Ensayo
Septiembre 28, 2021 / Por María Teresa Andruetto
Cortázar era fanático del Jazz. Le rindió homenaje en “El perseguidor”, un cuento dedicado a Charlie Parker, donde un jazzman es el contrapunto genial del narrador de la historia, un erudito blanco que está a salvo de las calamidades del músico, pero privado de su estremecimiento y su belleza.
El Jazz nació hacia finales del siglo XIX, en Nueva Orleans, entre esclavos de África y el Caribe, mulatos y criollos libres. Al conseguir la libertad, los negros buscaron modos de expresión lejos de las formas denigrantes de entretenimientos para blancos. En los trabajos en el delta del Mississippi surgieron nuevos fraseos musicales, como el blues, con su disonancia desgarrada y en extremo emocional, mezcla de canciones de trabajadores portuarios y recolectores de algodón negros e irlandeses.
En la década de 1920, con la Ley Seca, muchos músicos emigraron a Chicago —donde había locales más permisivos— y de ahí a Nueva York, donde la comunidad negra se concentró en Harlem e impulsó lo que se conoce como el Renacimiento Negro, tremendo movimiento literario musical del que participaron escritores como Langston Hughes, aquel del poema “Yo, también, soy América / Soy el hermano oscuro. Me hacen comer en la cocina / Cuando llegan visitas”.
Y de músicos como Louis Armstrong.
Armstrong nació en una familia muy pobre, pobreza acentuada por el abandono paterno. Su abuela, la madre de su madre, era una esclava liberada después de la Guerra Civil. El barrio a donde se fue con su madre, al edificio de madera de Perdido 1233, era un sitio de salones de baile, tabernas y burdeles. Ahí creció cantando en las esquinas a cambio de unas monedas, escuchando a los músicos desde la calle y, más tarde, trabajando de chatarrero y haciendo mandados para una familia de inmigrantes lituanos, judíos pobres, donde descubrió que había algunos blancos que eran discriminados por “otros blancos”.
Un Año Nuevo, cuando tenia once o doce años, fue arrestado por la policía y enviado a un reformatorio para niños negros. Ahí aprendió a tocar el tambor, la pandereta, el clarinete y la corneta.
Cuando salió del reformatorio y volvió a su barrio, trabajaba de carbonero o estibador durante el día y a la noche tocaba en los salones, siempre y cuando alguien le prestara una corneta. Debutó como trompetista a los 16 años y pronto se incorporó a una banda que actuaba en los barcos de vapor que navegan por el Mississippi, una experiencia que luego describiría como “su paso por la universidad”. Ahi aprendio el lenguaje del jazz, con apego a la herencia afroamericana y mezcla de música europea; porque se había criado en una ciudad llena de aires musicales y reconocía como una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie, las arias de ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar.
Algunos músicos lo criticaron por tocar ante audiencias segregadas y no tomar una postura clara en el movimiento por los derechos civiles, sugiriendo que era un Tío Tom, en alusión al negro bueno norteamericano que tiene una actitud servil para con los blancos. Sin embargo, fue un apoyo financiero muy importante para Martin Luther King y otros activistas por los derechos civiles. Y criticó públicamente al presidente Eisenhower por su inacción durante un conflicto por segregación racial escolar en Arkansas. Creó una fundación para la Educación Musical de niños discapacitados. Vivió en una casa modesta de un barrio en Queens y siguió allí, aunque hubiera podido vivir en distritos más lujosos, porque apreciaba las ventajas de estar rodeado por su gente.
A comienzos de su carrera lo llamaron Dippermouth (“boca de cucharón”) y después Satchmo, o Satch, abreviaciones de Satchelmouth (“boca de bolsa”). Esos sobrenombres tienen que ver con la forma en que embocaba la trompeta. La situaba sobre los labios de tal forma que, tras muchas horas de interpretación, se le hacía una hendidura en el labio superior. Por eso, por cómo le dolía la boca, se orientó por temporadas hacia el canto. Es que en aquel hogar de expósitos vio por primera vez una corneta, pero nadie le dijo cómo llevársela a los labios. En un primer gesto aquel chico sacó de ella sonidos que, mas tarde, se convertirían en sublimes de puro nuevos, de puro sinceros.
La vida hecha música, con su sonido grave y roto. Así, el que no había sido alumno, se convirtió en maestro de los que vinieron después.
Satchmo, el de la boca grande, el que, a partir de 1932, vivió con una llaga en el interior de sus labios —que se terminó haciendo crónica al punto de impedirle presionarlos porque su solo roce los hacía sangrar.
Fui a escucharlo otra vez a raíz de una foto que vi, una foto de su boca después de un concierto.
Un camino hacia su boca, hacia lo que no sin dolor su boca nos dio, porque como dijo alguna vez Francisco Luis Bernárdez, “Lo que el árbol tiene de florido / vive de lo que tiene sepultado”, ya sea eso una llaga en la boca o una abuela esclava, para que lo que salga por la boca sea algo más que canto, sea otra cosa, sea algo así como un dolor capaz de florecer.
Arroyo Cabral, Córdoba, Argentina (1954). Hija de un partisano piamontés que llegó a Argentina en 1948 y de una descendiente de piamonteses. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba en los años setenta. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura trabajó en un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes. Formó parte de numerosos planes de lectura de su país, municipales, provinciales y nacionales, así como de equipos de capacitación a docentes en lectura y escritura creativa.
Ha hecho de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino los ejes de su obra.
Su obra literaria incluye, entre otros títulos, Stefano (1997), Veladuras (2004), Lengua Madre (2010), La lectura, otra revolución (2014), No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (2017) y Poesía reunida (2019).
Recibió el V Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil en 2009 y premio Hans Christian Andersen, el "Nobel de la Literatura Infantil", en 2012, entre otros.
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