Ensayo

El éxito y el fracaso

El éxito y el fracaso

Noviembre 23, 2021 / Por María Teresa Andruetto

Portada: Paul Klee, El equilibrista

 

“El éxito y el fracaso, esos dos impostores”, dijo

Rudyard Kipling y algo parecido repetía Borges.

 

En una ciudad balnearia.

Un circo.

Un hombre joven.

Una contorsionista. Una mujer de goma que tanto se toca la oreja con un pie como se rasca la espalda con los dedos de otro pie.

La contorsionista trabaja, como es de imaginar, en el circo, en esa ciudad balnearia.

Para impresionar al hombre de nuestro cuento más de lo que ya estaba impresionado, la contorsionista lo invita a una función de circo y él, sentado en primera fila, la ve doblarse y torcerse como una muñeca de trapo o de goma, la ve tomar un peine con los dedos de los pies y peinarse el pelo larguísimo como si lo hiciera una mano ajena.

El la aplaude a rabiar.

El circo es familiar, así que después del número de la contorsionista viene otro número hecho por su hermano, el equilibrista que, a diferencia de ella, ya no es tan joven y está un poco excedido de peso. El hermano equilibrista debe cruzar todo el diámetro de la carpa haciendo equilibrio sobre un alambre. Eso promete el folleto que promociona el espectáculo.

Antes de trepar, el hombre le explica al público que, aunque desde chico es alambrista de ese circo, está un poco preocupado porque es muy difícil hacer ese espectáculo en lugares con arena y en ese pueblo de la costa, si algo hay en todas partes, es arena. Arena en la pista del circo, arena en el pueblo y arena en la playa. Eso hace muy difícil el equilibrio sobre el alambre, dice. De cualquier modo, él va a hacer su número y espera que todo salga bien.

Dicho esto, se limpió los pies tanto como pudo, subió por la escalera de soga e intentó caminar en las alturas, en el cielo de la carpa, pero dio unos pocos pasos y ante la mirada asustada del público, cayó estrepitosamente al suelo. Dijo que lo intentaría otra vez e hizo otra vez lo mismo, se limpió los pies, subió la escalera de soga y empezó a tambalear sobre la cuerda y otra vez se cayó.

El público lo aplaudió con la piedad con la que se aplaude a los buenos perdedores, aquellos que por lo menos lo intentan, pero él dijo que otra vez treparía al alambre, aun cuando desde las gradas ya todos le pedían que no lo hiciera,

Lo intentó otras tres veces, mientras el público gritaba desde las gradas que ya estaba bien, que ya había mostrado su coraje. Pero él, antes de subir una vez más, se volvió para decirles que todos que, aunque por la edad y el peso estaban disminuyendo sus habilidades, todos ahí habían pagado su entrada para verlo y aunque él era consciente de que pronto tendría que dejar ese trabajo porque no estaba para esos trotes, se sentía muy mal de no poder cumplir con lo prometido.

Así es que lo intentó una vez más, esta vez con rabia, se quitó la arena, subió empecinado la escalera de soga y se largó a hacer equilibrio sobre el alambre con la platea más nerviosa que él. Llegó tambaleando hasta la mitad y empezó a balancearse ahí arriba, hacia el corazón de la pista, como si fuera una hamaca. Ya se caía, ya nomás, se iba al suelo. Sin embargo, a duras penas y como por milagro, consiguió recuperar el equilibrio, se irguió sobre sobre el alambre y logró llegar a la otra orilla.

 

El público estalló en aplausos.

Unos chicos pasaron vendiendo su foto sobre el alambre —una foto de otro tiempo— y no hubo quien no la comprara

 

Cuando terminó la función, la contorsionista invitó a su enamorado a cenar con sus compañeros de trabajo en uno de los carromatos y ahí estaba el hermano equilibrista, al que el muchacho de nuestro cuento felicitó por su coraje, por sus agallas, por su templanza ante la derrota, por su empecinamiento…

El equilibrista agradeció con una sonrisa, pero la chica largó una carcajada.

 

Mi hermano tiene treinta años de alambrista —dijo—. Puede cruzar el cielo de la carpa con los ojos cerrados, pero para hacer ese número, primero tiene que caerse porque sin caída no hay aplausos. Si no se cae por lo menos dos veces, la gente piensa que caminar allá arriba es como andar por una vereda, puro coser y cantar, y entonces ni te aplauden ni te compran una foto. El único triunfo que emociona es el triunfo del que antes fracasó.

 

Como dijo el filósofo chino Chuang Tzu: “cuando el calzado es liviano, se olvida uno del pie y si el cinto no ajusta, perdemos noción de la cintura” y como suele decirme Juana, mi hija, las personas más hermosas no son las que tienen envoltorio de fábrica, la piel sin arrugas, sin cicatrices, la ingenuidad intacta a fuerza de vivir en una burbuja lejos de lo vivo, sino los que están de vuelta de lo oscuro, tienen marcas de viaje, conocen el dolor, pero pese a ello eligen ser felices.

 

La felicidad es una adquisición, dijo Wallace Stevens.

 

María Teresa Andruetto

Arroyo Cabral, Córdoba, Argentina (1954). Hija de un partisano piamontés que llegó a Argentina en 1948 y de una descendiente de piamonteses. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba en los años setenta. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura trabajó en un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes. Formó parte de numerosos planes de lectura de su país, municipales, provinciales y nacionales, así como de equipos de capacitación a docentes en lectura y escritura creativa.

Ha hecho de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino los ejes de su obra.

Su obra literaria incluye, entre otros títulos, Stefano (1997), Veladuras (2004), Lengua Madre (2010), La lectura, otra revolución (2014), No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (2017) y Poesía reunida (2019).

Recibió el V Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil en 2009 y premio Hans Christian Andersen, el "Nobel de la Literatura Infantil", en 2012, entre otros.

María Teresa Andruetto
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