Café Babel

Nada

Nada

Octubre 01, 2024 / Por Marco Julio Robles Santoyo

Juan Carlos y yo fuimos hermanos gemelos. Yo nací primero y era un poco más grande que él, por un pelo, casi nada. A tal punto éramos idénticos que sólo se advertía la diferencia si se nos observaba con mucha atención. Por suerte, mamá no solía vestirnos igual: a cada uno le compraba ropa diferente y conforme fuimos creciendo nos dejó elegir lo que queríamos usar.

Fue ella, mamá, quien nos enseñó a usar el teléfono cuando teníamos siete años. El primer número que nos aprendimos de memoria fue el de la oficina de papá. Después de que mamá nos enseñó a discar los números correctos, en el teléfono color crema que estaba en la cocina, nos dimos a la tarea de llamar a papá todos los días, tres o cuatro veces seguidas. Fingíamos que éramos señores importantes y ricos que le llamaban para informarle cosas también muy importantes. A veces era una herencia que se había ganado o un billete de lotería que lo volvía acreedor de mil millones de nuevos pesos, porque todo esto sucedió en aquella época en la que el comandante Marcos se levantó en armas en Chiapas y el peso dejó de ser una moneda amarilla y grande, con la cara de Sor Juana, para convertirse en una moneda chiquita que se perdía con facilidad. En otras ocasiones le decíamos a papá que saliera de inmediato huyendo con su familia debido a una invasión extraterrestre. En fin, él nos seguía la corriente y nosotros nos divertíamos tanto que no parábamos de reír. Sin embargo, el juego con papá duró poco, unos meses; pronto perdimos el interés por bromear con él. Pero no dejamos de hacer bromas telefónicas, sólo migramos de objetivo.

No sé si se le ocurrió a él o a mí. El caso es que comenzamos a llamar a números de desconocidos. Tomábamos el directorio telefónico y elegíamos un nombre, señalábamos con un lápiz el apellido seleccionado y luego marcábamos el número. Lo hacíamos así para llamar siempre a la casa de una persona distinta. En aquel entonces no había celulares, y como nosotros vivíamos en un pueblo tan pequeño de Puebla, temíamos que nos descubrieran si marcábamos al mismo número varias veces o que luego resultara que era el número de algún conocido de nuestra familia. Lo hacíamos todo de un modo tan preciso que hasta podría decirse que éramos unos profesionales del oficio.

—Bueno… —respondían al otro lado de la línea.

—Buenas tardes, llamamos de la compañía de teléfonos. Quisiéramos saber si su reloj camina con normalidad… —atajábamos nosotros.

—Déjeme ver… —respondían—. Sí, camina normal.

—Pues alcáncelo que se le escapa, ja-ja-ja —rematábamos la broma entre risas desaforadas. Reíamos tanto que hasta el estómago nos dolía por el esfuerzo.

De entre las personas a las que llamábamos, hubo quienes se rieron, también, de buena gana. Otros nos mandaban a la mierda, y hubo un viejito que luego de mentarnos la madre por ser unos chamacos maleducados, nos amenazó con matarnos si llegaba a saber quiénes éramos. Sin embargo, la mayoría de los usuarios a los que llamábamos se quedaban en silencio, desconcertados.

Las bromas concluyeron cuando mamá nos descubrió. Un día nos vio en la cocina, llamando, entró sin hacer ruido y se quedó detenida detrás de una vitrina, lo escuchó todo. Nos castigó. “Prohibido usar el teléfono —dijo—. ¿Qué no saben que ya hay identificadores de llamadas? Y si descubren que son ustedes llamarán a la policía y si llaman a la policía…”

La historia de lo que nos sucedería si se quejaban ante la policía continuó. Mamá era así, le gustaba fantasear. Y era tan buena contando historias que nosotros nos quedamos embobados oyendo aquellas tristes calamidades. Dejamos de hacer bromas por teléfono, pero había nacido entre nosotros una complicidad y una necesidad tan grande de divertirnos a costa de los demás que, otra vez, cambiamos nuestro modus operandi.

