Ensayo
Noviembre 29, 2024 / Por Miguel Ángel Hernández Rascón y Adriana Hernández Rascón
En una impecable escena cinematográfica de perfecta fotografía, iluminación y dirección de arte, los cañones de Napoleón Bonaparte, interpretado por el galardonado actor Joaquin Phoenix, disparan sus cargas contra las pirámides de Egipto. Una imagen apoteósica concebida por el afamado director Ridley Scott para que el espectador contenga el aliento y admire con asombro una de las grandes hazañas del general corso: la invasión y toma de Egipto tras la famosa Batalla de las Pirámides, en 1798. La música suena majestuosa y los asistentes quedan atrapados por uno de los mecanismos narrativos más eficaces que existe. Una escena excepcional, cuya composición dramática exalta los sentidos y la imaginación del público; las majestuosas pirámides, íconos universales de la grandeza humana a través del tiempo, enmarcando la guerra: caballería, infantería y artillería en medio del fragor del fuego y el humo. Pólvora y acero; lo antiguo y lo moderno en un choque impensable.
Sin embargo, no todos se dejaron seducir por la parafernalia visual e inmediatamente después del estreno de la cinta Napoleón, en noviembre de 2023, algunos historiadores expertos en la vida del generalísimo salieron a desmentir dichos sucesos durante la ya mencionada campaña en Egipto. Con archivo en mano y con un extenso estado de la cuestión memorizado, se hizo énfasis en lo poco fiable de la cinta en diversos podcast y canales de YouTube, donde si bien se da el crédito a Ridley Scott como artista, no se soslayaron las imprecisiones y manipulaciones históricas para favorecer el ritmo de su guión. Ya entrados en calor, los debates fueron en torno a la visión de un director británico sobre la vida del extinto emperador de Francia y finalmente todo recayó en el actor Joaquin Phoenix, un puertoriqueño-estadounidense que, a criterio de muchos, no contaba con las credenciales suficientes para interpretar al insigne militar; ya no hablemos de su imposibilidad de articular la lengua francesa y hablar con un marcado acento californiano.
Napoleón (2023) abrió de nuevo el debate sobre las narrativas del cine que afectan el discurso histórico, los sesgos ideológicos en torno de la construcción narrativa, los imaginarios colectivos, los mecanismos de ficción en la construcción social; historiografía, archivo, documento, etcétera. No es algo nuevo, mucho menos para Ridley Scott, quien puso el dedo en la llaga con Gladiador (2000), tomándose muchas licencias artísticas alrededor del emperador Marco Aurelio y su hijo Cómodo. Mel Gibson hizo lo propio con Corazón Valiente (1995) y Apocalypto (2006), enardeciendo a historiadores escoceses y expertos en la cultura maya por el despropósito histórico de dichas cintas que, en sus expertas opiniones, no hacen más que distorsionar, deformar y tergiversar de manera irremediable a William Wallace como caudillo y a toda una cultura asentada en el sureste mexicano desde hace siglos. Y así hay muchos ejemplos.
No es algo nuevo. De hecho, ese debate existe desde la creación misma del cine. No es que las producciones en Hollywood, en la época dorada y en la época de plata del celuloide, se hayan puesto serios respecto del apego a las fuentes históricas de los acontecimientos que intentaban retratar. Ni Estados Unidos ni otro país que tenga o haya tenido una industria cinematográfica como tal puede presumir de hacer un cine histórico de estricto corte documental (tal vez los rusos o los checos, pero dichas películas resultan tan soporíferas que pocos seres humanos llegan a terminar de verlas). Todo lo contrario. El cine es, desde su creación, un dispositivo de construcción ideológica que tuvo su mejor escenario, en mi opinión, durante la Segunda Guerra Mundial. Un medio propagandístico donde todas las naciones involucradas se dieron a la tarea de “crear nación” e imaginarios colectivos a partir de la pantalla, siendo los nazis y su impulsor propagandístico, Joseph Goebbels, un caso particularmente extremo. Goebbels entendió muy bien que el cine era un dispositivo de propaganda muy eficaz, con la capacidad para moldear la Historia y por ende la identidad y el pensamiento colectivo. “Repite una mentira mil veces hasta que se vuelva verdad” es una cita atribuida a él. Pero no fue un pensamiento unívoco del nacionalsocialismo, no; Estados Unidos impulsó una industria cinematográfica de corte histórico cuya trayectoria estuvo encaminada, de un modo menos perverso, en el mismo sentido: moldear la historia e influir en la identidad y la colectividad. Ciertamente, todos los historiadores entran en un conflicto inmediato con cualquier obra cinematográfica que pretenda enunciarse desde el discurso histórico, bajo el argumento de que se incurre en imprecisiones, en el mejor de los casos, y tergiversaciones que deforman irremediablemente la percepción del espectador respecto de tal o cual evento o personaje.
