Crónica
Enero 04, 2022 / Por Gregorio Cervantes Mejía
De entre los diversos tópicos por los que discurre la narrativa de Márcia Batista Ramos (Rio Grande do Sul, Brasil, 1964) destacan la memoria y el linaje, presentes en varios de sus relatos.
Como una suerte de ríos en busca del mar, ambas temáticas corren a lo largo de la narrativa de Márcia Batista de manera subterránea, en ocasiones, o como pequeños y plácidos arroyos que se funden con el paisaje; otras, como corrientes extensas y caudalosas, dominantes del entorno. Y al mismo tiempo, permiten navegar por los demás géneros cultivados por la autora, porque entre sus ensayos, su poesía, sus crónicas, aparecen una y otra vez.
La memoria y el vínculo con el lugar de origen, con los lazos familiares y personales dejados atrás, son un tema recurrente en la narrativa latinoamericana desde la segunda mitad del siglo pasado, por lo regular asociado a los fenómenos sociales y políticos que han detonado las constantes oleadas migratorias en nuestro continente: regímenes dictatoriales, guerras civiles, violencia, pobreza, catástrofes naturales. Cada uno de estos fenómenos ofrece matices distintos, explorados en diferentes momentos por los narradores de nuestro continente, pero con un rasgo común en la mayoría de los casos: dar testimonio de un fenómeno social, de sus consecuencias sobre el colectivo y sobre la vida individual.
Si bien Márcia Batista no es ajena a estas vetas temáticas (como puede observarse también en su obra ensayística), en sus relatos nos ofrece una mirada más íntima al respecto: la memoria como un acervo colectivo a través del cual se transmiten y preservan conocimientos y tradiciones. Y que aparece, además, como una práctica femenina, porque son las mujeres (dentro de sus historias) quienes resguardan y transmiten, de manera selectiva, aquellos conocimientos considerados valiosos por el grupo.
No sé cuándo todo empezó. La abuela de la abuela tuvo abuela. Esas cosas y tantas otras ya vienen costuradas en los genes… En mis genes. (“En el nombre del padre, del hijo y de la madre”)
Por esa misma razón, las mujeres son las encargas del resguardo y transmisión de la historia y la memoria familiares, una carga preciosa (y muy pesada también) que no puede ser llevada por cualquier espalda, por lo cual es necesario elegir con cuidado a la depositaria de este linaje.
Esta idea aparece en varios relatos de la autora, donde es frecuente la existencia de casas con habitaciones clausuradas que resguardan libros secretos, con sótanos llenos de objetos ocultos, cuyas puertas no se han abierto en décadas, destinados a ser abiertos y redescubiertos por una sola persona:
Los más antiguos sabían el motivo de haberlos encerrado en el sótano. Los otros ya se habían olvidado y nosotros no teníamos interés en enterarnos… Hasta que decidí hacer una reconstrucción, una refundición de mi vida, en una casa de palabras: en la casa que fue de los ancestros. Porque sé que es imposible curar las heridas por afuera y por adentro: todo empieza y termina en uno, el mundo es tan grande como lo permitimos porque, en realidad, él es del tamaño de nuestra casa y tan desconocido como ciertos rincones donde se acumulan cosas desde hace tiempo y que nadie quiere tocarlas. Todos pasan y repasan como si no hubiera nada, pero las cosas están ahí. (“Los trasgos olvidados”)
¿Existirá acaso una familia sin trasgos en su sótano? ¿Sin incidentes, secretos, acontecimientos que quisiera haber olvidado por completo? Recuerdos, incidentes que se empeñan en permancer, en escaparse por cualquier fisura, pero que más que una pesada carga, son vistas en estos relatos como senderos para recorrer y comprender mejor el linaje familiar. Al menos, así se plantea en “Las puertas invisibles del tiempo”:
Sabemos que el tiempo tiene puertas invisibles. Muchas veces viajamos, las ultrapasamos. Lo sabes. Hemos vivido bellas experiencias, del otro lado… Por eso, nuestra memoria está llena de recuerdos de días y noches, que sólo nosotros planificamos y vivimos. Nuestro inventario cotidiano con gotitas como diamantes líquidos, verano eterno, un niño que camina para después volar, la niña solitaria, bailes, veinticuatro horas de cariño y tantas otras cosas que se quedaron en la mente.