Esa idea, lo recuerdo bien, fue de Juan Carlos. Él tenía una mente mucho más ágil que la mía. Siempre inventaba los juegos más divertidos y era más valiente para afrontar los regaños de papá, como cuando le prendimos fuego a la cama porque queríamos llamar a los bomberos. O cuando él se trepó en el árbol del vecino para robarse las guayabas, yo estaba abajo con mi playera blanca levantada a la altura del ombligo para cachar las frutas que él iba cortando. Entonces salió Humberto, el dueño del árbol. Vino enojado hacia nosotros. “Ahí viene don Humberto. Córrele”, grité. “Pinche ruco, que se aguante”, contestó Juan Carlos. Don Humberto comenzó a amenazarnos a ambos, pero sobre todo a mi hermano, y él, en lugar de bajarse con la cabeza gacha y pedir perdón, lo agarró a guayabazos, fuerte y duro como una metralleta, sin ton ni son, tan fuerte y tan seguido que don Humberto se regresó a su casa, pero momentos después salió con un rifle. Nada más nos apuntó, no dijo ni una sola palabra. Yo me quedé quieto. Juan Carlos bajó, lo vio a los ojos y se fue como si nada. Y yo detrás de él, siguiéndolo.

Juan Carlos era muy valiente, pero había algo que sí le daba mucho miedo: el agua. Cuando fuimos a clases de natación no pudo aprender a nadar como yo, porque lloraba cuando se hundía, manoteaba entre gritos y siempre lo sacaban de la alberca vomitando agua con cloro. Por eso el día que llamaron los de la escuela para comunicarle a mamá sobre nuestro accidente, a pesar de mis mentiras, ella sabía que había sido Juan Carlos y no yo…

Todo aquello sucedió del siguiente modo:

Después de que mamá nos descubrió haciendo bromas telefónicas, Juan Carlos me convenció para que cambiáramos de papel. En eso consistía su nueva gran idea: en burlarnos de los demás haciéndonos pasar el uno por el otro. Si decían Julián, respondía él. Si llamaban a Juan Carlos, contestaba yo. Confundíamos a la maestra de la escuela y a nuestros compañeros del colegio. Aprendí a hablar como él. Él sí decía groserías y muchas veces por eso lo castigaban en la escuela y en la casa. Un día completo yo era él, y él era yo. Hubo semanas enteras en la que se nos olvidaba el juego, y otras semanas, también enteras, en las que él era yo, y yo era él.

A mí me gustaba mucho ser él. Actuaba más libre y decía y hacía cosas que yo jamás hubiera hecho, y lo mejor de todo era que yo sentía que no era yo quién las hacía sino él. Un día le robé dinero a papá, pero no fui yo, o bueno, sí era yo pero lo hice cuando actuaba como él. Con ese dinero compramos unos patines negros con las ruedas en hilera y cintas fluorescentes. Cuando mamá vio los patines quiso saber de dónde había salido el dinero. “¿Fuiste tú, Juan Carlos?”, preguntó mamá. Él asintió con la cabeza, el castigo fue largo, pero nunca me acusó y yo tampoco dije la verdad.

El día que murió lo hice de nuevo: mentí.

Llamaron a mamá. Era el director de nuestra escuela. Los maestros y el director de la primaria a la que asistíamos nos habían llevado a una fábrica de galletas que estaba, más o menos, a media hora de distancia del pueblo en el cual vivíamos. Al regresar nos detuvimos en el campo, cerca de una presa, a tomar el lunch. Los niños se pusieron a jugar futbol mientras las niñas jugaban a las correteadas.

Los de sexto, los más grandes, ya la traían contra Juan Carlos porque siempre les hacía bromas pesadas: al que no le pegaba con las baquetas mientras practicaban en la banda de guerra, le escondía su mochila, y al que no le escondía la mochila, le robaba su torta. Por eso, ese día, sin que casi nadie se diera cuenta, lo agarraron entre varios. Yo lo vi a lo lejos, iba volando entre los brazos de los muchachos, la camisa blanca desfajada y el pantalón caqui manchado de barro. Voló bien alto y cayó en el agua de la presa. Entre los gritos de niños que jugaban, las voces de los profesores y el ruido de los camiones más allá, cerca de la carretera, recuerdo haber gritado: “¡No! ¡No sabe nadar, no sabe nadar!”, grité varias veces y luego corrí a la orilla. Vi sus brazos aleteando en el agua fangosa, y cómo el maestro de educación física, el profesor Edmundo, se aventaba desde la otra orilla para rescatarlo. Volteé detrás de mí. Vi a la maestra Lucila con las manos en el rostro, a las niñas llorando y gritando, al director con la boca abierta. Luego, vi cómo el maestro Edmundo lo llevaba en brazos, desmayado, y las ansias con las que intentaba revivirlo. Una y otra vez acercó sus labios a los de él y golpeó su pecho con las palmas de sus manos. Juan Carlos tenía hojas enredadas en los cabellos, la cara salpicada de lodo y algas negras, babosas, pegadas en sus mejillas y en el cuello como si fueran sanguijuelas muertas. Y la boca azul, medio abierta, a punto de decirme algo.

