Ensayo

Las víctimas del chic. Una novela mexicana muy francesa

Las víctimas del chic. Una novela mexicana muy francesa

Febrero 03, 2023 / Por Miguel Ángel H. Rascón

Cuando se habla de novelas mexicanas del siglo XIX generalmente tenemos en mente, por un lado, el tema campirano, los bandidos, el romance bueno y cristiano, el paisaje, las haciendas y las cabalgatas heroicas con enfrentamientos a balazos. Saltan nombres como Chepe Botas, El Zarco, Juan Robreño, Antón Pérez y muchos más que están ya en el imaginario literario mexicano como parte de la literatura costumbrista, romántica y naturalista.

Por otra parte, el tema de la ciudad de México, debido a las influencias realistas y naturalistas que se importaron tardíamente de Francia, la literatura del periodo que comprende 1890 a 1910 está plagada de los vicios y los escondrijos del arrabal y el prostíbulo, como es el caso de La Rumba, de Ángel del Campo, o de la famosísima Santa, de Federico Gamboa, una novela que a mi parecer, más que un texto naturalista, tiende a estar estilizada por el modernismo en muchas partes de su prosa, por lo que difícilmente está a la par de los trabajos de Zolá.

Pero lo que tienen en común casi todas las novelas que comprenden el periodo entre 1870 y 1900 es que retratan al campo, al pueblo, a la ciudad y sus convulsiones, a partir del personaje marginal, que es el eje de rotación y traslación de la diégesis narrativa. Pocas novelas pudieron establecer a los estratos aristócratas, hacendados o burgueses de manera efectiva, como un vehículo de la narración. Por ejemplo, en el caso de La Parcela, de López Portillo y Rojas, si bien hay un tema del hacendado y el terrateniente omnipotente que representa los valores morales de la sociedad y que sin él se derrumba todo, ciertamente el personaje fuerte es Pedro Ruíz, que materializa los valores nacionales desde el discurso de la pobreza. Cosa similar pasa con Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno, por ejemplo, donde la condesita Mariana no logra tener la fuerza narrativa de Cecilia la frutera o de Casilda la sirvienta, y pasa de tener un papel protagónico al inicio de la novela a una discreta periferia sin mucha dificultad. Su padre, el terrible Conde del Sauz, termina siendo una caricatura quijotesca que da más risa que miedo. En cambio, Evaristo el tornero se lleva el protagonismo de la novela a pura fuerza actancial, opacando a Juan Robreño y al mismísimo Relumbrón, representación de la opulencia política y social del criollo en tiempos de Santa Anna.

Ciertamente, el tema burgués y aristócrata se convirtió en una suerte de anatema para las cúpulas intelectuales de la República Restaurada y del Porfiriato. El tema de la nobleza y la monarquía quedó relegado a una blasfemia. Los porqués y los cómos son tema para otro día, ya que resultaría extenso y harto complicado. Lo que sí es un hecho es que todo lo vinculado directamente a estos valores era tachado de “conservador”, y esa era una letra escarlata que nadie quería tener en la casaca, mucho menos si quería dedicarse a la literatura.

Conservadores, clasiquinos y cangrejos hubo, y hubo muchos durante el periodo, pero se disfrazaron de “liberales”, “científicos” y “ateneístas”, prorrumpiendo sus discursos moralinos, hispanófilos y ciertamente coloniales en su obra con efectiva discreción. Siempre a costa del poder, claro está. Liberales genuinos hubo, por supuesto, y entre ellos Emilio Rabasa es el más destacado y afín a la ideología, con sus tres magníficas novelas La Bola, La Gran Ciencia y La Guerra de los Tres años. Ya en pleno porfiriato, ser conservador no era tan mal visto y hasta resultaba justificable, debido en parte a que la mitad del país lo había sido siempre y porque la reanudación de la diplomacia con Francia, España e Inglaterra iban viento en popa. Para esos años de la Belle Époque, Maximiliano I y Carlota de Bélgica eran vistos ya con cierto brillo aurático y romántico, como sacados de una tragedia shakesperiana, y la figura de Juárez, ícono de la República, ya estaba más allá del cielo y de la tierra, conformando una fuerza omnipresente y virtuosa capaz de unir a todos los diferentes estratos y etnias del territorio en una sola nación justa e igualitaria, aunque esto fuera mentira, obviamente. Entelequias e imaginarios.

 

 

