos sobre la muerte, sobre la guerra, sobre los muertos, otra vez. Y por la mañana no teníamos sueños para contar, nos habíamos olvidado de soñar. No pude entender por qué Phan Thi Kim Phuc corría desnuda. ¿Y su casa, su madre, su ropa?

Después de la noticia con la imagen tan triste en la Revista o Cruzeiro todo cambió. Poco a poco dejamos de cantar las canciones pasadas de moda, que habíamos aprendido de los padres y de los tíos. Ya empecé a cuidar los dientes y no disfruté más del algodón dulce, como una nube rosada.

Entonces el tiempo adquirió otro ritmo y, sin querer, nos enterábamos de las virtudes y de las desgracias del planeta. Supimos que había un mundo grande, enfermo y malo. Que despiadadamente mataba de hambre a los niños. Y no quise acercarme a esos espacios, donde pasean el dinero en cantidad y el poder ilimitado. No quise mirar por la pantalla chica las noticias y con el corazón estrujado, empecé a dejar gotear tinta sobre hojas blancas.

No estaba lista para comprender los infiernos y sus diversos niveles, que son construidos con las guerras. No me importaba que me criticasen por no enterarme de lo que pasaba en el planeta.

Lo que pasó es que no sabíamos que el paisaje de la infancia un día cambiaría, ni que vendrían nuevos rostros, peor, extraños rostros frente al espejo. La verdad es que no sabíamos muchas cosas, porque estábamos distraídos entre hacer volar una cometa y adivinar qué habría de postre.

Nuestro mundo era pequeño, con revistas infantiles, álbumes de figuritas y algún paseo de fin de semana. Obviamente, era imposible imaginarse espacios distintos como los mundos menores, llenos de mezquindad y girando en torno de un personaje infeliz que ni siquiera logra satisfacer su propio ego. Esos mundos, puedo identificar ahora e invariablemente, me sorprenden.

Porque no sabíamos que los juegos de “haz de cuenta” eran juegos de adultos frustrados y mentirosos, ya que las mentiras eran frases que no debíamos proferir; entonces, ahora los veo, los miro y muevo la cabeza pensando, ¿para qué?

Creo que engañarse a uno mismo es imposible, porque siempre hay una hora en el día, en que el silencio interno es interrumpido por nuestra conciencia que conoce nuestra verdadera Identidad, porque ella sabe de la locura empedernida, de cada error cometido en el camino, de los vicios acicalados que cada uno quiere dejar en el armario, de la necesidad de un entorno mediocre para no sentirse tan desgraciado... y del miedo inmenso como una sombra que persigue eternamente.

Al igual que de los mundos muy grandes (con poder y guerra), trato de alejarme de los mundos muy pequeños que no tienen sabor a fresas o chocolate, porque es muy complicado; y para hablar con mediocres, hay que elegir las palabras y soy demasiado espontánea, puedo equivocarme fácilmente.

Cuando llovía, me gustaba mirar por el vidrio de la ventana y ver cómo el agua milagrosamente caía del cielo, pero mi espanto mayor cuando escampaba era ver la calle con sus paralelepípedos lavados, con un color oscuro brillante. Los tejados, después de la lluvia, adquirían un aspecto renovado, al igual que las paredes de las casas.

Lo que yo no sabía era que el agua de la lluvia bañaba con vida todo lo que estaba muerto en el mundo: los edificios, los trenes, los carteles, los carros…

Cuando entendí eso, mucha agua ya había pasado por debajo del puente. Aun así, empecé a quedarme en la lluvia, para que ella me bañe con vida, porque ya existían muchos muertos, así como muchas cosas muertas en mí.

De un día para el otro ya nada fue igual. Los amigos ya estaban muertos. Se fueron sin despedirse y yo ya no quería tener premoniciones, simplemente porque esa, mi maldita intuición, no se equivocaba.

Hoy me cuesta creer en la magia de la vida. Observo mis manos arrugadas y no las reconozco, porque no me siento así. Toda la piel se ha marchitado, pero no soy yo, es apenas una veste que se desgasta con el tiempo que pasa eufórico.

La verdad es que no sé, en qué momento, pasó tanto tiempo, ni cuando todos se fueron, dejando recuerdos como fotos amarillentas. Tal vez me distraje conociendo países extraños, inmersa en cosas estériles o saboreando tres pececitos del mar del norte. Lo más seguro es que me entretuve con seres que no existen.

La cajita de música aun es la misma y llena el ambiente, por un momento. Me gusta, porque soy feliz cuando acaba la música y guardo en la memoria el momento como un tesoro. No pasa lo mismo con las personas. Es muy distinto, porque se quedan más y más adentro, y cuando vienen a la superficie de mi mente, por un u otro motivo, duelen en mí. No logro detenerlas, como la música de la cajita, y mis lágrimas las llevan como un torrente para un lugar más adentro, al tiempo que las siento más lejos. Entonces, me desprendo de la memoria y me alejo de la saudade, pero la sal llena lo que falta del día, de la noche, de la vida y siento que ahora el tiempo es demasiado largo, aunque Phan Thi Kim Phuc siempre será una niña corriendo de la bomba de Napalm.

 

Márcia Batista Ramos

Nació en Brasil, en el Estado de Rio Grande do Sul, en mayo de 1964. Es licenciada en Filosofía por la Universidade Federal de Santa María (UFSM)- RS, Brasil. Radica en Bolivia, en la ciudad de Oruro. Es gestora cultural, escritora y crítica literaria. Editora en Conexión Norte Sur Magazzín Internacional, España. Columnista en la Revista Inmediaciones, La Paz, Bolivia y columnista del Periódico Binacional Exilio, Puebla, México, Mandeinleon Magazine, España, Archivo.e-consulta.com, México, Revista Barbante, Brasil, El Mono Gramático, Uruguay. Además, es colaboradora ocasional en revistas culturales en catorce países (Rumania, Bolivia, México, Colombia, Honduras, Argentina, El Salvador, España, Chile, Brasil, Perú, Costa Rica, USA, China, Nepal, Uzbekistán, Paquistán, Arabia Saudita). Publicó: Mi Ángel y Yo (Cuento, 2009); La Muñeca Dolly (Novela, 2010); Consideraciones sobre la vida y los cuernos (Ensayo, 2010); Patty Barrón De Flores: La Mujer Chuquisaqueña Progresista del Siglo XX (Esbozo Biográfico, 2011); Tengo Prisa Por Vivir (Novela Juvenil, 2011 y 2020); Escala de Grises – Primer Movimiento (Crónicas, 2015); Dueto (Drama, 2020); Rostros del Maltrato en Nuestra Sociedad –Violencia Contra la Mujer. (Ensayo, 2020); Universo Instantáneo (Microficción, 2020).

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