Café Babel
Septiembre 20, 2024 / Por Lorena Galindo
El primer teléfono que conocí era un aparato negro, pesado, de disco, y se encontraba en una repisa de la sala en la casa de mis abuelos. No recuerdo si lo usaban mucho o no, pero para mí cobró importancia cuando crecí y tuve la oportunidad de pasar el número a mis amigos de la secundaria, aunque con la salvedad de que no vivíamos en casa de mis abuelos, sólo iba con mi familia los domingos. por eso yo les decía a mis amigos y pretendientes que me llamaran el domingo a la hora de la comida, para que me pudieran localizar, aunque hoy en día no recuerdo si alguna vez alguien me llamó.
Ahora, cuando pienso en el teléfono, lo identifico siempre con la comunicación, con acercar a las personas a través de la distancia. Sin embargo, ese primer aparato telefónico me trae también recuerdos amargos, porque representó un momento difícil para Luz, mi hermana, un poco mayor que yo, y que, me parece, marcó su vida.
Los que estuvieron presentes aquel domingo quizá ya ni recuerden ese momento o tal vez les ocasione risa, porque pareció un momento gracioso, aunque fue más bien un momento trágico para mi hermana que era, entonces, una joven que apenas despertaba al amor.
Norberto era un jovencito que estaba a punto de terminar la escuela secundaria y su rostro estaba enrojecido por el acné, lo cual parecía una maldición para un muchacho tímido, que más bien trataba de ocultarse del mundo. Su voz era suave, bajita, y su andar un poco desgarbado, con esa inclinación que tienen los jóvenes cuando de repente les crecen demasiado los brazos o la nariz y ya no caben en el uniforme de la escuela. Vivía en un departamento de la planta baja del edificio donde vivíamos. Todos sus hermanos y nosotros teníamos una gran amistad y pasábamos la tarde juntos, entretenidos con la bicicleta o con los juegos de aquella época: saltar la cuerda, las traes, stop, avión, y muchos otros juegos de ese estilo. Era una época feliz y despreocupada.
Mi hermana, que a la sazón cursaba el primer año de secundaria, y Norberto se enamoraron. Su relación consistía en cartas, dibujos y poemas que se mandaban a escondidas. Creo que habían definido un lugar secreto en donde dejaban los sobres o las flores secas con los mensajes amorosos. Muchos años después supe que Norberto escondía sus valiosos mensajes debajo de su colchón, y que fueron descubiertos por su madre, una persona muy autoritaria. Imagino que ha de haber recibido una regañiza por andar de novio, cuando no sabía “ni lavar sus calzones”, como solía decir su mamá. Debido a su cara enrojecida por el acné, mi papá le puso el mote de “cara de grillo hervido”, lo cual causó mucha gracia a toda la familia, bueno, a todos menos a mi hermana Luz.
Nadie sabía de esta relación porque tanto mi hermana Luz como Norberto eran muy discretos y sabían que no debían comentarla, ya que tanto mi papá como mi hermano Jesús pegarían el grito en el cielo, también la mamá de Norberto era una mujer que daba miedo. Jesús, mi hermano, que tenía la edad de Norberto, era muy celoso de todos los niños de la cuadra. Se molestaba muchísimo cuando nos veía jugar o platicar con ellos y nos mandaba a la casa. Era la época en que los niños varones podían salir y andar de vagos toda la tarde, pero las niñas teníamos que ayudar a los quehaceres de la casa, además de las tareas escolares, aunque yo siempre me las ingeniaba para escaparme y pasármela bien. Mi hermana era más recatada. La pobre siempre tuvo que lidiar con mis travesuras y mis ocurrencias, y con los chistes colorados que me encantaba contarle.
