Ensayo
Julio 05, 2022 / Por María Teresa Andruetto
Imagen de portada: Vivian Maier. Tomada de https://aliceinwanderlust.it/cinema/alla-ricerca-di-vivian-maier/
Vivian Maier trabajó como niñera de ricos un par de años en Nueva York y después el resto de su vida en Chicago. Un empleo que, además de darle casa y comida, le permitió recorrer cámara en mano las calles desde 1950 hasta poco antes de su muerte, a los 83 años. Cuatro décadas de registro callejero. Casi no reveló sus fotos, tal vez porque no tuvo dinero o tiempo o ganas, o incluso porque le bastaba, drogada de calle, con fotografiar el mundo.
Casi nada se sabe de ella. Alguno dijo que tenía un lado oscuro. Otros, que era misteriosa y muy reservada y que recortaba artículos sobre episodios siniestros en los diarios. Por lo que se ve, a veces revolvía basura o capturaba maniquíes sin cabeza, recorría las zonas pobres de la ciudad o llevaba a los niños de excursión a un matadero de ovejas. Sin embargo, sus fotos muestran empatía y una alerta instantánea a las tragedias humanas. En cualquier caso, era una vigilante increíble, una persona muy observadora. Nació en Nueva York en 1926. Abandonada por su padre a los cuatro años, pasó parte de su niñez en Francia, de donde era su madre. Ambas convivieron un tiempo con una pionera de la fotografía, la surrealista Jeanne J. Bertrand, y seguramente la fascinación de la pequeña Vivian por las cámaras, empezó ahí. Al regresar a Estados Unidos, trabajó en un taller clandestino antes de convertirse en niñera. En 1952 compró en Nueva York una Rolleiflex y dos años más tarde se mudó a los suburbios de Chicago, de donde salió solo una vez para hacer un viaje por Asia. Sacaba sus fotos con la cámara a la altura del pecho (o sea que encuadraba sin mirar por el objetivo), con lo cual los fotografiados tienen un leve aire de superioridad, cumpliendo esa premisa de que lo observado sea siempre más importante que nosotros. Durante su vida realizó más de 100,000 negativos. Como al crecer los niños debía cambiar de casa, alquiló un espacio para guardar sus fotos. Ya jubilada, no pudo pagar el alquiler del depósito, de modo que sus pertenencias fueron llevadas a remate. En 2007, por menos de $400 dólares, alguien compro en una subasta lo contenido en el locker y, al revelar las fotos, se encontró con asombrosas escenas de calle, décadas de vida urbana, fragmentos de una narración que resume la gran fotografía americana del siglo XX con una mirada tan propia que se vuelve difícil de clasificar. Cuando murió en una casa para ancianos, nadie imaginó que sus fotos acabarían exhibiéndose en los museos más importantes del mundo. Probablemente pasara inadvertida (una mujer blanca, de aspecto anodino) y eso fue fantástico para su trabajo y como la necesidad es buena consejera, era muy cuidadosa en los encuadres antes de disparar. Curiosa, explora las escenas en busca de alguna peculiaridad y —ya hemos dicho que pocas veces revelaba— no hacía las fotos para verlas, o tal vez no sabía cuándo podría verlas; mucho menos para mostrarlas porque nunca las mostró a nadie. O sea que su obra es producto de una demanda interior muy profunda: las hacía porque necesitaba salir a la calle, necesitaba observar, encuadrar, registrar.
Dos
Particulares, como los cigarrillos de otros tiempos, es un libro de formato pequeño con breves historias ligadas al acto de fumar que el cordobés Federico Lavezzo escribió a partir de una caja de fotos de contacto en blanco y negro encontradas en la casa de un tío solterón que vivía en Nueva York. Escarbar en la intimidad del otro, imaginar lo que no sabemos es un buen acicate para la escritura.
