Tinta insomne
Abril 24, 2022 / Por Fabiola Morales Gasca
Siempre he amado las calles del Centro Histórico de Puebla. El Teatro Principal fue, durante mucho tiempo, el epicentro de mi taciturno universo infantil. El Boulevard 5 de Mayo me arrullaba entre el claxon de algún taxista impaciente, sirenas de ambulancias y ocasionales accidentes por exceso de velocidad. Contemplaba a los niños con pesadas mochilas que corrían hacia la escuela José María Arteaga, señoritas alegres que iban a la escuela de Artes y Oficios Sor Juana Inés de la Cruz y estudiantes de cabello largo que asistían a la escuela de Odontología de la UAP, ubicada en aquel entonces en la 8 Poniente. La fuente que adorna el jardín de la Iglesia de Dolores recuerda mi primera bicicleta, y la amplia explanada de San Francisco constituía mi paso diario a la escuela.
Caminar por la calle de Santa Clara, 6 Poniente, rumbo al mercado de La Victoria (en aquel tiempo lleno de comerciantes, tal y como ocurre hoy) trae no sólo el recuerdo de turistas comprando camotes, dulces típicos, sino historias con olor a cera de la iglesia, la aparición ocasional de las monjas clarisas y ambulantes vendiendo fayuca. Mi hermana, que vivía en aquel tiempo con mis sobrinos sobre la misma calle de la 8 Oriente, cerca del Barrio del Artista, a veces nos llevaba de la mano con mi mamá a correr entre pintores con enormes paletas de colores que a veces se hallaban afuera de sus recintos. Testigos mudos de aquellos días son la fuente y la Casa del Torno, por desgracia demolida en el 2012. Recuerdo que uno de mis hermanos, que vivía en la Ciudad de México ––llamada Distrito Federal en aquellos años–– siempre le gustaba caminar por las calles del centro durante la noche. Compraba molotes, tortitas de Santa Clara y pan recién salido del horno de la panadería El Rosario, hoy extinta. Según sus palabras, le encantaba estar en Puebla “porque era una ciudad tranquila, con una paz que el gran DF ya no tenía”.
Me gustaba observar a los turistas mientras contemplaban las calles, curioseaban las artesanías, tomaban fotografías a la esquina de la famosa casa del Alfeñique y apreciaban las casas circundantes del Parián. Me preguntaba qué hechizo lanzaba la ciudad a los extranjeros. Hoy, cada vez que voy al centro, me siento afortunada de vivir en una de las ciudades más importantes de nuestro país, centro cultural y económico de relevancia. La ciudad ha crecido, se ha vuelto un adolescente caprichoso, lleno de acné, baches, calles caóticas, puentes malhechos, kilómetros de cables que cuelgan y rompen cualquier sentido de estética. El grafiti es la ropa casual de las calles coloniales para los días calurosos. La ciudad ha mezclado lo clásico con lo posmoderno, se ha nutrido de rascacielos hacia el sur, casas palomares por los cuatro puntos y una autopista de doble piso que interrumpe el norte. Puebla ha adquirido presencia de otras entidades. Sus calles tienen sabores y sonidos jarochos, norteños, acentos indescifrables, el arrastrar de las vocales típico de los poblanos emerge entre risas de compatriotas de diversos estados. La violencia, el narcotráfico, los feminicidios y otras desgracias también nos han tocado en los últimos lustros.
Puebla parece ser la misma de ayer pero no lo es. ¿Lo mismo habrán sentido y pensado sus habitantes del siglo XVII o XVIII? ¿Habrán tenido la misma sensación de inseguridad los colonos que pasaban los desgastados puentes del río de San Francisco cuando dejaban sus hogares para ir a la periferia? ¿Qué pensaban los obreros de antaño cuando iban a colonias tan lejanas como la Humboldt, Fábricas o Mayorazgo? ¿Habrán tenido miedo de caminar de noche como lo sentimos nosotros ahora? La ciudad nos muestra cada vez nuevas facetas, rostros no vistos, colores y sonidos nuevos. Ciclovías se expanden cada día más entre las arterias desgastadas de la metrópoli. Rutas de metrobús inhalan y exhalan usuarios a lo largo y ancho de avenidas renovadas, olvidando el pasado. Cada uno de nosotros se adapta a este siglo XXI de formas distintas, como la metrópoli. Olvidamos las calles empedradas de los viejos barrios y recibimos con gusto el concreto hidráulico. Caminamos entre ambulantes que venden cubrebocas, bordadoras de la Sierra Norte y vendedores que se instalan en pasos peatonales y gritan ofreciendo sus productos chinos. Felices, sobrevivimos, nos adaptamos, mutamos mientras el olor de las gardenias que ofrecen los vendedores permea nuestros recuerdos.
Cada 16 de abril, cuando celebramos a nuestra ciudad, historiadores y cronistas nos recuerdan la importancia de la fundación, el nombre otorgado de “Puebla”, cuyo origen proviene del siglo XIII, cuando “El Sabio” rey Alfonso X otorgó el nombre “popolo a las villas o burgos integrados por un grupo de habitantes reunidos en una delimitación de territorio”. Además, viene a nuestra mente la Real Cédula y la Real Provisión, documentos esenciales en la Fundación de la ciudad. El primer documento, con fecha del 20 de marzo 1532, da el surgimiento de la Ciudad de los Ángeles, autorizado por la reina Isabel de Portugal. En cuanto a la Real Provisión, tiene fecha del 20 de julio de 1538, y el rey Carlos V le otorga a la ciudad el Escudo de Armas.
Más allá de los documentos históricos y los libros que nos narran con exactitud la planeación de la ciudad y los datos de los primeros habitantes, recomiendo una larga caminata por las calles y los barrios principales de Puebla, como el Barrio de San Francisco, El Alto, La Luz, Analco, El Carmen, Xanenetla, Xonaca, Los Remedios, Santiago o San Antonio, para sentirnos con el pulso vibrante. Amar es conocer y los habitantes de esta ciudad reconocemos las calles con anécdotas de amor, enojo o miedo, relatos únicos que merecen ser contados ¿Cómo construimos una metrópoli si no es a través de nuestras vidas que interactúan e historias diarias, tal y como lo hicieron sus habitantes de siglos pasados? ¡Viva esta ciudad antigua en los latidos, en nuestro diario andar! Una adolescente pátina de entusiasmo permea la urbe poblana para recordarnos que 491 años no son nada, casi nada en la eternidad de las calles que añoramos e idealizamos cuando éramos niños.
Fabiola Morales Gasca Licenciada en Informática por el Instituto Tecnológico de Puebla. Egresada de talleres literarios en la Casa del Escritor y la Escuela de Escritores. Terminó el Diplomado en Creación Literaria en la SOGEM-IMACP de Puebla. Maestra en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana. Autora de los poemarios “Para tardes de Lluvia y de Nostalgia” 2014 y “Crónicas sobre Mar, Tierra y Aire” 2016 Editorial BUAP. Libros infantiles “Frasquito de cuentos” y “Confeti” 2017, BUAP y Libro de minificciones “El mar a través del caracol” Editorial El puente 2017. El niño que le encantaban los colores y no le gustaban las letras 2018. Luciérnagas 2020. Participante de varias antologías en España, Paraguay, Chile, Colombia y México. Lectora voraz y escritora incansable.
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