No sé cuándo, Luz tuvo la feliz ocurrencia de pasarle el número telefónico de la casa de mis abuelos a Norberto o, ahora que lo pienso, más bien se lo dio mi hermano Jesús. La cosa es que un domingo que estábamos como de costumbre en la casa de mis abuelos, el teléfono repiqueteó alegremente y mi tío Simón lo contestó. Con voz fuerte y clara le gritó a mi hermana, que estaba en el jardín: “Luz, Luz, te habla tu novio”. Mi papá giró la cabeza hacia Luz y en una marcha frenética se dirigió al teléfono. Luz y yo corrimos a escondernos en un cuarto que estaba junto a la sala, detrás de un sillón, para escuchar lo que mi papá le diría al pobre Norberto. La voz de mi papá era fuerte, dura, aunque se contuvo de los muchos insultos que le hubiera gustado decirle a aquel pobre muchacho porque sus papás eran amigos de los míos y se hubiera armado tamaña bronca si el regaño hubiera escalado a más. Lo que sí escuchamos claramente fue que le aclaró que mi hermana era muy joven para andar de novia de nadie y que, por favor, se abstuviera de volverla a llamar. Toda la familia se quedó en silencio, preocupada, pensando quizá que mi papá había actuado con demasiada dureza, sin pensar que luego vendría lo peor.
Tras colgar el teléfono, mi papá llamó a mi hermana:
—Luuuuuz, Luuuuuz, ¿dónde estás?
Mi pobre hermana me miró con ojos de espanto. Por fin salió de su escondite y se acercó a él. Yo iba caminando detrás de ella en un afán de que se sintiera menos espantada, aunque con un poco de distancia, pensando que también yo podría salir raspada. Mi papá le gritó que cómo era posible que tuviera novio, que a su edad su único interés tenía que ser por la escuela y que no permitiría que ningún chamaco baboso interfiriera en su vida. Que por qué andaba loqueando con los niños. Y Jesús, haciéndose el importante como hermano mayor, participó en el regaño, diciendo que por eso no le gustaba que saliéramos a jugar ni que tuviéramos amigos. Lo más triste es que nadie acudió en ayuda de Luz: ni mi mamá ni mis tíos, ni mi abuela, bueno, ni siquiera yo.
Luz soportó el regaño feroz de mi papá sin pronunciar ninguna palabra, no se defendió, no se disculpó, tampoco reclamó. Miraba a mi papá con cierto aire de rebeldía que creo que nadie pudo ver, sólo yo me di cuenta porque la conocía mucho.
Recuerdo que el domingo se nubló, al menos para mi hermana y para mí. El amor de juventud de Luz y Norberto murió cuando ni siquiera había comenzado. Incluso el contacto amistoso entre ellos se terminó. Luz nunca comentó el evento. Desde ese día se dedicó a estudiar y dejó de asistir a las tardeadas. Y a pesar de lo bonita que era y de los múltiples pretendientes que se acercaron a ella durante su juventud, no volvió a tener novio nunca más y tampoco se casó. Lo que sí creo que sucedió es que sus sentimientos amorosos hacia mi padre disminuyeron hasta el punto de dejar de quererlo. Incluso, cuando mi padre agonizaba, Luz jamás se acercó a besarlo ni a decirle palabras amorosas.
No supe si Norberto y Luz hablaron de lo ocurrido, supongo que no. Estaban en un tiempo de su vida en que los jóvenes son vulnerables ante los juicios de los adultos, y más de las figuras de autoridad como mi hermano y mi padre. Con los años, mi papá comprendió que no podía evitar el proceso de la vida y permitió que saliéramos a fiestas y que tuviéramos amigos y novios. Sin embargo, creo que para Luz algo se rompió, porque ella ya no quiso salir, tal vez lo hizo para castigar a mi papá. En fin, nunca sabré si fue el destino, el desinterés o la falla en la conexión en la vida amorosa de mi hermana, la que ya no se pudo restablecer.
Lorena Galindo, (Ciudad de México, 1960).
Es egresada de la Facultad de Administración de la UNAM, formación que le permitió trabajar en áreas de finanzas, recursos humanos y relaciones laborales. En un inesperado cambio de dirección, se interesó por la filosofía y la psicoterapia Gestalt. Motivada por su interés en la literatura ha participado de modo activo en círculos de lectura y talleres de creación literaria. Actualmente estudia el doctorado en psicoanálisis en Centro Eleia y se dedica a proporcionar psicoterapia psicoanalítica. Desde su adolescencia se ha interesado por la escritura de diarios, memorias, poesía y canciones.
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