Empero, hubo un escritor que, desde su exilio en Francia, no estuvo dispuesto a fingir ser un liberal y se mantuvo firme en sus ideas monárquicas, burguesas, aristócratas, fifís y aspiracionistas, que con la distancia de los siglos resulta muy interesante para leer. Don Pepe Hidalgo, como lo conocían sus amistades, fue un escritor, diplomático y político mexicano que formó parte de la comitiva liderada por Nepomuceno Almonte y que tenía como objetivo ofrecer a Napoleón III las riendas políticas de México y a Maximiliano de Habsburgo la corona del Imperio Mexicano. Poco después de las presentaciones y los cortejos, José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar, su nombre completo, se volvió muy allegado a la pareja imperial, forjando una amistad muy sólida y duradera. Fiel a sus convicciones monárquicas, Hidalgo y Esnaurrizar era un encarnizado antiliberal debido a que pensaba, como muchos hombres de su tiempo, que el liberalismo era una doctrina protestante importada desde Estados Unidos, incompatible con la naturaleza del pueblo mexicano. Como muchos, el recelo de don Pepe Hidalgo se debía, entre muchas cosas, a que entre 1846 y 1847 Estados Unidos había desatado una guerra expansionista y mutilado el territorio del incipiente país en una guerra desigual e injusta. Al igual que otras figuras del conservadurismo, José Manuel peleó, durante sus tiernas mocedades, contra los invasores y se destacó en la Batalla de Churubusco. Miguel Miramón haría un papel heroico en Chapultepec e, igual que Pepe Hidalgo, odiaría el liberalismo por ser una ideología yankee para “traidores”. José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar coincidía con Lucas Alamán o José María Gutiérrez Estrada, quien en 1840 escribió a Anastasio Bustamente su Carta dirigida al Excelentísimo Sr. Presidente de la República sobre las necesidades de buscar en una convención el posible remedio de los males que aquejan a la República, donde decía respecto del liberalismo: “no pueden ser nuestro modelo, aunque hemos intentado que lo sean. Todo en México es monárquico, y una monarquía constitucional en manos de un príncipe extranjero podría garantizar más libertad y ciertamente más paz de lo que podría una república”.

Tras los descalabros del Segundo Imperio, José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar se exilió en Francia y España, donde debido a sus enormes habilidades diplomáticas y a su relación con Maximiliano y el cargo que tuvo como embajador en el Imperio, pudo intimar con las cortes Europeas sin mucha dificultad. Juan Varela, el prolífico escritor español, aplaudió sus escritos y le ayudó a publicar su primera novela Las dos condesas y después La sed de Oro, la que llegó a prologar. Dichas novelas quedaron sepultadas por el tiempo y están prácticamente desaparecidas.

En 1892 publicó Las víctimas del chic, dedicada a la reina de España, María Borbón, con quien sostuvo, al parecer, una muy íntima amistad. Y es en el marco de esos cotilleos reales, rodeado de la aristocracia y entre el chismorreo entre condesas y duquesas, que surgió dicha novela que hace honor a ese mundo de banalidades y vanidades. Una novela juzgada muy mal por algunos críticos mexicanos y vilipendiada por otros más por el simple hecho de no ser un retrato de la pobreza mexicana, la dureza de la vida y el oprobio social. Sin embargo, Las víctimas del chic es un fascinante recorrido por la vida galante y comodina de la aristocracia. El autor era un dandi, un snob y un flaneur que poco interés tuvo en la lucha de clases o la temática campesina. Lo suyo era París, la ciudad con sus enormes palacios y los pasajes comerciales de cristal y acero de los que habla Walter Benjamin cuando describe al flaneur y la catástrofe que se avecina por el capitalismo y la industria. Lo suyo era el mundo cosmopolita del buen vivir y el buen beber, donde el chic, es decir, la moda y sus convulsiones, el derroche y la promiscuidad, hacían a todos víctimas del deseo. Una novela que, si se compara con las novelas mexicanas, está lejos de ser una y, por el contrario, está escrita por una pluma que bien parece europea. Una pluma despreocupada que desarrolla a sus personajes en su mundo y los expone a las consecuencias de éste, sin un verdadero castigo o catarsis llena de dolor y sufrimiento que conduzcan a una moraleja simplona. Las víctimas del chic está más cerca de Vanity Fair, de W.W. Thackeray, que a El Zarco, de Altamirano, y de hecho niega en sí misma todos los valores de lo que se diría que es “literatura mexicana”. ¿Pero es literatura mexicana? Por supuesto que sí, ya que, a pesar de todo ese oropel y barniz, muy en el fondo puede leerse a un exiliado que quiere contar a sus paisanos sobre ese mundo en el que ahora vive y se asume como un observador que trata, desde su visión mexicana, de plasmar un mundo que quizá deseaba para su propio país. ¿Es cuestionable? Por supuesto, él deseaba que ese mundo europeo, lleno de monarcas y aristócratas, cortesanas y palacios, se replicara en México, en el Imperio que nunca fue. Y de haber sido así, seguramente él hubiera estado en la primera fila, listo para ser el novelista oficial. Y la Literatura mexicana hubiera sido otra cosa. ¿Es malo eso? No hay forma de decirlo, pero al menos José Hidalgo y Esnaurrizar tuvo la delicadeza de irse y no volver jamás, siendo consecuente con su forma de pensar, muy por el contrario de los escritores mexicanos que usaron al pueblo y su pobreza para llenarse los bolsillos. Porque ni Federico Gamboa ni López Portillo y Rojas supieron nada del mundo que trataban a toda costa de retratar. Ellos, por el contrario, jamás retrataron su vida de opulencia y excesos a costa de los erarios públicos, de las haciendas y la explotación del pueblo empobrecido al que “pintaban” con sus plumas llenas de naturalismo, realismo o cualquier “ismo” que se le ponga. ¿Y el porfiriato no fue como una monarquía? En fin, la hipotenusa…

Al final, la literatura mexicana debe ser tomada como un conjunto más amplio y heterogéneo, y leer a José Manuel Hidalgo y Esnaurrizar es un buen comienzo para comprender mejor el periodo. ¿Qué fue de él? Murió en 1896, en la pobreza, después del derroche de la fortuna familiar, víctima del chic que tanto le gustaba.

Miguel Ángel H. Rascón

Músico y escritor. Doctorante de Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Autor de dos libros de narrativa y uno sobre ciencias de la administración. Coordinador Editorial en la UVP.

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