Narrativa
Enero 10, 2025 / Por Guadalupe Aguilar
Llegó en octubre, era de color blanco y negro como el yin y el yang. Le pusieron como nombre Speedy. Nació de una perra del mismo color que él, la cual también había parido unos perritos cafés, cuyas orejitas sí estaban paradas, a diferencia de Speedy, que las tenía como caídas. Por eso los dos chicos de la familia le ponían Diurex en las orejas para que se le quedaran paradas, porque aseguraban que era un perro de raza chihuahua. La familia que lo adoptó estaba conformada por Elías, María y sus dos hijos: Lucas y Mirna.
A los cuatro meses lo llevaron a una fiesta y allí una amiga de la familia, conocedora de perros, les dijo que le quitaran el Diurex de sus orejas, pues nunca se le iban a parar y su tamaño era más grande que el de un perro chihuahua. Todos se rieron de los dueños del perrito y durante mucho tiempo fue la historia que la amiga contaba cada vez que los veía.
Y así fue: a Speedy nunca se le pararon las orejas y creció lo doble que un perro de raza pura chihuahua.
Trataron de entrenarlo para que aprendiera a hacer sus necesidades con un pañal especial “entrenador”, que colocaban en el piso en un lugar determinado. Lo dejaban un rato en la azotea, encerrado, para que aprendiera a hacer sus evacuaciones en dicho pañal, pero nunca aprendió, así que utilizaba cualquier lugar de la azotea para orinar o defecar.
Como buen perro macho, empezó a marcar toda la casa. Se le quería mucho, dormía siempre con alguno de los miembros de la familia, se acurrucaba como bolita. En ciertas ocasiones, sí desesperaba a la familia el hecho de que marcara con orines en lugares impensables de la casa, como las esquinas de las camas, las patas de cualquier mesa, hasta la punta de las colchas de las camas si estas colgaban.
Un día, cuando Speedy todavía era un cachorro, orinó la mochila de Mirna. Ella, en un arranque de enojo, lo aventó de forma impulsiva por haber orinado su mochila preferida. Speedy se puso a gemir. Regañaron a la joven y se hizo una reunión familiar para decidir si se iba a aceptar a Speedy o se le daba en adopción nuevamente. La joven abrazó a Speedy, lloró arrepentida, recordó que fue ella la que más insistió en que lo adoptaran, por eso les prometió que pasara lo que pasara, lo aceptaba para siempre. Speedy, sin embargo, continuó con su instinto de marcar territorio, incluso orinaba los zapatos de las visitas. Por ello tomaban medidas preventivas: cuando llegaban visitantes a la casa, lo subían a la azotea y allá lo dejaban un rato.
Les dijeron que sería bueno castrarlo después del año de edad y que se les quitaba mucho esa tendencia a marcar, pero, por otro lado, se volvían menos activos.
Prefirieron no castrarlo y quererlo tal como era. En el fraccionamiento donde vivía Speedy, había una pradera como de dos kilómetros. Cuando lo sacaban a pasear y lo dejaban sin correa era impresionante la forma como corría, mejor que una gacela. Fue entrenado por las ratas, sí, había ratas que no se sabía de dónde salían y él iba detrás de ellas. Muchas huían, pero Speedy atrapaba una que otra y la traía como premio a sus dueños, moviendo la cola. Esos trofeos no les agradaban mucho, pero lo entendían porque habían investigado que era un perro de raza ratonero español cruzado con chihuahua.
Lucas se juntaba con otros niños de su edad, quienes también tenían perros que eran casi todos del mismo tamaño. Y como vivían en fraccionamiento cerrado, salían en las tardes a jugar con sus perros. Además, la mayoría de ellos eran compañeros en la primaria, iban en quinto. Un buen día, a alguno de ellos se le ocurrió organizar competencias de carreritas con los perros y empezaron a apostar 5 pesos por carrera, luego aumentaron a 10 pesos. Se entregaba el dinero al niño cuyo perro ganara. La mayoría de las carreras las ganaba Speedy. A los amiguitos de Lucas comenzó a disgustarles que siempre Speedy ganara, pero ni cómo negar que era el perro más rápido de todos. Mientras los niños ya se sentían molestos y algunos ya se negaban a salir, la mesa directiva del fraccionamiento envió un aviso sobre la decisión que se había tomado de colocar cajas con veneno para las ratas, y que mantuvieran a sus perros lejos de la malla que separaba el fraccionamiento de la carretera. Los padres acordaron salir a pasear a sus perros con correas y no permitir que los niños lo hicieran, porque podían descuidarse y entonces sus perros podrían olisquear las cajas de veneno para las ratas.
Elías disfrutaba salir con Speedy a caminar, el amor era recíproco entre ambos. Incluso, si la esposa se acercaba a besar a su esposo, Speedy le ladraba y era capaz de intentar morderla, pero si no estaba él en la casa, era muy cariñoso con María.
Elías y Speedy, caminaban mucho, hasta dos o tres horas, por cerros cercanos. Esto había hecho que Speedy desarrollara una muy buena condición. Elías, que siempre había sido muy deportista, estaba orgulloso de Speedy. En el fraccionamiento, los dueños de los perros tenían un comportamiento peculiar: se sentían como únicos en la pradera, la mayoría creía que poseía el mejor perro del mundo. “Dicen que todos los perros se parecen a su dueño hasta en lo físico muchas veces”.
