Café Babel

Larga distancia

Larga distancia

Septiembre 06, 2024 / Por Marco Julio Robles Santoyo

“¿Tengo la voz de alguien que oculta algo?”

La voz humana, Jean Cocteau

 

A lo largo de cinco entregas semanales presentaremos una serie de cuentos acerca de lo que significó el teléfono para cinco escritores pertenecientes todos a México, pero procedentes de épocas y regiones diversas. Iremos desde el mítico teléfono fijo a la pared, con su cono de porcelana y su bocina de cuerno, hasta los celulares más “chic” de hoy en día que facilitan la mensajería instantánea y las videollamadas. Cinco voces distintas como cinco llamadas diferentes. Distintos trazos de tiempo y distintas latitudes: de la Segunda Guerra Mundial a la era del iPhone, pasando a través del teléfono de disco. Y es que las llamadas telefónicas fueron para el siglo XX, en la literatura, lo que fueron el correo, las cartas, las esquelas y los billetes para la literatura del siglo XIX. Recordemos las desesperadas cartas que Madame Bovary dirige a sus amantes; las intrigas que Pierre Chordelos de Laclos se permite elaborar mediante epístolas en Las amistades peligrosas; La carta robada de Edgar Allan Poe y Cartas a mamá de Julio Cortázar, quien utiliza ese recurso para contarnos una sórdida historia de familia que aún en la lejanía (París, Argentina) sigue viva, con sus toques de tormenta. Simone de Beauvoir, por su parte, abandona las cartas y usa el teléfono en “Monólogo”, cuento incluido en La mujer rota, para simbolizar la soledad y la depresión de Murielle, una mujer divorciada y con innumerables conflictos personales, mientras que Jean Cocteau, en La voz humana, construye su famosa pieza teatral alrededor de una mujer que habla por teléfono con la “nada o con nadie”, a través de una línea cortada.

Así pues, cada uno de los cinco relatos que el lector podrá leer mediante entregas semanales, relata una relación diferente con el teléfono: desde la soledad de un niño en una ciudad extraña y lejana, hasta las llamadas que a modo de broma celebran dos hermanos gemelos, y en el interludio entre un momento y el otro, dos relatos en los que veremos retratada la famosa tienda de la esquina con su servicio de llamadas, y el teléfono privado de una familia en la Ciudad de México que se convierte en instrumento para la desdicha.

 

 

1/5

Me dijo, ¿trabajo o carajo?

Arnulfo Sotelo*

 

Cierto día, platicando con unos amigos, uno de ellos me preguntó: “¿Quién te enseñó a usar el teléfono o cómo aprendiste a usarlo?” Esta pregunta me hizo regresar a mi niñez, porque en la actualidad los niños ya nacen con un teléfono en la mano, su uso es muy natural y lo aprenden por sí solos, como muchas otras cosas. No es mi caso y les diré por qué.

Yo nací en 1939 en Coatepec Harinas, Estado de México, un pueblo diminuto, distante unos 30 kilómetros al sur del Nevado de Toluca. En mi pueblo, al ser tan pequeño, casi toda la gente se conocía y, si querías hablar con alguien, pues te acercabas a su casa y tocabas a la puerta…. Había un kiosco en el centro de la plaza y alrededor un jardín con dos fuentes que servían para abastecer de agua potable a los pobladores. Su iglesia, en un costado, lucía dos torres de cantera rosa, se dice que fue construida a mediados del siglo XVIII. Por otro lado, la Presidencia Municipal, en la cual había un gran patio que servía de cárcel para detener a los borrachines que bebían pulque en exceso durante los días de mercado. A ellos les imponían como requisito para salir, barrer la plaza al día siguiente, a las 6 de la mañana. Y de ese mismo lado, más o menos a 150 metros, estaba la casa donde yo vivía.

Cuando entré en contacto con el teléfono, eran los primeros años de la década de los cuarenta, o sea durante la Segunda Guerra Mundial. Coatepec Harinas, en ese entonces, estaba casi aislado, pues la única comunicación terrestre de la que disponíamos era un camino en muy mal estado para ir al pueblo de Villa Guerrero. Había, además, un solo teléfono para todo el pueblo.

El aparato estaba instalado en la Presidencia Municipal. Era una caja de madera muy bien barnizada y fijada sobre la pared, de unos 60 centímetros de alto por 30 de ancho y unos 20 de fondo, aproximadamente. Al frente, en el centro, un cono de porcelana de unos 5 centímetros de largo y un diámetro también de 5 centímetros, adonde tenía que acercarse la persona al hablar. Este hacía las veces de micrófono. En la parte izquierda, otro cono similar, pero conectado a un cable, al llevarlo a la oreja servía de auricular en una conversación. En la parte superior de la caja de madera había dos campanas que tocaban al estar recibiendo una llamada desde el otro lado de la línea y, por último, del lado derecho una manivela que hacía que girara un magneto, generando así la corriente eléctrica que servía para llamar al teléfono del otro lado de la línea.

Don Luis Juárez era el empleado municipal que, entre otras funciones, se encargaba de operar el teléfono en Coatepec Harinas. En el otro lado de la línea, en Villa Guerrero, quien se encargaba de operarlo era una señora de nombre Laurita. A ella, aunque nunca la conocí, me la imaginaba como una señora chaparrita y gordita, a quien le habían adaptado un teléfono adecuado a su estatura. Sin embargo, era tan pobre la comunicación que hasta mi casa se oían los gritos de don Luis: “Laurita, hábleme más fuerte que no la escucho”, “repítame otra vez, porque no entendí”, “me dijo, ¿trabajo o carajo?”

