Las malditas ciencias sociales

Las malditas ciencias sociales

Las malditas ciencias sociales

Septiembre 08, 2020 / Por Aarón B. López Feldman

¿Sirven para algo las ciencias sociales?

Cúmulo Obseso / Aarón B. López Feldman

Las ciencias sociales no sirven para nada. No producen objetos para el consumo, no te habilitan para arreglar tu auto ni te enseñan a utilizar el software necesario para conseguir tu próximo empleo. Si pudieran, los burócratas de la educación les darían la estocada final, por inútiles (las sociales, no ellos).

¿Pero entonces, si no sirven para nada, por qué siguen ahí las ciencias sociales, en licenciaturas y posgrados, en revistas y redes de investigación, en congresos y grupos sociodigitales de becarios en crisis? Bueno, digamos que el ser humano no sólo tiene una gran capacidad para destruir, sino también para inventar modos de vida. Y siempre puede hacerlo mejor. Siempre puede ir más lejos. Puede, incluso, mezclar ambas capacidades (la de destrucción y la de invención) y crear modos de vida que le permitan autodestruirse poco a poco (cursando, por ejemplo, un posgrado). Así que existe un grupo (obeso y colorido) para el que las ciencias sociales sí sirven, y mucho: el grupo de los que comen (comemos) de ellas. Más que un grupo se trata de un ecosistema (con su cadena alimenticia, sus flujos de nutrientes, su competencia, su simbiosis) que se ha formado alrededor de enseñar, practicar, pensar, encauzar, institucionalizar y hasta vender ciencias sociales. Es un ecosistema complejo, diverso y, de un tiempo para acá, acostumbrado a las mutaciones. ¿Pero, de servir, únicamente para eso sirven las ciencias sociales?, ¿para alimentar a sus practicantes? Dejemos que uno de los personajes más reconocidos (y a la vez maldito) de las malditas nos responda. Su nombre es Pierre-Félix; su apellido, Bourdieu. Filósofo, antropólogo y sociólogo francés (todo en uno), don Pierre no sólo conocía muy bien a la fauna de las sociales, sino que se dedicó (entre otras cosas) a estudiarla con franca osadía. Pero hizo algo más: se estudió a él con ellas. El día que ingresó como catedrático al Colegio de Francia (cúspide de la cadena alimenticia), Bourdieu no utilizó su lección inaugural para decir cosas bonitas de la sociología y satisfacer a los ahí presentes con asuntos de otros; les lanzó, en cambio (podemos imaginarlo con su ritmo pausado, en espiral, firme), una “lección sobre la lección inaugural de sociología consagrada a la sociología de la lección inaugural”. Nuestro personaje aprovechó la ocasión para hablarle a la fauna sobre la fauna en plena casa de la fauna. Describió sus modos, sus vicios y también su potencia. Y lo hizo poniéndose a sí mismo como objeto de análisis. Como era de esperarse, Bourdieu se ganó ese día más opositores y partidarios de los que ya tenía. Pero eso no sólo no lo inquietaba, sino que vivía de ello. Las ciencias sociales, nos diría este personaje maldito, sirven para comprender por qué somos lo que somos y estamos donde estamos, sí, pero también sirven para algo más: para hacernos de un lugar entre los otros. Pierre-Félix Bourdieu nació muy lejos del Colegio de Francia. No sólo en geografía (su pueblo, Denguin, está a más de 600 kilómetros de Paris), sino en modos, anhelos, trayectorias vitales. Hijo único, de padres acostumbrados a la vida agraria, llegó a Paris con cierto sentimiento de desplazamiento, de pertenencia parcial (sentía, por ejemplo, que su francés no era apto para el francés parisino y que ahí se marcaba, con vergüenza, la huella de su diferencia). Fue en la filosofía, primero, y en las ciencias sociales, después, donde el joven de comarca (siempre becado, nunca heredero) encontró no un refugio para esconderse, sino el lugar para hacerse un lugar en el Paris de su época. Y luego, bueno, luego se dedicó a crear una obra poderosa y densa en la que estudian las regularidades estructurales que hacen que cada uno busque y ocupe un lugar, una posición en el juego de lo social. En un documental centrado en su obra y en su vida pública, nuestro personaje afirmó que la sociología (y podemos incluir en la ecuación al resto de las ciencias sociales) es un deporte de combate: sirve para defenderse, pero no para dar golpes bajos (el documental puede verse completo, subtitulado, en https://cutt.ly/7iQHFkE). Por eso, cuando presentó su “lección sobre la lección” en el Colegio de Francia, en 1982, no hizo más que darle continuidad al