Ensayo

¡Sepultados!

¡Sepultados!

Marzo 18, 2022 / Por Salvador Quevedo y Zubieta

(Nota introductoria de Miguel Ángel H. Rascón)

 

 

SEPULCRO DE ESCRITORES

(Primera parte)

Ciertamente, hoy vivimos en medio de un mar infinito de información. Publicaciones por millares se acumulan diariamente en la web, desde textos noticiosos, científicos, propagandísticos e ideológicos, hasta la estulticia e imbecilidad más vulgar y sin sentido. Y claro, literatura de todos colores y sabores. El campo de las letras, si bien es aún muy conservador, ha volcado sus esfuerzos e inversiones en los medios digitales haciendo que las ediciones impresas se vuelvan, si no obsoletas, al menos, objetos exclusivos, lujos para creadores con posibilidades y fetiches para lectores coleccionistas. Porque ya casi no hay libro que no se pueda conseguir gratis en PDF, cosa que, paradójicamente, condena la existencia del capital intelectual (cualquiera que sea éste) al tiempo que lo difunde sin restricciones. El libro impreso, si bien está lejos de desaparecer, tiene una movilidad limitada en comparación con sus hermanos digitales gratuitos y de acceso libre. Plataformas como Wattpad o Issuu ofrecen publicaciones literarias y artísticas muy variopintas (muchas de calidad cuestionable) para el lector que guste de pasar horas con una tablet en vez de un libro, en cualquier hora y lugar sin gastar mucho, salvo el uso de internet. Eso sin contar las redes sociales, donde todos podemos jugar a ser filósofos, poetas y locos. Y de opiniones, sugerencias, críticas y ofensas está la web, donde no se juega sólo a ser creador, sino a ser experto. Porque nada como ir a alabar u ofender a un extraño que tuvo el valor de subir el trabajo literario de horas o años de esfuerzo, dependiendo.

Podría suponerse que en las épocas pre-internet, ante la falta de recursos para publicar, difundir y expandir las ideas impresas, fue todo muy distinto, pero lo cierto es que no. Lo único que cambiaron fueron los medios, los materiales y las formas, pues en la eterna competencia por sobresalir en las artes o tener la razón en todo, los seres humanos han puesto las energías más encumbradas. Durante el siglo XIX las cosas no fueron la excepción y, tal como hoy en día, el internet está saturado de cuentos, poemas y creaciones que claman por ser leídas. Millares de periódicos alrededor del mundo cumplieron ese deseo del escritor aficionado de incursionar en las letras locales, no para ganarse esos pocos centavos de un editor, sino el aplauso, el reconocimiento y, por qué no, un poco de fama local. Y no sólo escritores aficionados, también columnistas improvisados, politiqueros trasnochados, cronistas imberbes y chismosos sin remedio se dieron cita alrededor de publicaciones diversas y efímeras que duraban algunos años o algunas semanas, dependiendo de la imprenta y su editor. Ya fuera por situaciones políticas o ideológicas, por censuras oficiales o religiosas, o por simple desidia de un editor flojo, lo cierto es que la mayoría de los periódicos publicados en el siglo XIX alrededor del mundo desapareció sin dejar rastro, convertidos en envoltorios de fish and fries en el caso británico, de embutidos en el caso español o de chiles en el caso mexicano.

Salvador Quevedo y Zubieta, escritor y médico jalisciense, fue durante diferentes épocas — entre 1881 hasta su muerte en 1935— editor y colaborador de varios periódicos liberales, aunque de contenidos muy conservadores. Siempre comprometido con la literatura crítica y mordaz, el insigne escritor dio al clavo en este tema de la escritura “sepulcral” que se muere bajo las pesadas pilas de papel, muchas veces sin ser leídas jamás. Siendo joven escribió “¡Sepultados!”, cuento ejemplar y muy afortunado en su época que permaneció, también, sepultado durante más de un siglo después de su publicación en 1881. La única vez que vio la luz, lejos de aquel periódico decimonónico que lo vio surgir y desaparecer, fue en 2002, gracias al excelente trabajo de rescate de la Dra. Magdalena González Casillas, en su Antología de letras románticas en Jalisco, siglo XIX, otro texto que se perdió en el mar infinito de investigaciones y publicaciones académicas que justifican el SNI. Otro sepultado…

En la próxima entrega haré un breve recorrido sobre la recepción y crítica que este texto tuvo en su momento, ya que su tono pesimista contrastó con lo escrito en su época, como todo lo que escribió el señor Quevedo y Zubieta. Extraído de la Hemeroteca Nacional, ese cementerio que nos recuerda que hay muchos sepultados en las letras nacionales esperando ser leídos, el presente texto da en el clavo también en la actualidad y pone cuestionamientos muy interesantes sobre lo que es ser un artista. Disfrútenlo.

