Ensayo
Junio 25, 2021 / Por Hugo Ernesto Hernández Carrasco
Hay quienes sostienen que el mar es un gran desierto, solamente por el hecho de no albergar algún elemento como el agua dulce, árboles o una superficie estable que nos pudieran garantizar —a los seres humanos—la supervivencia y, por tanto, un estadio permanente en su seno. En este sentido, el mar —como abstracción espacial—, o mejor dicho “la mar” como la llaman con cariño, a pesar de permanecer navegable en su superficie y accesible hasta cierta profundidad, es, dentro de su propia visibilidad, un misterio que en su conjunto ocupa el setenta y uno por ciento de nuestro planeta. Asumimos entonces a la mar desde una condición de obvio dominio, a pesar de que sólo hemos explorado un cinco por ciento de su masa. Por casi todos conocida, por pocos navegada, pues ¿cuántos de nosotros hemos recorrido grandes distancias dentro de ella? La mar sigue siendo esa extraña superficie sobre la que se ha decidido, y se sigue decidiendo, la suerte de civilizaciones, imperios y proyectos geopolíticos; el espacio imaginado sobre el que se han desenvuelto grandes obras de la literatura y el cine; y también el espacio concreto, el territorio y la geografía sobre la que un sinfín de historias reales han tenido diversos desenlaces: ahogamientos, búsqueda de tesoros, naufragios, casamientos, hitos deportivos. ¿Qué es la mar sino otro espacio común y aparentemente cotidiano dentro de nuestro imaginario? Esta podría ser una conclusión que hoy, mediada por el optimismo de la cercanía de los videos, las fotos o cualquier otra herramienta y experiencia, cualquiera asumiría sin ningún reparo. El problema reside en que, en tanto inexplorado y en tanto inacabadas sus posibilidades, la mar es quizá el lugar menos común de los lugares que se asoman dentro de nuestra imaginación. Una pequeña muestra de ello es El viejo y el mar (1951) de Ernest Hemingway, escritor del que no me detendré a dar sus más que conocidos datos biográficos, sino por el contrario, intentaré ahondar brevemente en los efectos de este maravilloso libro que demuestra, entre otras tantas cosas, cuánto se puede llevar al límite la belleza y la expresión a través de pequeñas ficciones que en cualquier bahía o playa resultarían rutinarios pero que, ahondando en su trasfondo, llegan a trastocar la percepción del propio lector y nuestra propia concepción de todo aquel universo circunscrito en el libro.
A casi setenta años —¡vaya cifra!— de su publicación, el libro envejece bien. Se sitúa como un referente, ya no digamos de la mar o de la figura de un pescador que, dicho sea de paso, trasciende la frontera de los siglos pues la pesca en la forma que la realiza el Santiago, el protagonista, es milenaria. Se sitúa como referente porque es un libro que trastoca los maniqueísmos clásicos de cualquier obra promedio. La forma en cómo se digiere el conflicto no es entre el clásico duelo protagonista-antagonista, incluso podríamos decir que la mar es protagonista y que, por el contrario, Santiago es el antagonista. Pero no, Hemingway no nos traza una clásica historia de colisión de voluntades plenamente humanas, como tampoco una historia donde el propio lenguaje es la parte central del relato, nada de eso, a decir verdad.
El viejo y el mar es y seguirá siendo una obra clásica de la literatura por diversos motivos. Uno de ellos reside por supuesto en su lenguaje: la manera tan sencilla y sensible que tiene para dibujar cuadros que a cualquiera podrían resultarle repetitivos o comunes, pues hoy hablar de estrellas o de océanos puede no provocarnos algún dejo de impresión pero que, desde la voz del propio protagonista y del narrador, se logran obtener varias secuencias de belleza, de reflexiones que nos orillan a cuestionarnos más allá de nuestras usuales fronteras éticas, más allá de los sentidos clásicos en torno a nuestra propia existencia, y en relación con la convivencia que tenemos respecto al resto de los seres y el propio cosmos. Basta, para tal efecto, revisar el siguiente fragmento de la obra en donde también se mezcla la reflexión del propio Santiago:
Ahora era de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó [Santiago] contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio y sabía que pronto estarían todas a la vista y que tendría consigo a todas sus amigas lejanas.
—El pez es también mi amigo —dijo en voz alta—. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegro que no tengamos que tratar de matar las estrellas.
Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar la luna, pensó. La luna se escapa. Pero, ¡imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar el sol! Nacimos con suerte, pensó.
Ahora bien, El viejo y el mar no sólo es un conjunto de cuadros descritos con sencillez y brevedad, es también un acercamiento virtuoso —sin ser grotesco— a la condición humana de la derrota. Observamos cómo Santiago procesa la soledad, las circunstancias, la precariedad, la fuerza de la naturaleza; ahí, desnudo ante la adversidad, obligado a un diálogo interno, a desechar el pecado como categoría primigenia para juzgar sus actos. Santiago se subordina paso a paso a sus posibilidades, asume la esperanza como un acto racional y necesario, suspendida por instantes por la fuerza de lo onírico, alimentada a veces por el poder del recuerdo, impulsada por el no menos importante poder de lo lúdico (el beisbol), impactada por la dualidad fortaleza-fragilidad que muestra durante todo el trayecto. Santiago es, en este sentido, un personaje sumamente humanizado, un espejo que nos hace cuestionar cuántas veces —con independencia de nuestra edad— nos llegamos a sentir viejos no en un sentido cronológico sino en una dirección distinta a la biológica: rebasados por nuestro desgaste o nuestra mala suerte, la falta de fuerzas o de previsión.
La humanidad del personaje llega a su cénit —quizá— cuando suelta la legendaria frase “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. En este sentido, el viejo, de haber existido, lo último que hubiera querido era la lástima de los lectores pues en su derrota hay una dignidad inaprensible que redirecciona y revalora la importancia de la meta hacia otro polo no menos importante: el viaje, la travesía misma, en la que además nunca se encuentra solo, pues queda decir que si algo se respira en apariencia es la soledad a la que está sujeta Santiago, pero que toda vez que se da cuenta, desecha tal idea tentadora en el siguiente fragmento que resulta conmovedor:
Miró sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.
Finalmente, queda reflexionar a partir de este fragmento, y en general de la obra, dos cuestiones. La primera, si dentro de la derrota podemos abrigar alguna clase de esperanza. Y la segunda, si en todo proceso estamos tan solos como solemos pensar, porque quizás, en sentido contrario, la vida nos circunda y acompaña a través de múltiples manifestaciones pasivas que ignoramos dentro de este viaje, con toda su belleza inmóvil, en completa calma y silencio.
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