combate que tenía más de treinta años dando; un combate para comprenderse en tanto parte de una relación de posiciones, y para tomar, al centro, la palabra. Como deporte de combate, las ciencias sociales permiten pelear contra las inercias de los tiempos, contra aquello que parece fijo e inmutable. Ellas nos muestran que las posiciones no son naturales (no nacemos con ellas, no son parte de nuestra sangre o nuestra piel), ni esenciales (no son atributos fijos de las cosas o de las personas) ni eternas (no duran hasta el fin de nuestra vida), sino que son sociales (construidas por todos, con intereses e intenciones específicas), relacionales (sólo existen en contraste con los otros) e históricas (pueden cambiar, y nosotros con ellas). Las ciencias sociales nos desencantan del mundo ya dado —son unas aguafiestas, las malditas—, nos desconectan de él, pero, a la vez, nos permiten reconectarnos desde un lugar inédito.      Pero si las ciencias sociales son un deporte de combate, ¿cuál es su arma?, ¿en qué radica su destreza? La herramient específica de las ciencias sociales, su instrumento de batalla, no son los libros, las universidades, los académicos o los grandes autores (Bourdieu entre ellos). Su arsenal son las teorías: los conceptos, las categorías y lo que hacemos con ellas; el tejido de enunciados y de procedimientos que construimos para entendernos, para desconectarnos de lo dado y reconectarnos con lo posible. El mayor obstáculo para este arsenal, el elemento que lo desactiva, es la falsa oposición entre lo teórico y lo práctico. Y no son sólo los burócratas de la educación los que sostienen esa falsa oposición (y con ella la política de no incluir clases “teóricas” que no sean útiles para el mercado laboral), sino también una parte importante de los practicantes (profesores, estudiantes, académicos, administrativos). La idea base de dicha oposición es la siguiente: a diferencia de lo práctico, lo teórico no es un hacer, sino un pensar que, a modo de acto secundario, puede o no estar presente en el hacer práctico. Pero la oposición se desmorona cuando entendemos que el pensamiento teórico es un hacer sobre el mundo y sobre nuestro lugar en él: “No hay nada más práctico que una buena teoría”, dijo alguna vez Kurt Lewin. ¿Qué hay más práctico que entender por qué pienso lo que pienso, de dónde viene lo que creo que soy y las opciones que eso me plantea en mi vida cotidiana?, ¿qué hay más práctico que usar lo abstracto para desarraigarme de lo que me dijeron que yo era y hacerme de un nuevo lugar entre los otros (aquellos que no me esperaban)? Pero tampoco nos engañemos. Las ciencias sociales nos desconectan y reconectan al sentido, nos permiten imaginar alternativas históricas, pero no nos abren a la libertad ni nos hacen mejores seres humanos. Nos permiten, a lo sumo, trabajar las virtualidades (entendiendo lo virtual como potencia, como posibilidad) de lo humano, y vigilar nuestras miserias y nuestros anhelos de grandeza. Por eso son malditas las sociales, porque descentran y quiebran lo divino. Lo divino de los dioses y lo divino de los hombres.. Si el arsenal de estas ciencias (que no liberan, pero bien que desatan) son las teorías, ¿cómo podemos elegir entre ellas?, ¿todas las teorías tienen los mismos efectos? Más aún: ¿podemos decir que hay teorías mejores que otras para pensar (y hacer) lo social? Bueno, para tratar de responder tenemos que dar un paseo por la historia y la filosofía de las malditas, pero eso será para nuestra próxima entrega. [[email protected]](link) prueba2 prueba2

Aarón B. López Feldman

(Ciudad Obregón, Sonora, 1978). Licenciado en Antropología por la UDLA-P. Maestro en Comunicación de la Ciencia y la Cultura, Doctor en Estudios Científico-Sociales y profesor del ITESO. Ganador del XXIX Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2013, del Concurso Nacional Universitario de Narrativa Elena Poniatowska 2012 y del Décimo Primer Premio Nacional de Cuento Corto José Agustín 2011. Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla, en las categorías de ensayo y cuento. Ha publicado en las revistas Crítica, Punto en Línea, Acequias, IUS, Traspatio, Replicante y Lado B, así como en las antologías Piezas cambiantes. Escritores en Puebla frente al siglo XXI y Cuentistas de Tierra Adentro. En el 2015 publicó Adán Miniatura en el Fondo Editorial Tierra Adentro. [text](link)[email protected]

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