Ensayo

¡Sepultados!

¡Sepultados!

Mayo 20, 2022 / Por Salvador Quevedo y Zubieta

(Nota introductoria de Miguel Ángel H. Rascón)

 

Sepulcro de escritores

(Segunda parte)

(La primera parte de este cuento de Salvador Quevedo y Zubieta puede leerse aquí)

 

La obra de Salvador Quevedo y Zubieta no fue tan mal acogida en España y Francia, lugares donde publicó durante uno de sus exilios (1883-1885). Cabe destacar que tuvo apoyos de periódicos importantes como El Día, El Cantábrico y La Atalaya, entre otros, donde se publicaban, de manera regular, textos que conformarían sus obras Recuerdos de un Emigrado (1883) y Un año en Londres (1885).

El sábado 18 de abril de 1896 se reseñó por primera vez en México el cuento del señor Quevedo y Zubieta, 15 años después de su publicación, cuando éste ya gozaba de favores políticos como cónsul de México en España y de la estima del Gral. Porfirio Díaz, quien encontró una herramienta política muy útil en los escritos que el jalisciense había redactado contra Manuel González años antes. Quizás el dictador vio una utilidad en la mordaz pluma del escritor, quien para ese momento gozaba de enorme estima en España y Francia como ejemplo de “literatura mexicana”. En dicha reseña, la de 1896, escrita por “El Portero del Liceo Británico”, un pseudónimo que resulta difícil de escudriñar, se menciona lo original de la obra de Quevedo y Zubieta y de su influencia marcada por los estilos franceses.

 

Este escritor se educó en la escuela francesa que sucedió á los apasionados entusiasmos del romanticismo, en esa literatura descreída, byroniana, que viendo rotos todos los ídolos del pasado y evaporados todos sus ideales, sólo puedo exhalar amargos reproches, sarcasmos y censuras: pero conservó lo que jamás perderá el arte francés, su inagotable fecundidad, su originalidad, su espíritu cintilante y sus formas helénicas.

Y mucho de esto hay en el estilo del Sr. Quevedo y Zubieta, escritor enteramente francés en su esencia y en sus líneas exteriores: era precioso, puesto que se amamantó con libros franceses y en Francia hizo y terminó su carrera profesional.

Sin embargo, en los trabajos literarios y científicos de este literato no hay la menor sombra de exotismo: el lenguaje es correcto, gramatical, recortado por un patrón académico sin una falta de sintaxis, sin un galicismo de esos que abundan en la literatura azul imperante. Sólo la línea, el giro elegante, la frase breve y aguda conserva este autor del medio-ambiente en que se formó.

¡SEPULTADOS! es un cuento enteramente francés: su argumento recuerda el admirable artículo de Victor Hugo intitulado “Imbert Gaulois” y es también el tema mil veces parafraseado del bohemio joven que gasta su juventud pobre y miserable en una obra literaria, musical ó artistica, y que no logra alcanzar publicidad, ni gloria ni fortuna, y muere en un hospital ó en una bohardilla olvidado y desconocido. (El Siglo Diez y Nueve, sábado 18 de abril de 1896)

 

En la última entrega de esta serie se transcribe de forma íntegra el artículo “Veinte Escritores de Jalisco” publicado en El Siglo Diez y Nueve, para abrir la puerta a otro autor desconocido, cuyo nombre surge de entre los muertos y del que vale la pena investigar y desenterrar. 

 

 

¡Sepultados!

 

El joven no respondió. Se contentó con desatar el manuscrito, acercándose abierto a los ojos del editor, como una provocación a la lectura.

 

***

 

¿Y lo leyó Teigne? No: los editores dignos de ese nombre, no leen jamás. El manuscrito quedó depositado en la librería de Teigne, juntamente con muchos cartapacios que esperaban el examen. Meses y años transcurrieron. Durante largo tiempo, Juan Zurdo no dejó pasar una semana sin ir a preguntar a la librería de Teigne qué suerte final corría su manuscrito..

—Vuelva dentro de ocho días, se le contestaba.

Era un dependiente de la librería quien daba a Zurdo esta respuesta. Se le impedía el paso al gabinete del editor. Ya próximo a desesperar, viendo un dia en la calle, dibujarse a lo lejos la terrible silueta de Teigne, apretó el paso y le alcanzó:

—¡Señor Teign, señor Teigne! ¿Qué sucede con mi manuscrito? —El editor se detuvo.

—¡Ah! es usted, es usted! —Pero no se acordaba dónde había visto a aquel joven.

Zurdo trató de refrescarle la memoria. No bien había empezado a hablar, cuando un conocido del editor pasó por la acera de enfrente. Era un escritor en voga, autor de un libro de escándalo, reforzado con tres duelos. Teigne le vio

—¡Ah! ¡Mi querido maestro! —exclamó corriendo hacia él. Apenas si se dignó volverse un momento hacia Zurdo, diciéndole:

—Vaya vd. a verme a casa: ya hablaremos de eso. —Agobiado, llena su grande alma de amargura, mi amigo Juan Zurdo partió a su país. Un día, cinco o seis meses después de su partida, llega a nuestro hotel una carta-télégramme abierta, dirigida a Zurdo. Me la entregan a mí, porque él me había comisionado para recibir y enviar sus cartas.

 

“Venga usted pronto, decía el telegrama; urge que nos entendamos acerca de su libro.”

