Ensayo
Junio 22, 2021 / Por Miguel Ángel H. Rascón
Las dictaduras que dominaron gran parte de América Latina durante el siglo XX han sido motor de diversas obras literarias y artísticas. Sin duda, muchas de las características que dominaron estos periodos de represión en diferentes latitudes del continente fue esa sensación que rozó lo irreal y pesadillezco con lo irónico y rocambolesco de los diferentes escenarios de catástrofe. Como si un “realismo mágico” perverso se hiciera presente en la historia de las naciones americanas y se sacara a relucir lo peor del ser humano. Dictaduras han sido muchas y personajes pintorescos para retratar no han faltado: desde Guatemala hasta Colombia, en la década del cincuenta, haciendo escala en los andes peruanos y bolivianos en los años sesenta y terminando hasta la Patagonia chilena y argentina en los años setenta. Y si bien todos los golpistas y líderes militares se caracterizaron por ser de extrema derecha, lo cierto es que las revoluciones socialistas, como el caso de Cuba o Nicaragua, poco tienen que envidiarle en cuestiones de autoritarismo y represión a sus contrapartes ideológicas. México, por su parte y a pesar de sus negativas oficiales, no fue la excepción y la dictadura del partido hegemónico tuvo sus cuotas respecto de la persecución, desaparición y muerte a estudiantes y opositores. Ya sean de derecha o de izquierda, lo cierto es que desde mediados del siglo XX América Latina fue un enorme laboratorio para que organismos, frentes revolucionarios, guerrillas y agencias de inteligencia hicieran experimentos y practicaran las estratagemas geopolíticas de la Guerra Fría como si de un tablero de ajedrez se tratara. Documentos desclasificados y por desclasificar existen al por mayor y se menciona a la CIA y a los organismos soviéticos de entrometerse en los asuntos internos, de interpelar con acciones golpistas o levantamientos guerrilleros. Una enorme narrativa que se centra en gobiernos, presidentes, militares, guerrilleros, agencias y grupos subversivos que poca atención presta a los millones de civiles involucrados, al drama de las guerras fratricidas o al arduo camino de las posteriores reconciliaciones, tras una serie de heridas que lejos están de cicatrizar y, por el contrario, aún se sienten vivas en el corazón de los pueblos americanos.
Y si todos los pueblos y las naciones tuvieron un escenario de crueldad y miseria, lo cierto es que por ciertas características, donde sobresale un terrible ingenio para la perversidad y lo inhumano, la dictadura del general Augusto Pinochet, en Chile, se ha ganado un lugar especialmente réprobo en la memoria del continente. Una herida abierta que estremece a todo aquel que vuelca sus ojos en ella y que mira ese inmenso abismo, saturado de crueldad e injusticia, que se perpetuó entre los años 1973 y 1990. Mucho se ha escrito alrededor de este oscuro periodo y sin duda ha sido un leitmotive muy poderoso para la literatura, la dramaturgia, el cine, la música y las artes plásticas. Y es que sorprende a sobremanera, pues los sucesos, que parecen fuera de la realidad, aun conmueven y horrorizan a cualquiera. Y si aquello que llamó Alejo Carpentier “lo real maravilloso” de América tuviera una antítesis, sin duda estaría alrededor de todo el dolor y la miseria que representan la Venda Sexy o Villa Grimaldi, sólo por mencionar los centros de detención, tortura y desaparición más famosos del régimen de Pinochet.
