Crónica

Atlas es mujer y vive en La Resurrección

Atlas es mujer y vive en La Resurrección

Diciembre 07, 2021 / Por Fernando Percino

 

I

Platica conmigo y no deja de trabajar. Tiene tal ritmo para manipular la masa que hace creer que su trabajo es fácil, pero no es así: lo desarrolló desde los seis años, cuando su madre le enseñó a hacer tortillas y luego, a los 18, aprendió a preparar gorditas con su suegra.

Antes de charlar con doña Ernestina, decidí visitar La Resurrección. De todas las juntas auxiliares que tiene el municipio de Puebla era la única que no conocía. Algunas personas de la ciudad la perciben lejana, escondida entre cerros, aunque no es el pueblo urbano más alejado de la capital, ése es Canoa.

Lo primero que me llamó la atención cuando entré a La Resurrección fue su cercanía con la Malinche: desde la carretera se puede contemplar en su esplendor, sin edificios que obstaculicen el paisaje. Creo que nunca la había visto tan natural y majestuosa. También se puede ver desde el camino a Canoa, que ya he recorrido varias veces, pero allí la vista es lateral; en cambio, desde el camino a esta Junta Auxiliar, la enorme montaña se puede ver de forma frontal. Así extendida y en todas sus dimensiones me provocó mucho encanto, fue como haberla descubierto por primera vez.

Llegué hasta la iglesia de La Resurrección. Su atrio es muy grande, un espacio abierto que da sensación de libertad. En el pedestal principal del templo está Cristo y a su mano izquierda lo acompaña San Miguel Arcángel, el santo que dejó Canoa para quedarse con la gente de esta comunidad. Sus figuras imponen por su perfecta simetría, por sus gestos realistas, por sus ropas míticas. En la explanada hay un basamento a mano izquierda donde reposa otra figura de Cristo. En ese atrio, el párroco propuso que se hiciera la feria de la memela.

Visité también la presidencia auxiliar, en donde me regalaron un libro con historias de todas las juntas auxiliares de Puebla y gracias a ello pude conocer un poco más sobre los orígenes prehispánicos de La Resurrección. La experiencia del viaje fue, para mí, como abrirme a un nuevo mundo que desconocía y que con cierta ironía no es lejano al lugar donde vivo, la zona de Cholula.

 

II

 

Después de conocer la Junta Auxiliar de donde es originaria doña Ernestina, me sentí más seguro para platicar con ella. A ella la conozco desde hace 10 años. Vende memelas enfrente de mi casa. Cuando yo llegué a vivir a la colonia Macopilli de Cuautlancingo, ella ya estaba, pues lleva 19 años en esta colonia que se encuentra a la mitad del trayecto entre Puebla y Cholula, del lado de Camino Real.

Ernestina Juana Cortada Moxo es su nombre completo. Nació en 1968 en La Resurrección y ha visto, desde entonces, cómo su pueblo se ha ido transformando. Antes todas las calles eran de tierra. Vi llegar a las escuelas, el agua potable y la luz. Cuando era niña hacíamos una hora en llegar al centro de Puebla, los camiones tardaban mucho en pasar y sólo circulaban por la carretera, no se metían a las calles de la comunidad.

El apellido Moxo es de origen chichimeca-nahuátl. La Resurrección fue fundada por grupos indígenas mucho antes de la conquista. El primer nombre del pueblo fue “Tepetitla”, que significa “entre cerros”; después, con la colonización y evangelización, la entidad fue rebautizada como La Resurrección. Desde entonces el catolicismo predomina en la comunidad y es un eje moral que incide en los usos y costumbres de los habitantes. El párroco tiene mayor incidencia en las decisiones comunitarias que el presidente auxiliar.

