Gorilas en Trova
Septiembre 13, 2022 / Por Maritza Flores Hernández
Máximo Elías Guerra Castillo, mejor conocido como Elías Guerra Castillo, director y fundador del Ballet Folklórico de Puebla, nos recibe en medio de decenas de instrumentos musicales y atuendos propios de la música folklórica mexicana para conversar acerca del significado de la danza en la vida del hombre y del mexicano.
—Maestro Elías Guerra Castillo, ¿cómo nace este Ballet Folklórico de Puebla?
—Con las aspiraciones que he tenido desde niño de bailar y bailar y compartir. Nace con amigos con los que me identificaba en algunos juegos dominicales, los fui convenciendo para que participaran. En ello me ayudaron mis amigas maestras y estudiantes. Era muy difícil en aquel tiempo: No se sabía qué era el ballet y menos folklórico.
Después, el padre Fray Jerónimo Verduzco nos permitía ensayar en su colegio, “Centro Escolar Aparicio”. El grupo creció mucho, era muy ruidoso. Para nuestra primera presentación invitamos al padre. Nos preguntó: “¿Cómo se llama su grupo de danza?”
Nosotros no habíamos pensado en eso. Entonces él nos sugirió el nombre, Ballet Folklórico de Puebla, pues había uno de Ciudad de México que en ese momento estaba arrancando muy fuerte. Nos pareció bien la idea. Desde entonces, marzo de 1965, el grupo se llama Ballet Folklórico de Puebla.
—¿De dónde nace en usted la idea de la danza folklórica mexicana?
—En mi pueblo, Cuesta Blanca, donde nací, igual que mis once hermanos, no había escuela. Me enviaron, junto con mis hermanos Arturo y Miguel, al internado Aquiles Serdán numero 22, aquí en la ciudad de Puebla. Tuve la fortuna de llegar a los once años. Entonces no sabía leer, empecé con primer año de primaria. Cada quien debía elegir su taller; yo escogí artísticas, incluía danza, canto, poesía, dibujo, pintura, disciplinas que nunca he dejado.
Desde entonces hasta ahora —que el ballet, en marzo de este año, ya hizo 57 años—, nunca he dejado la danza.
Aunque el Ballet Folklórico de Puebla inició en 1965, yo comencé la danza en el internado, desde la primaria.
Tal vez antes, porque la danza de por sí me gustaba mucho, desde que era pequeño. Era una emoción tan grande: yo me ponía a bailar, seguramente a brincar, zapateados raros. Era una emoción que no puedo describir: me envolvía todo y salía yo corriendo y me ponía a brincar y a bailar y mis hermanos se reían de mí, decían que yo estaba loco
En ese tiempo sí se oía música mexicana por la radio: mariachis, música veracruzana, etc. Era normal. Hoy, eso ya no sucede.
Escuchaba la bamba, el carretero, la negra, el árabe, la tehuana, la sandunga, la San Marqueña, las polcas del norte.
Esa música me obligaba a mover mis pies. Si estaba desayunando o comiendo, me paraba a bailar alrededor de la mesa o de la silla. Mis hermanos me callaban y mi mamá me ordenaba sentarme y desayunar.
Cuando llegue a la escuela fue una maravilla. En aquel tiempo prevalecía el criterio de que la danza se enseñara a los chicos de quinto y sexto grado porque los más pequeños no podían aprender. Pero como yo llegué de once años y sabía bailar, me ponía a la orilla de donde el profesor don Jerónimo enseñaba. Así aprendí.
Don Jerónimo me tenía mucha paciencia. Yo le ayudaba a llevar y traer los instrumentos musicales, a acomodarlos. De vez en cuando comencé a tocarlos y a preguntarle lo que se me ocurría: ¿Qué hace usted?, ¿en que trabaja?, ¿donde nació?
Él sabía náhuatl, y empecé a aprender esa lengua, y me dejó bailar en el grupo de los chicos de quinto y sexto grado. El maestro fue muy tolerante conmigo.
—¿Por qué le interesó aprender nahuátl con su maestro Jerónimo?
—Porque me llamaba la atención oír palabras raras en lengua mexicana. Nadie me decía que era bonito o feo.
—¿Le llamaba la atención el francés, el inglés o el alemán?
—Cuando estaba en quinto, el maestro Manuelito Cabrera nos enseñó La Marsellesa en francés. Yo no quería cantar en francés, yo quería cantarla en español. Así que él hizo la traducción y la cantamos en español.