 

Al pie de estas líneas, ví el nombre del editor Teigne, hijo. “Mi padre, Teigne I, había muerto recientemente”. Inmediatamente fuí a casa del editor para hacerle saber la ausencia sin esperanza de regreso, de mi amigo. El hijo de Teigne me habló, visiblemente conmovido.

—¡Qué desgracia! —me dijo—. Mi pobre padre ha hecho mal de haber desdeñado ese manuscrito.... ¡una obra maestra! Y lo más triste es que el original ha sufrido fuertes deterioros. Se le había colocado últimamente en un rincón húmedo, entre papeles de desecho. Algunas hojas se han desprendido y extraviado, otras se han maltratado hasta el punto de hacerse ilegibles. Poco faltó para que el manuscrito no fuese al cesto de papeles viejos destinados a la venta al peso. Por una mera casualidad, lo he tomado yo cuando iban a botarlo. Me llamó poderosamente la atención desde sus primeras páginas. Lo he leído en todo lo que queda legible… Es soberbio. Ahí está la fórmula del porvenir. Me ha parecido ver en él despuntar la literatura del siglo XX: el procedimiento ecléctico que toma a cada escuela de este siglo lo que tiene de bueno, ¡y funde los géneros en una gran unidad...! Es preciso publicarlo: será el honor de mi casa… Pero ante todo, habrá necesidad de que el Sr. Zurdo llene los huecos y reconstruya los trozos desvanecidos...

Le di a Teigne la dirección de mi amigo. Él le escribió al punto. Se trataba de saber si sería preciso enviar el maltrecho-manuscrito al autor o si éste volvería a París para ocuparse de él. Al mismo tiempo, se le hicieron propuestas magníficas. Por mi parte, yo también le escribí.

Pero esperamos en vano la contestación. ¿Qué había sucedido al pobre Zurdo? Planteábame yo a mí mismo esa cuestión sin encontrarle solución posible, cuando H…, otro guatemalteco del barrio latino, camarada mío también, me dió parte de que estaba en vísperas de partir a su país. Confié á H… la misión de descubrir el paradero de su compatriota. El editor también le dió sus instrucciones. Y él se comprometió solemnemente a buscar a Juan Zurdo por montes y llanos. Cuatro meses después recibí una carta de H.... en que me comunicaba haber encontrado a Zurdo. En calidad de misionero concienzudo, me detalla el encuentro:

 “Nuestro amigo Zurdo ya no está en Guatemala —decía la carta de H....—. Se ha retirado a México y vive dedicado a la agricultura en una pequeña hacienda del Estado de Chiapas, propiedad de un pariente suyo. Fiel á mi promesa de encontrarle a todo trance y de hablarle, emprendí un viaje difícil al lugar indicado, una haciendita que se pierde en una inmensa comarca despoblada, como un oasis en el desierto. Llegué al lugar en una hermosa mañana, y pregunté por Juan Zurdo. —Está en la labor —se me respondió. Me dirijo hacia un campo en barbecho. Me indican un hombre que ara, blandiendo la púa con la mano izquierda. Era Zurdo. ¡Qué inconocible está! Vestido de gamuza, con la cabeza hundida en su sombrero ancho, el antiguo parisiense no difería sensiblemente de los otros campesinos que trabajaban en la labor. Le saludo, tratando de disimular mi asombro por su transformación. ¡Qué aire tan bestia tiene el pobre camarada! Le doy cuenta de mi misión. Le hablo de la edición de su obra maestra, depositada tres años atrás, en la librería de Teigne. Le doy a conocer las magníficas proposiciones que se le hacen; le interrogó sobre lo que decide para el efecto de rehacer las partes extraviadas o borradas. Zurdo mueve la cabeza bosquejando gesticulaciones estúpidas. Y al fin me responde: Ya no sé escribir. No he podido, por más que he hecho, arrancarle otra respuesta. Es hombre al agua, el pobre Zurdo. Yo no creía que tan poco tiempo bastará para volver á un hombre tan imbécil.”

Es lo que decía la carta de H… Al leerla, añadió tristemente el de la cabellera, he exclamado para mí: ¡un genio más a la fosa! Y ese sí que no saldrá vivo.

—¡Ay! señores; el mundo está lleno de estas inteligencias que expiran y se pudren en el interior de los cuerpos. Mirad en torno vuestro esos mozos de café ó de cuerda, esos harapientos, esos bestias. Hay entre ellos algunos que tienen frentes soberbias, cráneos de atrevida bóveda. ¿Podéis mirarlos sin compasión? A no ser por ciertas circunstancias adversas, ¿creeis que sus poderosos cerebros no habrían producido tanto como Voltaire, como Hugo, como Zola? En cuanto a mí, yo me estremezco al verles: me parece ver en ellos los ambulantes ataúdes de los sepultados. Y he ahí lo que dijo en una sombría noche de invierno, el hombre de larga cabellera y aspecto grave. ¡Mis pobres versos! ¿Llegarán sus ojos a fijarse en vosotros un momento? ¡Vibrad, vibrad, mis tristes armonías, si se conmueve su alma al recorrerlos! El templo estaba silencioso, augusto; una lámpara ardía al pié del Redentor Crucificado, con luz que por momentos se extinguía… Tus ojos con mis ojos se encontraron; se unieron nuestra: almas y de Dios soberano ante la imágen quedaron para siempre desposadas.

Salvador Quevedo y Zubieta

Salvador Quevedo y Zubieta
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