 

Los de Canoa no nos quieren porque San Miguel Arcángel nos prefirió a nosotros —dice doña Ernestina—. Un señor se lo encontró en el bosque. San Miguel le dijo que se fue de Canoa porque le querían cortar los pies para ponerlo en un lugar más pequeño, fue así que prefirió irse a La Resurrección y ahí lo cuidamos mejor; en ese momento su nueva casa fue la iglesia del pueblo y el 30 de septiembre se volvió la fiesta patronal, hasta hace 11 años, cuando el párroco en turno le dijo a los feligreses de la comunidad que era mejor rendirle tributo al jefe máximo y no a uno de sus ángeles, entonces la fiesta cambió al domingo de Resurrección para celebrar a Cristo en Semana Santa.

 

Doña Ernestina me cuenta la historia de cómo San Miguel Arcángel se hizo chiquito para caber en la bolsa del señor que se lo encontró en el bosque y que este se lo pudiera llevar con facilidad al pueblo, donde el santo volvió a su tamaño natural. Desde entonces lo veneran muchísimo.

 

Hubo un día en que el párroco propuso que se le diera una reparación al Santo, en el pueblo no queríamos que se hiciera eso, qué tal que se enojaba con nosotros y se regresaba a Canoa. Al final el padre nos convenció. Tratamos con mucho cariño a San Miguel, quedó muy hermoso.

 

III

 

Al párroco le sorprendió la intensidad con la que trabajan las mujeres de La Resurrección, mucho más que los hombres, comenta doña Ernestina. Van por su maíz desde muy temprano para luego ir a preparar y vender tortillas y gorditas. Cargan sus botes con su fuerza descomunal. Por eso, consideró que sería buena idea hacer una feria del platillo más tradicional y conocido en este pueblo. Fue así que se decidió que el primer miércoles después del domingo de Resurrección se llevara a cabo la Feria de la Memela. El ayuntamiento de Puebla colaboró en la logística y difusión, lo que permitió que mucha gente acudiera, incluso del extranjero.

 

Nos tocó atender a señores de España y Estados Unidos, les gustó mucho nuestra comida —comenta doña Ernestina con una expresión de orgullo en el rostro mientras le pone frijol a la masa para preparar unos tlacoyos—. Casi todas las mujeres que hacemos gorditas nos reunimos el día de la feria en el atrio, se llena totalmente. Nos ha dado la oportunidad de que la gente de fueras conozca La Resurrección. Nuestra feria de antes no jalaba tanto foráneo, por eso la gente del pueblo quiere mucho al párroco y escucha y atiende a sus consejos.

 

Doña Ernestina vende sus memelas en mi colonia y casi todos los días viene desde La Resurrección. Se hace unos 45 minutos de viaje. La trae su esposo, que es taxista, aunque a veces también llega en transporte público.

Mi suegra vendía gorditas en Bosques de Manzanilla, cuando era un bosque, no como ahora que ya son puras casas —habla con nostalgia de cuando las zonas aledañas a La Resurrección eran espacios turísticos que la gente de la ciudad visitaba para ir a divertirse los fines de semana—. Había muchos árboles, habría que investigar quién dio permiso para que los tumbaran. Era un lugar muy bonito y me gustaba trabajar ahí con mi suegra. Mis padres eran gente de campo, cultivaban maíz. Cuando ellos tiraban un árbol era porque ya estaba seco y de ahí preparaban la leña para venderla en el mercado La Victoria, de eso ya pasaron como unos 45 años.

 

Hace una pausa en la charla, se percibe un brillo de nostalgia en su mirada al recordar sus años de la infancia.

 

Mis padres iban en un burrito por la leña a las faldas de la Malinche y ya regresaban muy noche, venían con una antorcha en la mano. En esos tiempos no había tanta violencia, tantos robos como ahora. Aunque no teníamos alumbrado en los caminos, la gente se sentía segura de caminar en las noches.

 

Doña Ernestina vivió la metamorfosis de su pueblo a la urbanización y aunque ahora cuentan con todos los servicios públicos, añora la tranquilidad que antes se vivía en la zona.