—El maestro Elías Guerra Castillo canta La Marsella con excelente tono y ritmo, provocando la siguiente inquietud: ¿Para dedicarse a la danza es necesario tener oído musical o tener instrumentos musicales?
—Tener oído musical, seguramente sí. Creo que eso es obligado.¿Tener instrumentos musicales o interpretarlos? Yo no diría de ese modo las cosas.
Hoy, un profesor de danza se dedica a hacer ejercicio, a mecanizar y a bailar; ojalá también a interpretar. Pero de que se metan a la música, no es normal.
Era y es muy raro que un profesor de danza toque música. Ahora ya hay algunos aquí en Puebla, por ejemplo: Jóvenes Maestros, alguno o dos, iniciados porque he dado tanta lata en esto, se motivaron y tocan la flauta indígena y la guitarra como Jorge Sánchez Cleo —que fue mi alumno hace años— o Francisco Azcárraga, que es mi coordinador, también toca la flauta y el tamborcillo; y alguien más por ahí.
Hay dos o tres maestros que incursionan con la jarana para acompañarse en algunas danzas o sones.
Yo siempre estoy recomendando al maestro de danza que incursione, que se interese para que seas más integral y entienda los sonidos y emparente la música con el movimiento, como debe de ser, para que en la práctica no sólo ponga a sus niños a bailar con un disco o una usb.
He sugerido que canten.
Yo aprendí a bailar con música en vivo. Nunca he puesto música grabada en mis presentaciones, siempre he tenido músicos.
—¿Cuántas personas integran su ballet?
—Son 12 músicos. Tocan violín, arpa, guitarras huapangueras, flautas y cantan para acompañar las danzas, sones y bailes que interpreta el ballet. Actualmente son 24 ejecutantes o danzantes o bailarines. Normalmente son de 30 a 40, pero con la pandemia se redujo el número, sin embargo son suficientes para resolver todos los cuadros.
—Sabemos que usted es salterista también…
—Esa es otra historia. En Puebla, de 1965 o 1970, sólo había un salterista: don Silverio. Tocaba en la orquesta típica que integró el gobernador doctor Alfredo Toxqui Fernández de Lara. Un día lo convenció un maestro de Guadalajara y se fue para allá. Lo vi después en esa ciudad. Tenía 30 salteristas.
Posteriormente conocí a don Serafín Cebada en Cuacnopalan, población que está delante de Palmar de Bravo, cerca de mi pueblo, Cuesta Blanca. Él tenía un salterio guardado entre las gallinas, los borregos. Estaba lleno de basurita, de pulgas, etc. Muchos años después, en 1978, me lo vendió porque, además, me dijo, “ya nadie me llama a tocar”.
—¿El salterio es parte de la música mexicana?
—En la época colonial era un instrumento normal en las orquestas.
En el Ballet Folklórico de Puebla tenemos puestos dos cuadros de esta época con este instrumento. Uno de los temas es la intervención francesa.
Se tocan también “Los chinacos”, “La chinaca”, “La paloma”, “El guajito”, “Los chimixtlanes”, “El durazno”, “Los cangrejos”, entre otros. Son temas directamente de Puebla, que no se conocen.
Hay otros instrumentos, como los caparazones de armadillo, con los que tocamos la música para las danzas de la costa de Guerrero, donde viven los mareños, o flautas de carrizo para las del Istmo, por ejemplo.
—¿Cuáles son los instrumentos que se usan para las danzas de los pueblos originarios de Puebla?
—Bueno, hay danzas en el estado de Puebla donde usamos tambores, tamborotas, panhuehuetl, tlapanhuéhuetl, teponaxtles de todo tipo. Pero también diversas flautas, de huesos, madera y de carrizo. Viruelas, jaranas, huapangueras, violín. También el arpa tepehua de la sierra, arpa totonaca, etc.
Actualmente, del estado de Puebla tenemos 150 trajes de colección, de las 32 regiones —desde la sierra nahua, tepehua hasta la mixteca, la región popoloca, de la región de los mazatecos, y de los siete grupos étnicos que hay en toda la entidad.
Hay un mestizaje que corrió por nuestra sangre, de los iberos, y este trae encima y dentro la cultura mora y ahí traen la cultura negra se adosa. Somos una corriente múltiple, de raíces traídas de franceses, después de italianos, alemanes.
Hoy el perfil es México. El resultado de una amalgama de culturas y corrientes en la gastronomía, en la artesanía, en la indumentaria, en la música, obviamente en los instrumentos. Entonces no podemos decir que somos aztecas ni totonacas. A veces el orgullo dice “yo sí soy azteca”, pero la realidad es esta.