De hecho, el servicio que el teléfono prestaba a la población solo era para pasar recados. No recuerdo a nadie, aparte de don Luis, que usara el teléfono y, según supe, Villa Guerrero, además de Coatepec, solo tenía comunicación con Tenancingo. Este lugar, a su vez, con Tenango y, finalmente, con Toluca. Sólo después de algunos años se usó un conmutador y la comunicación entre distintas regiones fue posible.

En mi pueblo no había secundaria, por eso mi papá, interesado en que yo siguiera estudiando, decidió mandarme a Toluca para que pudiera continuar con mis estudios. Fue una decisión muy importante para la familia. Mi mamá, siempre muy abnegada y callada, no dijo nada. Mi papá, un tanto inseguro, me animaba.

Comenzaba la década de los años cincuenta. Y yo no era más que un niño de pueblo entrando a otro mundo. Me asustaba al comparar la ciudad con mi pueblo: calles muy anchas, muchos automóviles, gente que vestía diferente. Pero todo ese vértigo de experiencias no compensaba lo que estaba viviendo, porque por mucho tiempo me sentí como un perrito abandonado en medio del bosque en una noche oscura y fría.

El primer año fue muy difícil. Las lágrimas se me rodaban de vez en cuando porque extrañaba mucho a mi familia y la comida tan rica acompañada de las deliciosas tortillas recién salidas del comal, la cama de mi papá con quien dormía, las canicas, el trompo, el balero, juguetes con los que me entretenía con mis amigos, y hasta mis gatos que me seguían por toda la casa cuando les iba a dar de comer. Esos recuerdos los sufrí durante muchas semanas y meses. No obstante, ni aun así, no mandaba recados a través de Don Luis. El teléfono no solucionaba la distancia.

Mis compañeros de cuarto me animaban, trataban de que yo me sintiera mejor, pero no entendían la clase de sentimientos que yo estaba viviendo porque eran mayores que yo y, sobre todo, porque procedían de pueblos cercanos a la ciudad teniendo así la oportunidad de regresar a sus casas cada fin de semana.

La única comunicación que tenía era con mi mamá, pero no nos comunicábamos por teléfono, sino a través de recados. Curiosamente estos recados no eran por correo sino por medio de don Juan Pérez. Este señor viajaba cada viernes a vender su mercancía en la plaza de Toluca y como un favor muy especial me llevaba una caja de cartón con la ropa limpia que usaría en la semana y un recado de mi madre. Yo devolvía igualmente, en una caja similar, la ropa sucia que había utilizado junto con recados que le escribía a mamá.

Al principio le escribía cada semana. Aunque fuera mentira, siempre le contaba algo de la escuela, de mi maestro y mis juegos y, sobre todo, le decía que estaba muy contento, para que no se preocupara. Después, poco a poco, nuestra comunicación fue más esporádica porque fui olvidando la amargura y me fui adaptando a mi nuevo estilo de vida.

Uno de mis amigos volvió a preguntarme:

—¿Y el teléfono?

—En ese tiempo no se utilizaba como ahora —respondí—, para estar en comunicación directa, sino para comunicar alguna emergencia, algo importante… Cosas más importantes que un chamaco que se siente solo.

Pasaron algunos años más, salí de la secundaria, y seguía siendo raro que en las casas se tuviera teléfono. La gente con posibilidades solía solicitar su teléfono a la compañía que suministraba el servicio, pero tardaba un tiempo considerable para que se lo instalaran porque no había suficientes líneas. Más bien uno se auxiliaba de alguna tienda cercana donde sí tenían teléfono y proporcionaba el número a familiares y amigos diciéndoles: “Este es el número, ahí me llaman”.

Quizá no contesté con exactitud la pregunta de mi amigo, pero nos sirvió para establecer la gran diferencia que actualmente se vive, pues ahora el teléfono celular es de uso personal y con grandes ventajas, ya que se tiene, además del teléfono, cámara, agenda, calculadora y otras funciones. Espero que con los avances de la tecnología, la inteligencia artificial no llegue a superar a su creadora, la inteligencia humana. También me hizo preguntarme cuántos mensajes habrá dado don Luis en su vida, cuántas noticias alegres o tristes, nacimientos o muertes, no sé, nunca supe de algo así, pero quizá también le comunicó a alguien que se había ganado una fortuna o no le dijo nada por la pura envidia, o se lo dijo y compartieron con él parte de las ganancias.

 

* Arnulfo Ramiro Sotelo López, (Coatepec Harinas, Estado de México, 1939). Ingeniero Mecánico por la UNAM que se desempeñó como tal durante varios años en la extinta compañía de Luz y Fuerza. Corredor de maratones a nivel nacional e internacional y amante del diseño, el deporte, el arte y las manualidades. Es autor del libro de memorias Recuerdos de mi niñez (2020).

Marco Julio Robles Santoyo

(Puebla, 1983). Maestro en Filosofía por la UNAM. Ha colaborado en medios como: Sexenio, Numen, Luvina, La libre de Fuego, Anal Magazine, Crítica, Letras Explícitas y Reflexiones marginales. Su actividad creativa se centra en el relato, la novela y el ensayo. Diario camaleón (Textofilia ediciones, 2015), es la primera recopilación de su narrativa breve. En abril de 2016, Diario Camaleón fue elegido como el libro central para los festejos del Día Internacional del Libro realizados en el Museo de Arte Contemporáneo del País Vasco. En 2018 ganó el XIII Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, certamen literario auspiciado por la Fundación Gabriel García Márquez en Colombia.

Marco Julio Robles Santoyo
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