Traspasar esas puertas, asomarse a las habitaciones selladas, atreverse a mirar de frente esos trasgos olvidados es, en estos relatos, un acto de reconciliación y de comprensión del linaje familiar. Por eso la importancia que en estas historias adquieren los antepasados, a quienes resulta imprescindible reintegrar al grupo familiar, sentarlos a la mesa, volver a escuchar sus historias, tenerlos presentes aún en silencio:
Los fallecidos se sientan a la mesa. Aún se cocina lo que a ellos les gustaba. Pero, no se les menciona, excepto en sus aniversarios de nacimiento y muerte. No se los menciona, apenas se respeta. Deben estar descansando… (“En el nombre del padre, del hijo y de la madre”)
Somos, cada uno de nosotros, un momento dentro de una continuidad temporal que se mueve como el oleaje del mar, parece decirnos la autora. Y la única manera de tomar conciencia de nuestra pertenencia a ese movimiento es apropiándonos de nuestro propio linaje, de las historias que nos antecedieron y nos dieron forma. Porque nuestra personalidad, nuestra individualidad, son tales únicamente en la medida en que se integran a esa secuencia colectiva que nos antecede y continúa.
Resulta difícil, en primer término, hablar ciertas cosas que uno no termina de entender. Quizás, uno nunca logra entender muchas cosas: cómo nos tallaron; con qué barro fuimos moldeados… (“En el nombre del padre, del hijo y de la madre”)
Recuperar la memoria familiar resulta entonces una manera de volver a tomar contacto con ese barro del cual fuimos moldeados. Hija de migrantes y migrante ella misma, Márcia Batista sabe bien de qué va este proceso. Quizá por ello se trata de una temática a la cual vuelve una y otra vez no sólo en su trabajo narrativo, sino también, como se dijo al inicio, en su poesía y en sus ensayos.
Revelador, al respecto, el texto breve “ADN”, que sintetiza en pocos y contundentes párrafos este viaje genealógico sobre el cual se ha insistido tanto en las presentes líneas y que reproduzco aquí a manera de colofón:
Los padres de algunos de mis abuelos, prefirieron ser cobardes vivos a ser héroes muertos y se marcharon de Europa apiñados en navíos, para no entregar sus vidas en la primera gran guerra que no les pertenecía, que ellos ni siquiera entendían las razones, en un tiempo que nadie les explicó ningún motivo, pero exigían el sacrificio de sus jóvenes vidas.
Ellos tuvieron valor de agarrar su maleta con una muda de ropa y dos camisas, una foto de sus padres, un cuaderno de apuntes con un lápiz de carbón, un peine de hueso, unas pocas monedas y cruzar el océano, para adaptarse al nuevo idioma, en muchos casos, para introducirse en una nueva sociedad y preservar sus vidas.
Vestían sombrero y corbata. Algunos trajeron en el bolsillo el reloj que su padre les heredó al momento de la despedida, de la eterna despedida… Una cadenita de oro con un crucifijo o un pequeño escapulario con la foto de su madre.
Eran hombres jóvenes que no tenían ni veinte años y ya eran hombres hechos y derechos, solos en un nuevo país. Eternamente amputados de sus seres más queridos. De ahí, debe correr por mi sangre un cierto desarraigo que llamo orfandad…
Cuando llegaron por estos lares, el abuelo Cesáreo conoció a mi abuela Negrita su nombre era Isaltina, ella era hija de esclavos nacida libre. Los padres de ella fueron arrancados de sus padres sin oportunidad de despedirse y recibir la última bendición… Como último recuerdo trajeron a Brasil, una lagrima cristalizada en el alma. De ahí, debe correr por mi sangre la eterna sed de justicia…
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