Habla con mucha frecuencia de los árboles que ya no están. Hace unos 10 años habían algunos en la avenida principal de Bosques de Manzanilla, pero con las ampliaciones y la remodelación del puente que cruza la Autopista México-Puebla se talaron esos pocos que quedaban y hoy la mayor parte del camino es una gran avenida más de la ciudad, en la que predomina el cemento. Le platico a doña Ernestina que mi mamá, cuando era niña, iba con mis abuelos a Bosques de Manzanilla a disfrutar de los domingos.

Hace un par de años mi madre me mostró unas fotografías de aquellos tiempos. Ella aparece arriba de un burrito, se le ve muy feliz. Mis abuelos eran muy jóvenes, tal vez más jóvenes de lo que yo soy ahora. Los llevaba mi tío abuelo en su Valiant color rojo. Mi madre jugaba con su primo en los montecitos que antes abundaban en la zona. Las dos familias montaban un picnic y pasaban todo el día con una morosidad en la que el tiempo parecía no avanzar. Mi madre también extraña esos años, cuando ir a Bosques de Manzanilla era una experiencia muy diferente respecto a lo que es ahora.

 

IV

 

—Dos sin cebolla y todas con queso

—¿Qué salsa?

—Dos banderas y una verde.

Mientras doña Ernestina platica conmigo, su hija atiende a los clientes que van llegando a su puesto. También se interesa por mis preguntas y complementa las respuestas que da su mamá. Ambas son muy amables.

La gorditas de doña Ernestina son muy ricas. Llevo más de 10 años comiendo sus guisados. Además de memelas, hace quesadillas, tlacoyos, picadas y tacos placeros gigantes, pues los sirve con dos tortillas. Con frecuencia distribuyo la carne asada, la longaniza, las papas, el aguacate, el arroz y los frijoles, todo eso que es un plato muy barroco, y lo reparto en las dos tortillas, así salen dos tacos que suelo compartir con mi mamá. Ella es más fanática de las quesadillas de doña Ernestina. Cada semana le compramos al menos dos de chicharrón, las pedimos con salsa roja en vez de rajas. La salsa roja es la que más nos gusta.

Los insumos que usa doña Ernestina siempre son frescos y el chicarrón es crujiente, con mucho sabor. He comido quesadillas en otros puestos y el problema es que a veces el chicharrón es muy duro y luego no se puede masticar, algunas ocasiones temí por perder un diente porque es como morder piedras. Doña Ernestina tiene el don de haber elegido buenos proveedores, pues yo no recuerdo un solo chicharrón tieso en alguna de sus quesadillas.

En una segunda charla que tengo con ella, me platica que también ha visto los cambios en la colonia donde vivo.

 

Son 19 años de trabajar aquí y no son poca cosa. Antes, en esta zona de Camino Real había pocas casas, casi todo a nuestro alrededor era terrenos baldíos. Ahora hay muchos negocios, sobre todo de comida. Mis hijas y yo vimos cómo fueron construyendo edificios, zonas residenciales. Antes también aquí pasaban muchas rutas de transporte público, estaba la 29A, la 26, el que iba a bosques. De a poco nos fueron quitando esos camiones, ahora tenemos menos y tardan mucho en pasar.

 

Cuando reflexiono sobre el testimonio de doña Ernestina, me doy cuenta que es cierto: en los últimos 20 años la mancha urbana de Puebla ha cambiado mucho, a un ritmo muy acelerado. Los ojos de doña Ernestina han sido testigos puntuales de esa transformación, empezando por la de su pueblo natal y la de la zona donde trabaja. Esta intensa “cementización” de Puebla me hace recordar cuando de niño vi la película La historia sin fin, donde una inmensa e ingobernable oscuridad amenazó con desaparecer a todo un reino. Si bien algunos hilvanan la idea de progreso con urbanización, percibo en los relatos de doña Ernestina que ella no comulga con esa asociación de ideas, hay una nostalgia cuando describe los paisajes de un tiempo pasado.

