Furiosa

Su cabello es salvaje y montaraz: está vivo. Su piel tostada es lisa y brillante como una perla oscura que proviene del espacio exterior, como aquellas canicas que se le cayeron a una diosa primigenia cuando apenas era una niña.

Escribe con rigor. Su fraseo corto es su mayor fuerza. La manera cómo sentencia, seduce; su lucidez, seduce. Se nota su esmero en enunciar oraciones transgresoras y precisas como nubes, que semejan sirenas y titanes de porcelana en el cielo que, al despertar, devorarán al mundo.

A ella no hay manera de eludirla o hacer de cuenta que no existe. Te late con fuerza el corazón cuando agradeces al destino por haberte cruzado en su camino, por encontrar tu rostro en sus ojos de miel negra y magueyera.

Sus dedos son chiquitos y constantes. Teclea frente a una pantalla mientras el salón está en reposo: inventa universos sin tregua donde habitan brujas y guerreras que son resistencia, ruptura y amor amazónico.

Camina muy rápido cuando termina la clase, como si huyera de alguien o quizá le urge acudir a consumar el magnicidio contra el tirano del día.

Camina con vértigo sutil: sus lonjas hacen curvaturas como la sonrisa de la luna cuando se alegra por las lluvias de estrellas.

A Furiosa la criaron mujeres entrañables y cabreadas, muy cabreadas con los hombres, con la vida; mujeres encadenadas que cada generación fueron creando pócimas de rebeldía que las fuesen liberando de la dictadura familiar. Ella heredó la furia de cada una de sus tres madres; su genética es tempestad de aullidos ancestrales, su sangre es necedad de ser loba y devorar con ansias al caos.

Camina solitaria, silenciosa. Se evapora con el viento.

Es pequeña e invencible.

También es chismosa y tiene un barro en la cara, un chipote rojizo, un volcán bebé, una cereza en almíbar, una picafresa que sólo incrementa el aura de su divinidad.

Ella es oposición contra el tedio de la vida.