—Hablamos del lenguaje musical, del sonido, del vestuario y todavía no hablamos de la danza.
—Es que la danza es el centro motor, como un remolino que envuelve y abarca, trae y sustrae el sonido y el ritmo; y consecuentemente el instrumento y la indumentaria. Pero la indumentaria original. No se trata de la que puede construir aquí una modista, que hacen muy bien su trabajo, claro, pero yo prefiero traer la indumentaria de las manos de la persona que lo hace y que lo usa, de los otomíes, los totonacas, etc.
Imagínese cuanta paciencia y trabajo, y desesperación también, para montar los huapangos de la sierra norte. Me tardé cinco años en reunir toda la indumentaria. Lo hice poco a poco, porque no tenemos apoyo de ninguna organización ni subsidios de nadie. Poner las danzas, dos meses, pues ya lo tenía bien estudiado, claro.
—¿Cómo decide la música y la coreografía?
—Estudio el vestuario y a la gente que estoy aludiendo en su temario. Por ejemplo, si se trata de huarache, éste no permite zapateados, pero sí pasos, pisadas planas y suaves, siempre plano. No admite brincos, polcas ni balseos, porque así es la gente de ahí. Me fijo en las características de su caminar, en su ropa, calzado, actitudes. Eso me da el pie para la interpretación y la música me da el ritmo.
—¿Usted quiere escenificar los escenarios actuales y pasados del estado de Puebla?
—Le debo comentar: el menú artístico del ballet que presento en el escenario no viene de las corrientes académicas ni viene de los cursos, congresos ni mesas redondas. A todos he asistido por centenas.
Además, por casi tres años fui bailarín y músico con Amalia [Hernández]. En ese ballet y en la academia no se concibe que un ejecutante profesional ponga danzas tradicionales; sin embargo, en éstas se encuentra mi base principal, junto con los recursos que traigo desde niño.
Mi principal recurso es observar, mirar y copiar al indígena. Luego realizo mi trabajo teatral, pues lo hago escénico. A partir de 1962, eso me ha llevado a 38 giras internacionales: Jamaica Panamá, Honduras, Estados Unidos de Norteamérica, Canadá, España, Grecia, Irlanda, Rusia, Holanda, Francia, Turquía, Croacia, China, Taiwan, Japón, Venezuela, Cuba, Ecuador, Brasil, Colombia, entre otros.
—¿Se puede decir que usted introdujo como materia novedosa las danzas originarias del estado de Puebla?
—Sí, porque para mí eso era lo obligado, una necesidad. Yo no pensaba en el escenario como bailarines semejantes a muñequitos muy derechos, tiesos y alineados
Prefiero que tengan frescura en su expresión porque la danza es una expresión; la danza es una oración sin palabras; la danza es ofrenda de dioses. La danza somos nosotros.
Se dice que el bailarín o ejecutante es casi un atleta, por la consistencia, resistencia y trabajo físico, pero antes que todo es intérprete de mil facetas. Ahora es charro de Jalisco o jarocho de Alvarado o del Puerto. Todo cambia.
El danzante es ejecutante, es un hablante a través del movimiento y no puede hablar si sólo se queda tieso. Le quitan la vida cuando todo es precisión matemática. Esto último es su modo de ver la danza, lo respeto el trabajo, pero mi manera personal es otra
A través de la danza, uno busca interpretar al indígena, a los pueblos originarios distintos unos de otros, diferentes del campesino, de la gente de la ciudad de Puebla
Cuando empecé a bailar no había danzas de Puebla. Interpreté con música en vivo las danzas de Jalisco, Oaxaca, Veracruz, pero busqué las de Puebla, las encontré y las traje. No las introduje, únicamente las cambié de escenario.
Para ponerlas, traje a un danzante a que nos enseñara o llevé a mis muchachos para aprenderlas. Así se fue nutriendo el ballet.
En mi casa se volvió común que hubiera nahuas, totonacas de Guerrero, etc., pues venían a enseñarnos y ellos se hospedaban en mi casa. Mi esposa me tenía mucha paciencia.
—¿Estas danzas que interpreta su ballet están vivas?
—Sí, están vivas. Le voy a narrar un ejemplo: En 1975 fui a Xochitlán de Vicente Suarez —antes, de Romero Rubio— me maravilló ver a un montón de danzantes moviéndose cada uno con su propio sonido, al mismo tiempo en el atrio de la iglesia.