La actriz, escritora y dramaturga Nona Fernández publicó, en 2016, La dimensión desconocida, una novela que mezcla metaficción y literatura documental para reconstruir la realidad de ese oscuro periodo en la historia chilena, por medio de la sensación de irrealidad que producen los hechos verídicos que tienen lugar en el espacio y tiempo narrativo. Una dimensión desconocida, como la de aquel popular programa estadounidense de televisión de los años sesenta que se retransmitía en los televisores de cada hogar chileno a la misma hora en que los detenidos eran torturados y las mujeres eran abusadas sexualmente con canes entrenados. Una dimensión desconocida a la que se entraba para no salir jamás, simplemente se desaparecía. Una dimensión desconocida donde cualquier persona podía ser un informante, un vigilante, un acusador; donde una casa cualquiera, en un vecindario cualquiera, podía contener en su interior un infierno escondido a la vista de todos. La autora superpone magistralmente los documentos hemerográficos, los archivos desclasificados, textos periodísticos, los testimonios de las víctimas y de los victimarios para reconstruir sus propias memorias, su propio testimonio, que es al mismo tiempo una fragmento de la memoria histórica de Chile. Es una metaficción autorreferencial, sí, que explora la periferia de la autora para comprender su intimidad, pero que trasciende a la colectividad. Es una fuerza centrípeta que atrae hacia adentro los artefactos discursivos y los múltiples textos que componen este fragmento de memoria, que se vuelve centrífuga en un momento para visibilizar los hechos y regresar al interior nuevamente. Porque la relación intimista que hace la autora de los acontecimientos no son ajenos al exterior y viceversa, por el contrario, resultan muy estrechos y están en constante diálogo. En el nivel estilístico domina una retórica de sinécdoque, señalando todo el horror en su totalidad por medio de sus pequeños fragmentos, anécdotas terribles, recortes, reconstrucciones, entrevistas y testimonios al tiempo que esas mínimas partes son suficientes para nombrar un todo. Una sinécdoque ironizada, porque por un momento todos esos fragmentos que componen al todo parecen tan descabellados que podría pensarse que todo es una mentira. Sin embargo, la obra expone al monstruoso aparato criminal sin rostro que puso a chilenos contra chilenos, a familias contra familias, a víctimas y victimarios en una ruleta donde las zonas grises se desdibujan en complicados claroscuros. Ese quizás es el principal acierto de Nona Fernández: el de no ponerse en el papel de víctima ni del lado de éstas en un maniqueísmo desgastado y predecible, sino que asume el papel de espectadora de una realidad más compleja e incompleta que solo está presente en esos pequeños fragmentos que tratan de reconstruir la realidad. Pero, ¿cómo se puede reconstruir la realidad por medio de la metaficción? Sin duda una serie de dispositivos discursivos en los que intervienen elementos con valor sígnico que se interpelan y dialogan en medio de fronteras y límites muy poco claros. Los testimonios de victimarios y víctimas, así como los documentos oficiales, historiográficos y periodísticos delimitan las fronteras entre la realidad y la ficción, ya que la única forma de ver de frente a ese monstruoso pasado parece ser el de asimilarlo con una ficción increíble, que no debió existir siquiera, y al mismo tiempo verlo como una verdad que supera todas las ficciones y que no debe, por ningún motivo, repetirse jamás.
La autora menciona en una entrevista que la novela no es para el gusto de muchos lectores y ciertamente sirve para perturbar a la audiencia, y lo consigue, pero no con un afán morboso, por el contrario: la misma escritora abre su corazón y su mente para llevarnos a los escenarios donde germinan sus propias pesadillas, esa dimensión desconocida particular de cada persona. Y la catarsis final, como en cualquier exploración a esos rincones oscuros de la memoria y el pensamiento, sirve sólo para enfrentar esas verdades y exorcizar a los demonios, y ¿ser libre? Ciertamente ese es el mayor acierto de la novela, que deja ese estado consonante de incertidumbre ante la vida. Una novela que intenta reconstruir la memoria de la nación chilena, sí, cuya herida sigue abierta y doliente, también, pero que, sin hacer una apología a los victimarios, trata de escudriñar en los horrores para tratar de comprender y reconciliar esa terrible realidad con las víctimas, para alcanzar esa catarsis. ¿Lo logra? Solo la sociedad chilena podría emitir un juicio así. Uno como lector, distante y lejano, solo puede conmoverse.
Músico y escritor. Doctorante de Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Autor de dos libros de narrativa y uno sobre ciencias de la administración. Coordinador Editorial en la UVP.
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