¿Entonces es el cine el culpable de la tergiversación histórica? Ciertamente no. Regresemos a Napoleón Bonaparte y la Batalla de las Pirámides de 1798. François Louis Joseph Watteau, mejor conocido como Watteau De Lille, fue un pintor francés que se destacó en su tiempo por pintar el exquisito cuadro de corte histórico Bataille des Pyramides, en 1799, sólo un año después del evento (parece que no estuvo ahí y lo hizo con base en los relatos subsecuentes). Una obra excepcional, cuya composición dramática exalta los sentidos y la imaginación del espectador con las majestuosas pirámides, íconos universales de la grandeza humana a través del tiempo, enmarcando la guerra: caballería, infantería y artillería en medio del fragor del fuego y el humo. Pólvora y acero; lo antiguo y lo moderno en un choque impensable. Parece que Ridley Scott se inspiró en el cuadro de Watteau en muchos sentidos o es posible que esta imagen sea más un lugar común que una excepción. Lo cierto es que, a pesar de los detractores históricos de Scott quienes se rasgan las vestiduras por a una escena que consideran absurda, la pintura de Watteau bien puede ilustrar un libro de historia francesa o ser la portada de una estricta y rigurosa investigación historiográfica publicada en torno a Napoleón Bonaparte sin que se haga tanto problema. Al parecer, en este caso las licencias artísticas de Watteau parecen inocuas para los mismos historiadores que pueden hacer una crítica mordaz a la cinta del director de Alien (1979).
La pintura, como dispositivo discursivo y mecanismo narrativo, cumplió la misma función que el cine lo hace actualmente, sobre todo durante los siglos XVIII y XIX. Cargada de estilismo, licencias artísticas e hipérboles visuales, la pintura histórica retrató de la manera más inexacta y distorsionada muchos “episodios históricos”, al menos en Occidente. Lo mismo pasó con la novela histórica decimonónica, que sigue tomándose como referente documental a pesar de su obvia construcción ficcional, como es el caso de Pérez Galdós, cuyos Episodios se toman como fuentes documentales en algunos cursos de literatura e historiografía. El argumento es siempre el mismo para catalogar la pintura histórica y la novela histórica dentro de los marcos referenciales de la documentación y el archivo: es verosímil.