Aquí negritos, por allá los quetzales, del otro lado los toconines, más para allá los migueles y en el centro los voladores. Todos bailando a tiempo con su propia música. La procesión entra con sus cirios de mayordomía.
Era una imagen mágica, rara, extraña y yo con mi camarita y mi grabadora capturando todo lo que podía. Los danzantes entran y bailan adentro de la iglesia. Las ceras me maravillaron, eran como árboles de la vida, cada una pesa 12 o 13 kilos. Finalmente, conocí al que las hacía: un chamaco de 17 años, Adán, vino a Puebla a hacer los cirios para las danzas. Después se unió su tío, don Florentino, un totonaca alto, fuerte, de ojos grandes.
Puse aquellas danzas aquí en Puebla. Nadie las conocía, excepto los que se adentraban en aquellas poblaciones.
Posteriormente, don Florentino nos enseñó a bailar la danza de los moros, españoles y negritos. Yo mecanicé los pasos y trasladé al grupo. La música nos las enseñó don Agustín Blas. Yo la aprendí, la memoricé.
En el año de 1975, él me explicó que la última vez que se había bailado esa danza fue en el año de 1950; o sea que tenían 25 años sin ejecutarla porque los trajes eran muy caros.
Yo le propuse que, si convencía a la gente, me encargaría de poner todo el vestuario. Eso se logró el 8 de diciembre de 1978. Es decir, 28 años después volvió a aparecer en el pueblo la danza desaparecida. Y ellos fueron maestros de muchos pueblos cercanos que la repusieron. Nosotros, la resembramos.
—¿Cuál es el futuro del ballet folklórico mexicano en general, no sólo de la organización que usted dirige?
—Lo que voy a comentar no es nada nuevo, es lo que yo he observado a través de los años.
Cada vez hay más grupos. Ahora en Puebla, mínimo, hay 100 grupos, entre grupos escolares, independientes, etc.
Cuando inicié con el trabajo de la danza, quizás había ocho en todo Puebla y en la provincia no había, solo ocasionalmente para un evento. Estaban el Costumbrista, la normal, el de Seguro Social, el de don Pedro Carvajal que bailan sólo Jalisco, y la China Poblana, El jarabe.
Nosotros con otra visión, con vestuario original, con músicos tocando instrumentos propios. Eso impactó en los jóvenes que bailan en otras agrupaciones. De alguna manera sirvió de fuente de nutrición, de inspiración
Entonces bailan nuestras danzas, de todos, escenificarlas, pero muy sofisticadas, muy academizadas, tanto que un danzante de quetzal ya no se parece porque alzan la pierna como un bailarín de clásico, que está muy alejado de nuestras danzas originales. Lo mismo ocurre con el folklore de otros países, por ejemplo las danzas rusas: atribuyen a los cosacos unas piruetas asombrosas, pero eso realmente tampoco ocurre.
Las danzas de la Guelaguetza no eran así. Eran grupos que un gobernador inventó para hacerse de recursos y motivar al turismo. Trajo grupos de danzantes campesinos. Con el tiempo, hoy todos son grupos universitarios, ballets folklóricos.
Todos los ballets se estan haciendo muy sofisticados, teatralizados, alejándose de su orígen.
—En todas las naciones vemos danzas folklóricas, ¿por qué danzamos?
—Por la emoción. Somos danza desde nuestro origen, desde antes de ver la luz somos danza, somos ritmo que viene desde siglos, desde el principio de los principios.
De la luz y sombra, del día y la noche, de la enorme y extraordinaria coreografía de los cuerpos celestes que pasan las edades y están coordinados.
El hombre —venga de donde venga—, trae el ritmo. Está en el nacer, en el morir; en el abuelo, el hijo, el nieto; en el andar; en los días y las noches; en los veranos y los diciembres. Es un ciclo repetitivo, permanente y sostenido. Eso es danza.
Si nos apegamos a la esencia de la danza, hacemos un lenguaje. El lenguaje corporal, del que a veces, no somos tan concientes.
Nos despedimos del maestro Máximo Elías Guerra Castillo, licenciado en arte, maestro de artísticas de secundaria y bachillerato, ya jubilado; investigador de campo del folkore mexicano, ejecutante e interprete de su música, instrumentos musicales y danzas; entre otras cosas.
Cuentista, ensayista y también abogada. Egresada de Casa Lamm, donde hizo la Maestría en Literatura y Creación Literaria. Considera el arte, la ciencia y la cultura como un todo. Publica dos columnas literarias cada semana, en distintos diarios. Su obra ha formado parte de la antología de cuentos “Cuarentena 2020”.
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