Speedy, siempre que salía, no medía su pequeñez: les ladraba a los perros grandes y se les aventaba, pero con la correa se le detenía. Había otros perros que pasaban indiferentes, viéndolo hacia abajo. Otros sí se le querían aventar a pelear, pero generalmente los dueños detenían a sus perros con la correa.
Una mañana, Elías sacó a pasear a Speedy, y se encontraron en la pradera del fraccionamiento a un perro de raza American Pitbull Terrier, que se llamaba Goliat. Speedy se lanzó contra él, los dueños de cada uno de los perros los detenían con sus correas. Elías tomó una piedra para amedrentar al Pitbull, pero se acercó más el perro a Speedy y Elías terminó tirándole la piedra con tanta fuerza que hasta gimió el Pitbull. El dueño de Goliat se encolerizó, se hicieron de palabras, pasaron a los golpes a puño limpio, los perros corrieron, el Pitbull corrió detrás de Speedy, quien hizo uso de toda su velocidad y logró escapar de su perseguidor. Se fue a resguardar detrás de un árbol de pirul cuyo tronco era enorme. Allí se mantuvo quietecito, mientras Goliat olfateaba a su alrededor. En ese momento saltó una rata y Goliat se fue persiguiéndola. Speedy, viéndose fuera de peligro, husmeó entre la hojarasca y encontró una rata agonizante, moviéndose aún. La tomó con su hocico para llevársela como trofeo a su dueño, tal como acostumbraba hacerlo. Los guardias del fraccionamiento separaron a los dueños y les pidieron que guardaran la cordura o iban a llamar a una patrulla. Ambos, se calmaron y se pidieron disculpas, el perro American Pitbull Terrier había regresado y se lo llevó su dueño, pero Speedy no apareció.
Elías no lograba encontrarlo.
Anduvo buscándolo cerca de la malla, entre la hierba y los árboles, hasta que escuchó gemidos detrás de un árbol de pirul. Allí estaba Speedy, con la rata todavía en su hocico, vomitando sangre y gimiendo. Lo cargó en sus brazos y de inmediato lo llevó al veterinario, pero en el camino murió Speedy. Con la esperanza de que solo se hubiera desmayado, llegó Elías al veterinario, quien le dijo que Speedy había ingerido el veneno de la rata que había atrapado y ya no se podía hacer nada. Desesperado, le pidió que hiciera algo por su perro, que no podía morir. Era para él y su familia una mascota muy importante. El veterinario le dijo que lo comprendía, que a diario veía familias que lloraban a sus mascotas porque tenían que dormirlas porque sufrían mucho por diversos padecimientos. Le aconsejó que mejor llamara al resto de los miembros de su familia para que se despidieran de Speedy y lo incineraran.
Los tres acudieron sorprendidos de la muy mala noticia que Elías les había dado y se despidieron de su gran perro Speedy. Todos lloraron. Esperaron a que terminaran de incinerarlo y se llevaron las cenizas en una urna especial para perros.
Sus hijos y su esposa preguntaban a Elías una y otra vez cómo había ocurrido la muerte de Speedy, si él era tan cuidadoso con el perro. Elías tuvo que mentirles, les dijo que se le había soltado en una distracción y que Speedy, por alcanzar la rata, se perdió de su vista.
Mirna lo consolaba, porque su padre terminaba llorando en los interrogatorios que ellos le hacían. Y durante varios días después de la muerte de Speedy andaba cabizbajo, pensativo, sin entusiasmo por hacer deporte. Su hija habló con su padre, le pidió que ya no llorara, le dijo que Speedy había sido muy feliz con ellos, y que ella, cuando había azotado en el suelo a Speedy por orinar su mochila, creyó haberlo matado, que no se explicaba de dónde le había salido tanto enojo, si quería mucho a Speedy, ese enojo la había dejado sin pensar en las consecuencias de haber podido matar a Speedy y que hasta el día de hoy se sentía culpable, pero al contarlo se sentía ya tranquila.
Elías le agradeció a su hija por darle ánimos y por la confesión que le había hecho, pues lo hizo sentirse un buen padre, porque pensó que eso había liberado a su hija adolescente de una culpa. Sin embargo, él no olvidaba que la muerte de Speedy había sido el resultado de la rabia de dos adultos defendiendo a sus perros.
Guadalupe Aguilar (Michoacán, 1962). Estudió medicina, realizó una especialidad en Psiquiatría y una subespecialidad en Psiquiatría infantil y de la adolescencia. Durante 22 años impartió la cátedra de Psiquiatría a estudiantes de medicina de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, también realiza práctica clínica de manera privada. Ha incursionado en temas como Psicoterapia Analítica de Grupo (AMPAG). Actualmente cursa un diplomado en estudios de la Cábala y es coautora del Libro: Adolescencia, espejo de la sociedad actual. Capítulo VI: Escolaridad en la adolescencia: normalidad y patología, (Lumen, 2002).
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