Paul Ricoeur distingue lo verosímil de lo verdadero en su libro Historia y verdad (1990). De la verdad, explica que es un constructo plausible determinado por las interpretaciones y que estas se enuncian por medio de un dispositivo narrativo que puede ser la Historia. Lo verosímil es uno de esos numerosos constructos plausibles que rondan alrededor de lo verdadero, ya que de la verdad se desprenden diferentes interpretaciones. Ricoeur obedece a la máxima de Nietzsche, “No hay hechos, sólo interpretaciones”, en el sentido de que los hechos, en especial los hechos humanos, están sujetos a emisores y receptores, decisiones y consecuencias (los hechos que no competen al hombre quedan en una marginalidad periférica que, a veces, sólo les importa a ciencias como la paleontología o la astronomía). El discurso histórico, en este estricto punto de articulación, es, entonces, generado por un sujeto social específico. Hay invariablemente un quién, un porqué, un cuándo, un dónde, un cómo en la generación discursiva. Si bien, la historiografía se basa estrictamente en documentos y archivos, estos son susceptibles a dicha interpretación. Hayden White explica en su libro El texto histórico como artefacto literario (2003) que, precisamente, muchas veces la función del historiador no está muy lejana a la del novelista. De las diferencias entre lo histórico y lo literario dice que “lo que los distingue y los hace irreconciliables es el diferente acto poético, precrítico y constructivo por el cual historiador prefiguró el campo histórico y lo construyó como un dominio sobre el cual, ahora sí, aplicar su concepción ideológica, sus creencias epistemológicas o sus preferencias narrativas” (White, p. 12). Es decir, un historiador puede tomar el papel del narrador omnisciente de tal o cual suceso, y desde sus sesgos, interpretaciones e imparcialidad construir un discurso cuasi-literario que llamará histórico, tomándose casi las mismas licencias que Ridley Scott o cualquier otro sujeto social con capacidades enunciativas. Hacer pasar por verdadero lo verosímil.
Si bien, el carácter inocuo de la dirección de una película o las visiones de un director británico en pleno siglo XXI respecto de Napoleón Bonaparte no deben ir más allá de los mencionados podcast y canales de YouTube dedicados a las polémicas de este tipo, lo cierto es que hay que cuestionarnos el poder la Historia como un mecanismo político. En la actualidad es muy sencillo recurrir a las “narrativas históricas” y a los “artefactos de ficción” para las polarizaciones políticas contemporáneas. Narrativas maniqueas de buenos y malos, sustentadas por bandos contrarios en conflicto por dichas narrativas y dispositivos discursivos que forman y conforman imaginarios, identidades; políticas públicas, legislaciones y tomas de decisión trascendentales en el devenir de una sociedad.
Las políticas públicas del siglo XXI, en casi todos los sentidos, están determinadas por las narrativas, sean ficcionales o no, tengan sustento o no. Incluso el periodismo, la estadística y la legislación, entidades fundamentalmente imparciales, terminan obedeciendo tal o cual narrativa, ya sea liberal o conservadora, de derecho o de izquierda. Y tal como el cine, los mecanismos que las componen están edulcorados para ser agradables y necesarias para cada uno de los receptores en los diferentes espectros políticos, con su sistema de valores y creencias, ya sea que sean un disparate o no. Desde ahí, parece casi imposible un acercamiento dialógico, ya que dichos mecanismos, dispositivos y artefactos (literarios, políticos, identitarios; legales, históricos e ideológicos) están diseñados más para la controversia que para la convergencia. En la lengua inglesa se hace una distinción entre story e History, para separar el concepto de relato respecto de la disciplina científica. En lengua española se hace por medio de historia e Historia. ¿Qué historias y relatos nos contamos para enunciar discurso y para decodificarlo? ¿Qué Historia nos contamos para construir identidades e ideologías? Sería interesante que, como actores políticos y sujetos sociales, nos cuestionáramos de vez en cuando, los mitos y legendarios en la Historia Contemporánea de México, y del mundo en general. Comprender y cuestionar es parte fundamental del pensamiento crítico que debe formarse en una nación democrática y plural. Actualmente, las políticas públicas sobre educación, salud, infraestructura, presupuesto, etcétera terminan maniatadas por los discursos ideológicos que beben de una narrativa histórica polarizada y enfrentada y cuyo futuro parece más un cuadrilátero que otra cosa. Como sujetos sociales y actores políticos hay que poner atención en esa parte y no perder tanto el tiempo en las imprecisiones sobre la dirección de Ridley Scott, o de otro, en una película. Ver y comprender qué no nos hacen pasar como verdadero, siendo verosímil.
Referencias:
White, Hayden (2003) El texto histórico como artefacto literario. Barcelona: Universidad Autónoma de Barcelona.
Ricoeur, Paul (1990) Historia y verdad. Madrid: Ediciones Encuentro.
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