Después, vi la cabeza del maestro Edmundo moviéndose de un lado a otro como si estuviera perdido o como si buscara algo muy pequeño sobre el suelo. El cuerpo de Juan Carlos quedó tendido sobre la tierra. Se veía pequeño y flaco. Recuerdo que le taparon la cara con el saco del director.

No lloré. No dije nada. Me quedé atontado y en silencio.

Llamaron a mamá.

Ella, a gritos, por fin le pudo explicar a papá lo que pasaba. Fueron deprisa. Llegaron sin aliento. Mamá, cuando bajó del auto, dio uno de esos gritos que cimbran la tierra. “¿Quién fue?”, preguntó papá. “Julián —respondió el director—, Juliancito”.

Eso había dicho yo. Mentí. Dije que era Julián quien había muerto, no sé por qué lo hice. Tal vez para que mamá sufriera menos porque yo sentía que a Juan Carlos lo quería más. Pero mamá, a su vez, sabía que Julián nadaba bien, sabía que no se hubiera ahogado tan rápido en aguas sin olas, sabía que, al menos, hubiera flotado. “Fue Juan Carlos”, sentenció mamá sin explicarle nada a nadie.

Después del velorio, la casa se volvió muy silenciosa. Papá contrató a Juanita, una señora que tenía unos cincuenta años de edad y que se hacía cargo de todo, porque mamá se quedada en vela toda la noche, dormía hasta tarde. A veces, cuando yo regresaba con Juanita de la escuela, mamá seguía en la recámara, a oscuras. Salía a comer con nosotros en camisón, pero apenas si probaba bocado. Bajó de peso. Dejó de salir y de cortarse el pelo. Al cabo de unos meses su cabello ya le llegaba más abajo de la cintura, lo tenía tan largo como Daniela Romo. Papá comenzó a fumar unos cigarros apestosos, Raleigh, sí, Raleigh era la marca. Tanto fumaba que se le mancharon los dedos de amarillo, y dejaba por todos lados el inconfundible olor del tabaco quemado.

Un día, muy temprano, mamá salió de su habitación medio vestida. Llevaba un camisón blanco y, encima de sus hombros, un chal negro. Entró en mi recámara y me jaló del brazo. “Vístete”, ordenó. Me subió a la camioneta. Fuimos a la piscina municipal. Entramos sin mediar palabra con nadie y así, tal como iba vestido, me tomó en brazos y me aventó a la piscina con tanta fuerza que casi toqué el fondo de la alberca al hundirme en el agua. Escuché sus gritos:

—¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!

Nadé hasta la orilla. Salí temblando. De regreso a casa, mamá suspiró varias veces en el auto y me miró de reojo. Jamás pude saber si estaba más triste que antes de comprobar que era Juan Carlos quien había muerto o más feliz porque era yo quien había sobrevivido, pero sí parecía más aliviada.

 

Marco Julio Robles Santoyo

(Puebla, 1983). Maestro en Filosofía por la UNAM. Ha colaborado en medios como: Sexenio, Numen, Luvina, La libre de Fuego, Anal Magazine, Crítica, Letras Explícitas y Reflexiones marginales. Su actividad creativa se centra en el relato, la novela y el ensayo. Diario camaleón (Textofilia ediciones, 2015), es la primera recopilación de su narrativa breve. En abril de 2016, Diario Camaleón fue elegido como el libro central para los festejos del Día Internacional del Libro realizados en el Museo de Arte Contemporáneo del País Vasco. En 2018 ganó el XIII Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, certamen literario auspiciado por la Fundación Gabriel García Márquez en Colombia.

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