 

 

Se hablaba de inhumaciones.[1]

—¡Sí acabaremos con ella! Exclamó un cremacionista. Hace algunos días en el cementerio de mi pueblo han enterrado vivo a un pobre cataléptico. La inhumación se hizo por la mañana. Al caer la tarde, el sepulturero que pasaba cerca de la fosa recientemente cercada, sintió ruidos y vio removerse la tierra floja…

Cuando se hubo extraído y abierto el ataúd, el sepultado se incorporó lívido, bañado en sudor. —¿Puede darse mayor tormento?...

—Sí; interrumpió alguien vivamente. Mayor tormento es el del desconocido cuyo esqueleto, desenterrado el otro día en el cementerio del padre Lachaise, atestiguaba hasta la evidencia una serie de esfuerzos inútiles para romper la caja.

Siguieron algunos momentos de silencioso recogimiento.

Luego, se habló de literatura.

 

***

 

—También en el país de las letras hay enterrados vivos, dijo un señor de luenga cabellera y aspecto grave.

Todos le miraron atentamente sin comprenderle. Y él se explicó: Esa fuerza del alma que se llama talento o genio, esa potencia creadora que produjo en Homero La Ilíada y en Shakespeare Hamlet. ¿Creéis que tiene una existencia inseparable del alma misma? ¿Pensáis que el talento se contiene en el espíritu como la luz en la llama, de tal manera que nazca con él y con el muera o se perpetúe?

—¡Horrible! Exclamó una voz. ¡Una ducha de metafísica!

Y se notó un movimiento, como si algunos quisieran irse.

Pero el de la cabellera continuó imperturbable:

—No, señores: el genio literario no existe al principio más que en el estado de una feliz predisposición del espíritu: se forma a condición de cierta cultura, se desarrolla según el medio, brota bajo la acción del aire ambiente como una eflorescencia del pensamiento.

Así formado, el genio es como una segunda personalidad que doble la primera. El hombre antiguo, sintiéndole estremecerse y palpitar dentro de sí, tal como el embrión en el vientre, le llamaba líricamente: mi musa. El hombre moderno más exacto, le llama mi ángel —o mi demonio interior, según su punto de vista. Pero, sea lo que fuere y lleve este o el otro nombre el hecho es que él existe, este ser del ser, y que él está allí invisible, acurrucado en el fondo del armazón de huesos y pellejo.

—¿A dónde va ese hombre, con su galimatías? Murmuró un chistoso. Por más que abro los ojos no veo los enterrados vivos.

El hombre grave pareció tomar nota de la interrupción, mirando ligeramente al chistoso, y prosiguió:

 

***

 

Algunas veces, el ser interior vive y crece prósperamente, gracias a una multitud de circunstancias favorables. Es el genio afortunado. Brota bien abrigado de franelas, envuelto en pañales de muselina. Se diría que los hombres en que se alberga son los bourgeois de la Literatura. Ved a Mr. Dumas, hijo: es el tipo del genio afortunado. Heredero de un nombre aclamado, no tenía más que mostrarse para ser aclamado él mismo. El camino parecía preparado ante él como la vía rielada y plana que se ofrece al rodar de las locomotoras. Su genio avanza sin esfuerzo; si alguno hace, es para resistir a los que le empujan demasiado hacia adelante. Va a dar su primer paso, y mil manos se aprestan a tapizar y cubrir de flores el punto en que se asentará la suela de su zapato. Algunos pasos más, y entrará a la Academia como a su casa.

 

***

 

Otras veces, el genio sucumbe a sus primeros esfuerzos. El desdeñado. Recita, canta o declama: no hay quien le oiga. Su obra primeriza se resiente de la inexperiencia de su precocidad y de su ardor. Por acaso, la miseria se complica también en contra de él; lo que él produce parece llevar visible la traza de sus malas comidas, de sus vestidos grasientos… Los imbéciles ríen; los inteligentes no pueden saber que ese genio existe.

