Ensayo

El santo de las tolderías, el lirio de las pampas

El santo de las tolderías, el lirio de las pampas

Diciembre 20, 2022 / Por María Teresa Andruetto

Miembro de la oligarquía terrateniente, descendiente de prohombres de la historia nacional, Sara Gallardo se sintió sin embargo una desclasada, errante y peregrina, un perro refugiado en la cuneta que sufrió penurias y olvidos, como los sufrió su obra hasta que pudimos valorarla como uno de los hitos más originales de la literatura argentina del siglo XX. Hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del naturalista Ángel Gallardo y tataranieta de Bartolomé Mitre, se crió inmersa en la clase social que dirigió la nación desde 1880. Enamorada del paisaje de los confines, el de los campos aún salvajes e improductivos de propiedad familiar en los que pasó largas temporadas en su infancia, signada por el asma que finalmente se la llevó, convierte en escenario de todos sus relatos la “América salvaje, imposible de catequizar”. Ese es el territorio de casi todas mis historias, dijo. Un país en el que el humo cubre todo y lo vuelve fantástico o fantasmagórico.

En su libro El país del humo, una serie de relatos breves se llama Las treinta y tres mujeres del Emperador Piedra Azul.

Piedra azul era el nombre del gran Calfucura, de quien se dice que en el país de las lluvias (la actual zona de Temuco, en Chile) soñó con cruzar la cordillera (en una gesta sanmartiniana en sentido inverso) y conquistar la pampa y la Patagonia para confederar a todas sus tribus. Dicen también que, para encontrarse con su sueño, el cacique dormía y dormía y que ni sus mujeres podían estarle cerca para no escuchar las palabras delatoras que a veces se pronuncian durante el sueño.

Su hijo, Namuncura (Pie de piedra), fue junto a su padre conductor de la Confederación Indígena. Se rindieron en 1893 y fueron confinados, con los pocos sobrevivientes de su pueblo, en Chimpay, actual Río Negro.

Un hijo de Namuncura, cuyo nombre era Pequeño pie de piedra, es aquel a quien conocemos como Ceferino Namuncura, el lirio de las pampas.

Veo en un libro una foto de archivo de la Escuela de Artes y Oficios Pio IX, en la que están Ceferino y Monseñor Cagliero, subidos a una tarima presidida por la efigie de Don Bosco. Debajo la fecha: Buenos Aires, 1898, el niño con una expresión candorosa luce una escarapela con la que lo han premiado en un concurso de memorización del Reglamento del Alumno Salesiano. Monseñor lo toma de la mano y mira a la cámara mostrando orgulloso al niño indio, redimido del pecado de ser indio, aceptado ya por dios.

Ceferino Namuncura nació en una fecha imprecisa, probablemente en el año 1886, y murió en 1905, cuando tenía alrededor de dieciocho años. Nadie lo recuerda por su nombre original.

Nació en Chimpay, hijo del cacique y de una cautiva blanca, y ahí vivió hasta el ingreso a la Escuela Salesiana de Artes y Oficios, y después pasó al Colegio San Francisco de Sales de Viedma a realizar cursos para el ingreso a la carrera sacerdotal. De ahí a Buenos Aires, donde pasó por varios internados salesianos y, en agosto de 1904, a Italia, para ser presentado al Papa y comenzar estudios en el Colegio Salesiano de Villa Sora, Frascati. Murió un año después de llegar a Italia. Murió solo, de tuberculosis, en un hospital de la isla San Bartolomé, sobre el rio Tíber.

Poco más se sabe de él y menos puede ser probado. Su leyenda y su santidad son obra de miles de argentinos, en su mayoría pobres, que aguardan su canonización, dice la cartilla de un comedor popular de La Plata de 1975.

Para la catequización de la Patagonia, más allá de la línea que indicaba el ingreso a territorio indígena, era necesario un santo que surgiera de entre los indios, como una extensión de las acciones del ejército de Roca. Lo eligieron a él, a Ceferino, el heredero. Llega a Buenos Aires y nada era como en sus pagos, ni las palabras ni las cosas, dice Manuel Gálvez.

Calfucura, dice la leyenda, había prohibido que sus súbditos adoptaran la escritura, ese invento del enemigo. Namuncura, su sucesor, encomendó que uno solo de sus hermanos la aprendiese para poder parlamentar con los militares blancos, pero Ceferino, el nieto en la derrota, aprende a leer y a escribir como si en eso se le fuera la vida. Si la casa de su abuelo era el desierto y la del padre la huida de los blancos, la suya parece ser los libros religiosos en la lengua del invasor.

Un niño nimbado por la salud precaria y el fervor divino, el que debió ser cacique, el heredero, el conductor de su pueblo, capturado como niño santo, indio profeta, para ser sacerdote y probar la grandeza salesiana.

Su padre, que había sido primero el terror de los blancos, se había rendido después por consejo de la iglesia católica, para convertirse en un hombre confundido e indefenso. En algún momento pareció sospechar que la educación que le daban los salesianos a su hijo era ya demasiada y mandó a su hermano y espía a visitar al niño en el colegio San Francisco de Sales, en Viedma, donde este estaba haciendo un curso preparatorio para entrar al seminario.

Si para matar al indio que había en él se necesitaba sumisión, para matar al sucesor de la Araucanía se necesitaba la burocracia católica. Dicen que el padre llega solo y sin intérprete y recorre las catorce instituciones salesianas de Capital Federal en las que el hijo se va escondiendo, refugiando o siendo llevado. Dicen que llegó hasta donde estaba el hijo y gritó Namuncura para que el hijo escuchara la voz de la sangre y que el hijo preguntó: ¿Qué, padre? y los sacerdotes entendieron no que hablaba con su padre, sino con el Dios padre.

Ceferino, el santo de la toldería, el lirio de las pampas, el de la vida perfecta. El que se aferró tanto a los catecismos que empezaron a considerarlo santo y terminaron llevándolo a ver al Papa, a la gran casa del dios de los blancos. El indiecito que pronto se enferma o agrava de la tuberculosis que ya tenía. El mismo que intentan repatriar, devolver a la tribu y al lugar donde nació y —para conservar la imagen de eficacia de las misiones— reemplazar por otro de ellos. Pero antes que eso suceda el Pequeño Pie de Piedra, el nieto del gran Calfucura, muere de tisis, solo, soltada la mano de todos, allá en un hospital extranjero.

Una maldición tehuelche dice: Cuando nos mates a todos, oh enemigo, cuídate del pájaro y del río, y del viento y del agua: eso también somos nosotros.

María Teresa Andruetto

Arroyo Cabral, Córdoba, Argentina (1954). Hija de un partisano piamontés que llegó a Argentina en 1948 y de una descendiente de piamonteses. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Córdoba en los años setenta. Después de una breve estancia en la Patagonia y de años de exilio interno, al finalizar la dictadura trabajó en un centro especializado en lectura y literatura destinada a niños y jóvenes. Formó parte de numerosos planes de lectura de su país, municipales, provinciales y nacionales, así como de equipos de capacitación a docentes en lectura y escritura creativa.

Ha hecho de la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino los ejes de su obra.

Su obra literaria incluye, entre otros títulos, Stefano (1997), Veladuras (2004), Lengua Madre (2010), La lectura, otra revolución (2014), No a mucha gente le gusta esta tranquilidad (2017) y Poesía reunida (2019).

Recibió el V Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil en 2009 y premio Hans Christian Andersen, el "Nobel de la Literatura Infantil", en 2012, entre otros.

María Teresa Andruetto
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