Narrativa

El cocuyo

El cocuyo

Abril 06, 2021 / Por Jorge Escamilla Udave

Los dioses reunidos alrededor del fuego creador veían con preocupación que sus hijos, los hombres, iban muriendo gradualmente por no haber descubierto los usos del fuego para calentar sus cuerpos en las noches invernales y para preparar sus alimentos. Los divinos habían hecho lo indecible con la intención de que los hombres, por sí mismos, descubrieran las señales que les dejaban en la naturaleza con el objetivo de que pudieran descifrar los mensajes que los padres dadores les dispensaban, algunas veces irrumpiendo de manera violenta, otras con poética sutileza, pero sin lograr una reacción positiva.

Por ejemplo, los habían sorprendido con el relámpago que advierte la caída del rayo en la copa del árbol que los atrae, y poder imaginar una antorcha gigante que se enciende repentinamente en medio de la noche oscura, provocando que ardiera toda la noche con el propósito de que, al consumirse la última luenga de fuego, el hombre pudiera acercarse sin temor a contemplar los resultados y poder discernir que las ascuas eran el principio y fin de la fogata. Sin embargo, pudo más el miedo, pues hizo desviar la atención de su sentido principal e imaginar que se trataba de fuerzas amenazantes pretendiendo aniquilar de un solo golpe al grupo, por lo que evitaban acercarse manteniendo distancia.

Los dioses recurrieron a la sutileza poética, después de cavilar todas las propuestas, y estuvieron de acuerdo en crear al cocuyo. Todos juntos insuflaron a las llamas del fuego divino, del que se desprendieron cientos de miles de pequeñas chispas que volaron en todas direcciones, comenzando a caer en los campos nocturnos que, en su desplome, contrastaban con la refulgente quietud de las estrellas suspendidas en lo alto del cielo, como estableciendo una especie de competencia luminosa. La gran diferencia de estas pequeñas luces con las estrellas era que podían apagar y prender a voluntad, lo que no podían hacer sus antiguas hermanas de la noche.

El motivo de tal distinción era precisamente llamar la atención de los hombres, acostumbrados a posar la vista en el cielo nocturno. Esperaban picar su curiosidad con ese peculiar detalle, invitándolos al juego de ser perseguidas y atrapadas, lo que tampoco podían hacer con las lejanas luces del cielo estrellado. Al tenerlas tan cerca, corrieron tras ellas y, al tropezar y pegarse en sus cuerpos, se sorprendieron por no quemarse, como cuando tocaban las ascuas de los árboles incinerados. Entonces se resolvieron a atrapar entre sus manos a los cocuyos. Al principio lo hacían con torpeza, apretaban de más y provocaban que se extinguieran. Cambiaron la forma empleando ambas manos, dejando un pequeño hueco entre el pulgar y el índice, comprobando que seguían vivas cando encendían y apagaban sus cuerpos.

Pasaron muchas noches de juegos atrapándolos en pleno vuelo. Vieron con sorpresa cómo, al encerrarlos en pequeños grupos, la luz se intensificaba. Los tomaban entre las manos simplemente para regocijarse de esa sensación del encendido y apagado que al marcar intervalos cosquillaban las palmas de sus manos. Vino entonces el tiempo de establecer asociaciones que el raciocinio humano provoca, y descubriendo que las ascuas encerradas en un cuenco similar al de las manos unidas, podían ser un lugar en donde depositarlas sin resultar quemados, aprendieron que, si encendía a voluntad, así podían ellos llevar las ascuas acompañándolos a todas partes

Desde las alturas los dioses vieron complacidos que los cocuyos habían cumplido la misión para la que habían sido creados, pero convencidos de la idea de que el hombre olvida con facilidad, decidieron que de vez en cuando aparecieran para recordarles el origen del fuego y que voltearan al cielo para agradecer a sus padres dadores haber entregado la luz divina. Así lo hicieron, a manera de recuerdo intermitente que vuela alrededor de los hombres tachonando las noches cerradas por ausencia de sus hermanas las estrellas. Los hombres miran y muy dentro de ellos recuerdan el fuego primigenio, sin saber que es la ocasión que los dioses, desde su reino, atizan el fuego divino, haciendo volar de nueva cuenta las ascuas… Desde entonces la leyenda reza que bailan de gusto, mientras los hombres sonríen al ver aparecer la luz milenaria del cocuyo.

 

Jorge Escamilla Udave

Jorge Escamilla Udave
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