Entonces se determina en el ser interior un fenómeno extraño.

Hay en él la sensación muy clara de un ataúd que se cierra, de un hundimiento, de paletadas de una loza que cubre la tierra apisonada.

Algunos hay que salen todavía vivos de este enterramiento. Ved, señores, para no presentar más que casos de una grande y moderna notoriedad, ved a Byron y a Lamartine. Cuando la Revista de Edimburgo, desde su altura de oráculo literario, atacó el genio de lord Byron en su primer libro, el golpe fue tal que le echó por tierra. El poeta respondió elocuentemente como por un gran grito de cólera; pero luego, durante algún tiempo permaneció en silencio.

Así fue también como Lamartine se calló arrojando al fuego sus manuscritos cuando un editor parisiense le puso a la puerta cortésmente. La duda de sí mismo había invadido al uno y al otro, semejante al frío de la muerte. Ambos viajaron —para distraerse, decían.

Pero no eran realmente más que para sacudir con la marcha la enterrada osamenta de sus genios.

Un día al fin, esos dos sepultados rompieron el ataúd, salieron del hoyo. A causa de eso conoce el mundo sus nombres. En cuanto a los que se quedan dentro… esos no tienen nombre. Apenas si llevan alguno nulo e insignificante, por ejemplo Juan Zurdo.

 

***

 

Ese es el nombre bajo el cual conocí en el barrio latino a un joven guatemalteco, continuó el señor de la cabellera. Así le llamábamos entre camaradas, por alusión a su particularidad de servirse con preferencia de la mano izquierda. Seguía los mismos cursos que yo en la escuela de medicina. Sin embargo, solamente su cuerpo asistía al anfiteatro: toda su alma estaba entregada a la literatura. Escribía sin descanso, febrilmente y sus manuscritos se amontonaban en los cajones de su mesa–escritorio.

Pero, al parecer; no tenía gran interés en publicarlos. Juan Zurdo tenía por las letras una pasión sincera y absoluta que excluía todo sentimiento de egoísmo. Escribía con el solo fin de ser leído, le parecía como una sórdida profanación del arte. Escribía por escribir, por el solo gusto de externar su pensamiento bajo una forma bella. Complacerse en la ejecución del ideal íntimo, acariciar con la mirada al bruto intelectual y encontrarle bueno ¿no es acaso bastante? —decía Juan Zurdo. ¿Por qué ha de ser preciso llamar al gentío en torno del pensador y bator en su honor tambora y platillos, como si se tratase de un saca-muelas? ¿Qué puede añadir el gentío a ese encanto puro e íntimo del escritor ante su obra..? Cuando Dios hubo dado la última mano a la creación, vio que todo era bueno, y descansó. La biblia no nos dice que el Creador haya esperado para descansar, la aprobación de Adán y Eva… Juan Zurdo escribiendo para él mismo, creía que su trabajo le asemejaba a Dios.

Hubo, empero, uno, entre el montón de sus manuscritos que el joven guatemalteco se decidió a publicar.

Como vivíamos en el mismo hotel, se había establecido entre él y yo la doble familiaridad de vecinos y de condiscípulos. Un día en que entré a su cuarto durante su ausencia, vi por casualidad el manuscrito en cuestión que había quedado abierto sobre su escritorio. Con sólo hojearlo rápidamente, experimenté el deslumbramiento que se siente ante una obra-maestra de literatura. Frecuentemente, una vaga percepción vale más que un examen. Sucede con ciertos grandes libros, lo mismo que pasa con los grandes espectáculos de la naturaleza: hay que abrazarlos en su conjunto de un vasto golpe de vista. Un libro, como un horizonte se deforma y se afea cuando se le sujeta a un examen minucioso, con ayuda de instrumentos de óptica.

El mismo día, confesé a Zurdo mi lectura indiscreta. Mi amigo enrojeció con un rubor de doncellita que se siente sorprendida al desnudarse.

—Es necesario que publiques ese trabajo, le dije. Tendrás un éxito enorme.

Y sólo a fuerza de redobladas excitativas, se decidió a procurar la impresión del manuscrito.

