Ensayo
Julio 30, 2021 / Por María Teresa Andruetto
Todos los pueblos del mundo tienen un alimento base, un tipo de grano o un tubérculo (papa, mandioca, trigo, quinoa, maíz, arroz) que está en el hueso de sus identidades, en torno a cuyo cultivo nacieron y cuyo origen se funde con el mito.
En un libro titulado Las maravillas de Italia, Carlo Emilio Gadda —que además de escribir sabía cocinar— anotó la receta de un risotto, tan precisa en la descripción de los granos de arroz (un arroz que los piamonteses y lombardos, prefieren no descascarado por entero), que hoy se la considera una obra maestra de la prosa italiana. Allí dice que los amantes del buen arroz apenas permiten algo de parmesano y que si bien se le puede agregar hongos o incluso “finas rebanadas de trufas secas” (es la zona de las trufas), ni los hongos ni las trufas llegan a pervertir la nobleza y la elegancia del arroz.
En los arrozales del Po cantaban las mujeres, con el agua hasta las rodillas, Lavoreremo in libertà, una letra nacida a fines del siglo XIX que reclama justicia. Y en esos mismos arrozales se filmó Arroz amargo, aquella película emblemática del neorrealismo donde se dio a conocer Silvana Mangano.
También es sobre el arroz —Los siete platos de arroz con leche— uno de los textos fundantes de nuestra literatura. Lo escribio Lucio V. Mansilla, quien relata una escena en casa de su tío Juan Manuel de Rosas, y que mas tarde publica en Las causeries de los jueves, unas crónicas o columnas periodísticas que escribía para el diario Sud América, en las que el dandi de la generación del ochenta da su visión sobre la elite a la que pertenece.
Hace unos meses, China —es decir la quinta parte de los habitantes de la tierra—, estuvo de duelo por la muerte, a los 90, de Yuan Longping, creador del arroz híbrido, una modificación genética que terminó con 10.000 años de hambrunas. Los experimentos de Longping comenzaron en los sesenta, después del proyecto maoísta de industrialización que, sumado a una gran sequía, produjo millones de muertos por hambre entre 1959 y 1963. “No había nada en el campo; se comía pasto, semillas, raíces de helecho, corteza de árbol y arcilla blanca...”, dice Longping, quien se propuso desde entonces “trabajar para que el pueblo tuviera suficiente comida”. Buscó en la naturaleza variedades superiores a la más común para transmitirle sus genes. Dio con la que buscaba en la isla de Hainán y en 1973, después de sucesivos cruzamientos, obtuvo un arroz que rindió 30 por ciento más. El arroz híbrido, el más consumido del mundo, que cuadruplicó la producción arrocera china desde 1950 hasta hoy.
La evidencia más antigua de consumo de arroz apareció en la Cueva Yuchanyan, hace 14.000 años y su cultivo comenzó hace más de 9500 años. Los chinos tienen 5000 años de historia documentada y hace más de 4000, el descubrimiento de la técnica arrocera los sedentarizó junto al río Amarillo. La concepción del tiempo y la vida se volvió cíclica a partir del arroz. Mezclado con azúcar, lo usaron como adhesivo entre los ladrillos de la Gran Muralla y modificó el paisaje desde el río Amarillo hasta la costa sureste, donde se levantaron aldeas junto a los campos de cultivo y los canales eran vías de conexión. Así se cohesionó una cultura que sobrevive —incluso hoy en la ciudad—, se agruparon en aldeas con cada familia muy vinculada al vecino y trabajando en común. Así se normalizó durante miles de años el rigor del espíritu colectivo chino, amenazado por constantes sequías, inundaciones e invasiones que generaban hambrunas. El confucianismo jerárquico que rige en cada familia y se convirtió en teoría de Estado, brotó de esa lógica comunitaria. El sujeto subsumido al grupo, respetando la autoridad familiar y estatal, en función de mantener la armonía del Tao, donde la estabilidad está por encima de la libertad individual.
No habría China sin arroz. Longping cedió su saber al Instituto Internacional de Investigación en Arroz y fue a India, Madagascar y Liberia a enseñarlo. En 2004 recibió el Premio Mundial de Alimentación, en 2008 llevó la antorcha olímpica, en 2019 le dieron la Medalla de la República, el mayor honor en China (solo 8 personas lo han recibido) y una universidad y un asteroide llevan su nombre.
Para cerrar este recorrido sobre el arroz, les comparto algunos párrafos de un cuento que lleva ese nombre. Lo escribió la escritora argentina Alejandra Kamiya, y relata el encuentro de una mujer con su padre en un restorán de San Telmo
De repente, en medio de una frase, él dice “… limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo contra el borde de la mesa. Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras, sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz…. Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. ..Así, viendo los gestos de mi padre, puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía.
Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean.
Todo lo que no pregunté en años vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras. Quiero saber por qué mi padre eligió este país. Quiero saber cómo fue el día en que supo que había comenzado la guerra, cómo fueron cada uno de los días que siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra.
Quiero que me cuente cada día, para que no lo sople el tiempo. Tal vez para escribirlo: dejarlo agarrado con tinta a un papel para siempre.
Él sonríe, toma un papel y saca un lápiz negro del bolsillo del saco. Dibuja líneas muy juntas, algunas paralelas y otras que se entrecruzan. Luego otra, perpendicular y ondulada. Son las plantas de arroz en el agua. Después hace unos círculos muy pequeños en las puntas: los granos. Me dice que se van llenando y vuelve a trazar las líneas, pero en lugar de rectas, curvas en los extremos: las plantas cuando el arroz madura.
“Cuanto más lleno está uno, cuanto más educado es, más humilde debe ser”, dice. “Uno debe inclinarse como la planta de arroz por el peso de los granos”.
Arroyo Cabral, Córdoba, Argentina (1954). Hija de un partisano piamontés que llegó a Argentina en 1948 y de una descendiente de piamonteses. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba en los años setenta. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura trabajó en un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes. Formó parte de numerosos planes de lectura de su país, municipales, provinciales y nacionales, así como de equipos de capacitación a docentes en lectura y escritura creativa.
Ha hecho de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino los ejes de su obra.
Su obra literaria incluye, entre otros títulos, Stefano (1997), Veladuras (2004), Lengua Madre (2010), La lectura, otra revolución (2014), No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (2017) y Poesía reunida (2019).
Recibió el V Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil en 2009 y premio Hans Christian Andersen, el "Nobel de la Literatura Infantil", en 2012, entre otros.
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