Le pregunto si conoce alguna leyenda o historia de su comunidad, además de la de San Miguel Arcángel. Me dice que antes se aparecía el Charro Negro. Si ya me habló de un ángel, ahora le tocaba a un demonio. El Charro Negro es una figura mítica del folclor mexicano. Un hombre al que se le asocia con la oscuridad, la maldad y la avaricia. Algunos creen que es el diablo mismo en su forma más mexicanizada. Se cuenta que este fantasma, espectro o espíritu se manifestó por primera vez en los años veinte del siglo pasado, resultado del sincretismo que se dio entre las culturas huicholes con el cristianismo. A pesar del temor que causa, se le considera una figura justiciera pues castiga a los que destruyen los bosques, custodia los tesoros y maltrata a quienes cometen avaricia.

Yo jamás lo vi y tampoco alguno de mis familiares, pero dicen que rondaba por las noches y se le aparecía a los viajeros que andaban a oscuras con sus antorchas. Le pregunto a doña Ernestina si en tiempos recientes han vuelto a saber de él en el pueblo, me dice que no. Bromeo con ella, a lo mejor ahora es él el quien se espanta de la ciudad y del crecimiento de la mancha urbana; su hija y ella se ríen. Pienso que si el Charro Negro se manifestara en estos días iría por aquellos empresarios y políticos, que por su voracidad y avaricia, fueron acabando con los bosques que rodean a La Resurrección.

 

V

 

Antes de que doña Ernestina me platicara todo esto, mi relación con ella era muy simple: la de un cliente con su vendedor. Nos tratábamos con respeto, con un típico buenos días, buenas tardes. Algo que le admiré desde un principio fue su fuerza física, ahora también le admiro su fuerza moral. Ella y su hija se levantan a las cinco de la mañana para ir al molino para transformar el maíz en masa.

La casa de ellas está al fondo del pueblo, es de las últimas viviendas de la comunidad. Deben atravesar casi toda La Resurrección para llevar su tambo con el maíz al molino. Es un trabajo físico muy intenso. Cuando ya tienen la masa, se ponen a moler frijol y preparan las salsas. Llegan a mi colonia alrededor de las 10 de la mañana para vender hasta las 3 ó 4 de la tarde, según como se vaya acabando la mercancía. Guardan su comal y su lona en una casa que está a calle y media de donde instalan el puesto de venta y al regreso lo recogen. Doña Ernestina carga su comal de ida y vuelta. Se asemeja al Atlas griego que lleva el peso del mundo. El trabajo no acaba cuando su esposo pasa por ellas con el taxi, porque por la tarde van a comprar los insumos del día siguiente.

Le di las gracias por permitirme conocer una parte de su historia personal y la de su pueblo con todo y su santo que se hacía grandote y se hacía chiquito, con todo y Charro Negro que seguramente se hartó de ver cómo arrasaron con el bosque. Toda clase de heroínas conviven entre nosotros, sólo hace falta acercarnos a ellas para escuchar y contemplar sus hazañas. El párroco de La Resurrección también se dio cuenta de la fuerza de las mujeres de la comunidad. Fue una idea brillante brindarles un gran escenario con la feria de la memela, nos andan faltando más ferias similares por otros rumbos.

 

Fernando Percino

Es mexicano y nació en algún momento de los años ochenta; además es licenciado en Administración Pública por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Publicó cuentos en el suplemento cultural *Catedral* del diario *Síntesis*, la novela *Velvet Cabaret* (2015), el libro de cuentos *Lucina* (2016), el libro de crónicas *Diarios de Teca* (2016) y la novela breve *Volk* (2018). Fue miembro del consejo editorial de las revistas: *Chido BUAP* y *Vanguardia: Todas las expresiones*. Fue funcionario público. Actualmente es chofer de UBER y estandupero ocasional.

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