Zurdo era pobre. Imprimir a sus expensas le era imposible. Necesitaba un editor y héle ahí en busca de ese can-cerbero de la gloria.

 

 

***

 

¿Os referiré las etapas de ese camino del calvario del escritor desconocido que marcha a través de París, de editor en editor…?

Basteos saber que los más complacientes prometieron al joven dar su manuscrito al lector…(*) que no lo leyó. Otros lo rechazaron de plano. Alguno hubo que hiciera observar que el manuscrito comenzaba brillantemente…

—Pero ese joven es desagradable, añadió… para saludarme me tiende siempre la mano. Y la mano izquierda. Después de lo cual, ordenó que le devolviesen el manuscrito.

Otro editor hizo notar que, a más de su defecto de manos, el guatemalteco tenía algo en los ojos… que hacía bizcos. Y ordenó igualmente: “Devolvedle el manuscrito”.

 

***

 

Un solo editor entre todos, Mr. Teigne, (nombre que en francés significa polilla) pareció tomar en serio al joven escritor.

Antes de todo, lo interrogó:

—¿Qué especie de libro es ese?

—Mi libro hace el bien y hace la luz: nada más; respondió zurdo.

—Eso, dijo Teigne enfadado, es a lo más una frase hecha. Veamos… Dígame. V. a qué escuela de las que reinan o han reinado en Francia pertenece su obra… ¿Es romántica?

—No, señor; los románticos gustan demasiado de volar. Trabajadores alados, se diría que no escriben más que para algunos raros aereonautas. Mi libro está escrito para gente de a pie.

—¿Entonces, es naturalista?

—No señor; el naturalismo degenera en micrografía. Es la literatura molecular. Si para referir cómo Pedro mató a Pablo me entretuviera en describir el nudo de la corbata de Pedro y el cordón de los botines de Pablo, los lectores cerrarían mi libro antes de llegar al hecho. La abundancia de detalles embaraza la página.

Hoy por hoy, se aplaude con fervor ese trabajo chino de detalles microscópicos; es un capricho de la moda pero la posteridad se reirá. Ella no aceptará ciertos grandes libros naturalistas sino a beneficio de inventario y a condición de numerosas mutilaciones.

—¡Bah! ¡Bah..! interrumpió Teigne con aire burlón. En ese caso, ¿estará V. más bien por el espíritu que por la materia? Su libro ¿será tal vez psicológico?

—No señor; yo no he pensado todavía en aventurarme por vericuetos y encrucijadas del alma humana. Y además, para ponerme en el movimiento, como se dice por aquí, me sería preciso afiliarme a la singular psicología que se practica en Francia: se toma una alma francesa, una alma parisiense corrompida en medios de prostitución, donde la noción moral falta al alma como la noción del colorido al ciego de nacimiento… Y en seguida se la presenta en un libro diciendo: He ahí cómo es el alma humana.

—Es V. algo difícil, joven… ¿Estará V. pues, acaso, por el lirismo o por el decadentismo? ¿Su libro es parnesiano o decadente…?

—No señor. No tengo el honor de permanecer a la clase de los rimadores. Cuando era pequeñito solía yo divertirme en buscar todos los consonantes de mi sobrenombre Zurdo. Después, he creído que debía pensar y escribir en calidad de hombre de mi siglo; me he dicho a mí mismo que un retardo de cinco minutos para rimar mi frase y otro tanto para lanzar mi idea a las estrellas, me haría perder algunas veces el tranvía y otras el tren. A causa de esto, mi libro no es parnesiano sideral, ni siquiera parnesiano pedestre.

Decadente, tampoco. La oscuridad y el arcaismo, erigidos en sistema literario, produjeron en Italia los conceptistas y es España los gongoristas, dos clases de escritores tratados de locos apreciables por sus compatriotas de hoy. Siendo así, no tengo deseos de que los franceses del porvenir releguen mi libro a la biblioteca del Hospital de Dementes de Chareton. Mi libro no es decadente.

—¿Qué es, por fin? Preguntó Taigne con impaciencia.

 

 

[1] La transcripción se adecua a un formato moderno de edición y tipografía, pero respeta muchas formas estilísticas del texto original. Se suprimieron solamente los monosílabos acentuados, que formaban parte de la gramática española del siglo XIX.

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