Tres
En otro libro, que se llama justamente Las fotos y que no es tanto un libro de fotos sino de historias escondidas tras algunas fotografías, Ines Ulanovsky cuenta que el 18 de julio de 1994, cuando explotó la bomba en la AMIA, ella se encontraba en su casa, ubicada justo frente al edificio y que, entre el terror y el temblor, hizo unas tomas desde su ventana. Una década más tarde, en medio de una mudanza, las encontró y entonces vio en una de ellas, apoyado a la ventana de otro edificio, a un fotógrafo con el rostro semi escondido detrás de su cámara. Ese hombre que ahora era su marido y al que le había sacado una foto varios años antes de conocerlo.
La historia de esa foto o la de dos hombres de vacaciones en distintos lugares del país que ella encontró en un conteiner, dos hombres que ella imagina vivían un amor oculto. O la otra historia, más conmovedora: la de un fotógrafo de una ciudad balnearia que durante dieciocho años fotografió a un hombre que vivía en un auto abandonado, un hombre que no hablaba y que nadie sabía quién era, una especie de mito de la ciudad. Fotógrafo y fotografiado entablaron una amistad en la que el primero registró todos los lugares donde el otro vivió: aquel auto, una tapera, una pensión, la calle y finalmente el geriátrico municipal y después hizo un documental, y así fue que aparecieron dos hermanos, tenían una sola foto de cuando los tres eran chiquitos y este hombre era aquel que estaban buscando desde hacía 55 años porque venían de una familia rota y habían sido separados y dados en adopción.
¿Qué poder tienen las fotos, capaces de desatar tantas historias? Muchos escribieron sobre su potencia, conscientes de que algo “estuvo ahí”, algo que al mismo tiempo es ausencia, testimonio de lo que se ha ido, de lo que ya no está. Las marcas del paso del tiempo, no solo del momento en el que se hizo el registro, sino también del recorrido que tuvo: quién la sacó, quién la guardó, como llegó a nuestras manos, quién nos habló de ella o puso bajo nuestros ojos algo que no conocíamos o que habíamos olvidado.
No hace mucho, un amigo me contó que el fotógrafo de su pueblo, durante la pandemia, por falta de trabajo a raíz de la suspensión de eventos sociales, se dedicó —como un repartidor de recuerdos— a ofrecer a domicilio viejas fotografías. Así pudieron los habitantes encontrarse en actos escolares, bautismos, celebraciones colectivas y casamientos.
Ayer, otro amigo me mandó dos fotos. Se las acercó, para que me las mostrara, un hombre que heredó una caja de fotos de su abuelo y en un par de ellas encontró al dorso anotado mi apellido. En una de ellas, que también yo tengo, está mi padre joven, recién llegado de Italia, junto a unos parientes, antes que yo naciera. La otra es más antigua. En un patio ante una casa de ladrillos bastante deteriorada, hay tres hombres sentados y unos niños. El centro de la foto es uno de los hombres. Tiene sobre las piernas, desplegado, un bandoneón. Al dorso está su nombre, Aurelio, y su apellido. Y entonces sé que es el tío de mi padre, el bohemio de la familia que llegó a Argentina a comienzos del siglo pasado y, para preocupación de mi abuela, se metió en un circo hasta que ancló en alguna parte. Nunca había visto una imagen suya, encuentro ahí la mirada de mi padre, pero escuché hablar de él, tanto que por esos relatos hice que mi Stefano anduviera también haciendo música entre los carromatos.
Arroyo Cabral, Córdoba, Argentina (1954). Hija de un partisano piamontés que llegó a Argentina en 1948 y de una descendiente de piamonteses. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba en los años setenta. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura trabajó en un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes. Formó parte de numerosos planes de lectura de su país, municipales, provinciales y nacionales, así como de equipos de capacitación a docentes en lectura y escritura creativa.
Ha hecho de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino los ejes de su obra.
Su obra literaria incluye, entre otros títulos, Stefano (1997), Veladuras (2004), Lengua Madre (2010), La lectura, otra revolución (2014), No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (2017) y Poesía reunida (2019).
Recibió el V Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil en 2009 y premio Hans Christian Andersen, el "Nobel de la Literatura Infantil", en 2012, entre otros.
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