Káos

La muerte salvaje

La muerte salvaje

Septiembre 21, 2021 / Por Antonio Bello Quiroz

Portada: Pablo Picasso, Ciencia y caridad, 1895

 

Sólo tuve una afición verdadera a los lugares donde se piensa en paz

en la muerte, las iglesias, las sepulturas, los lechos de sueño y amor

Murras (citado por Philippe Ariés)

 

Siempre resulta paradójico que de la única certeza que tenemos, la certeza de que moriremos, no sabemos nada en definitiva. No sabemos nada de nuestra muerte, por tanto, sólo podemos hacer ficciones. La participación de la filosofía en todas las construcciones que se hacen sobre la muerte resulta evidente; es decir, si las ficciones sobre la muerte abordan lo desconocido, entonces todas entrañan en sí mismas un problema filosófico. Lo cierto es que la filosofía y la muerte están estrechamente ligadas. La filosofía es parte fundamental de las construcciones culturales sobre la muerte, es la pregunta por excelencia.

La muerte, dice Edgar Morin, es “una idea sin contenido, o, si se quiere, cuyo contenido es el vacío del infinito”. El ser humano, el sujeto, no puede quitarse nunca el fantasma de la muerte, se nos confiere al ser nombrados; por esto, vale destacar la importancia que Jacques Derrida concede el asunto del nombre al hablar de la muerte. Dice este filósofo francés en su libro Dar la muerte: “el nombre es ya portador de la muerte de su portador, la memoria anticipada de su desaparición”. El fantasma que se elabora ante la certeza de la muerte no se puede eliminar.

El ser humano está marcado por la condición de ser mortal, por portar un nombre y con ello una deuda de vida con lo social, con el otro. Le debemos una vida a la muerte.

El sujeto está marcado por la condición de ser mortal a partir del lenguaje. Tener conciencia de la muerte, de la finitud, es, en consecuencia, condición de humanización (de cultura), sin embargo, la adquisición de esta conciencia es fuente generadora de diversas actitudes y posturas.

Precisamente, en las actitudes ante la muerte queda expresado el primer misterio de la muerte.

En un recorrido por las actitudes ante la muerte seguramente nos encontraremos con abundancia de matices. Éstos están determinados por los parámetros establecidos desde la cultura, de acuerdo con lo que dentro de ella se ha considerado como “buena” y “mala” muerte, según consigna Philippe Aries en su libro Morir en occidente.

En la Edad Media, por ejemplo, la buena muerte tenía como rasgo esencial dejar tiempo para el aviso; el moribundo sabía que pronto moriría y eso no era en absoluto fuente de angustia sino toda una distinción. La muerte avisaba, no llegaba a traición, y eso era algo que se tenía que agradecer. Algunos moribundos tenían la visita de cierto espectro, el cual con frecuencia solía dar la noticia en sueños donde un mensajero les informaba con exactitud el momento de la muerte: dichosos eran ellos. Que la muerte se hiciera anunciar era, dice Philippe Ariés, un fenómeno absolutamente natural, incluso cuando iba acompañada de malos presagios. La mala muerte, en contraste, se manifestaba cuando la muerte llegaba a traición, de súbito, por accidente y sin dejar el mínimo tiempo para tomar alguna actitud de preparación para recibirle.

La muerte súbita era temible, como una condenación. Ariés refiere que era calificada como infamante y vergonzosa, como cólera de Dios; de ella no se hablaba. Incluso las exequias de aquellos difuntos toman un tono aún más funesto, e incluso siniestro. “la muerte fea y villana —señala este autor— es también la muerte clandestina que no tuvo testigo ni ceremonia, la del viajero en el camino, la del ahogado en el río, la del desconocido cuyo cadáver se descubre a la vera del camino, o incluso del vecino fulminado sin razón. Poco importa que fuera inocente: su muerte súbita le marca como una maldición.” Ahora, en tiempos de pandemia, la mala muerte es la que se nos revela cuando sabemos que ha fallecido quien no pensamos, la muerte que siempre es súbita llega ahora en el momento menos esperado y con quien menos se espera.

En nuestro tiempo, en nuestra civilización occidental que por sistema excluye aquello que resulta imposible de clasificar y manipular, que por sistema segrega lo diferente a lo hegemónico, se va operando un cambio fundamental: la buena muerte es aquella que aparece sin anunciarse, sin presentimiento alguno que despierte el más mínimo estado de angustia o miedo; la buena muerte (aunque más claramente, el “bien” morir) se idealiza en absoluta tranquilidad, y de ser posible en el sueño, sin anuncio y prácticamente sin conciencia.

La mala muerte moderna, en consecuencia, de la que no se habla, en cambio, es la que se anuncia, la que trae consigo todo el dolor de la agonía, todo el enfrentamiento con la degradación del cuerpo y el olvido en las frías salas de hospital.

Como se ve, el cambio de perspectiva con respecto a la muerte no es menor. Sin duda alguna, las actitudes modernas tienen aspectos importantes de considerar. Pese a no conocerse alguna aplicación efectiva de escalas de medición para saber en qué rangos y sentido las actitudes ante la muerte se han ido modificando, resulta perceptible ese cambio si observamos y tomamos como indicador, por ejemplo, las costumbres funerarias de cada época. en un mundo tan agitado, como resulta ser el mundo contemporáneo, con su mezcla de modernidad-posmodernidad, la familiaridad y la proximidad de la muerte, que era tolerada en la antigüedad, ha sido transformada en una actitud más bien fóbica: pensar en la muerte genera tanto miedo que ya no se osa decir su nombre, la muerte se ha vuelto salvaje.

Por ello se idealiza la muerte súbita, que si —como ya se decía— nos puede tomar durmiendo (sin conciencia) mucho mejor: se anhela la muerte que en otros tiempos era considerada como infamante. En los países tecnológicamente desarrollados los ritos funerarios, que entre otras cosas permitían incorporar la idea de la muerte en lo social, cambiaron la casa por las salas funerarias; el morir ha devenido en negocio bastante productivo y con ello la muerte va siendo excluida del hogar y de la compañía de los otros. Esto se recrudece en tiempos de pandemia donde no se puede asistir al funeral. Los ritos funerarios, el único acto que posibilita incorporar a lo social lo indecible de la muerte, han quedado forcluidos.

En las sociedades modernas la muerte no se narra, se vive y se excluye, se aconseja el pronto olvido: “la vida tiene que seguir”, se dice para consuelo. En un mundo de clonaciones humanas, en donde la amenaza de los totalitarismos está tan presente y la idea de la eugenesia siempre latente, la visión que de la muerte se tiene resuena similar a la que ya señalaba Epicuro: “cuando Yo soy ella no es, cuando ella es Yo no soy [...] por lo que no vale la pena preocuparse por la muerte”. Esa no preocupación le condena al exilio y al silencio. La muerte de ha vuelto salvaje.

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

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