Espuma de los días
Febrero 19, 2021 / Por Jesús Bonilla Fernández
Como todas las novelas de Thomas Bernhard, Sí (1978) es un relato espeluznante. Su obsesiva trama está entrelazada por la constante desesperación de la enfermedad, la locura, la muerte y el suicidio. Enfermedad y locura, muerte y suicidio, si bien símiles, para este autor de ninguna manera iguales. Aparte de éstos, en la narrativa del escritor austriaco existen dos elementos más que pueden, literalmente, darse por perdidos: el amor y el miedo.
En esto último podríamos encontrar, si nos lo propusiéramos, el motivo de la enorme atracción de la obra de Bernhard. La desapariencia de estos dos elementos aludidos es un hecho real en la vida moderna. Su narrativa, en este sentido, es evidente e intencional: más que el miedo, el progreso trastorna y hace insoportables las relaciones interpersonales. El progreso científico, en concreto, provoca la desaparición de las contenciones humanizantes por la ausencia de entidades, internas y externas a la persona, desconocidas y por lo tanto temibles.
No obstante, para un escritor aguzadamente crítico y obstinado, como lo fue Bernhard, más que en las enfermedades del progreso el hombre se debate entre éste y la brutalidad de la gente idiotizada por la naturaleza, el trueno, el rayo, la tempestad en sí, las pasiones y la ignorancia. Quizás el verdadero atractivo de la lectura de Bernhard sea la descripción del fenómeno irresoluto del desfase temporal —no me refiero a un momento sino al tiempo perenne— entre progreso y atraso, por llamarle de alguna manera.
Thomas Bernhard, plasmando dicha irresolución, rompe con la materializada espiral dialéctica que resolvía cualquier contradicción para alivio del hombre.
En Sí (Ja), relato publicado en 1978, Bernhard ubica a sus personajes, como gustó hacerlo, en una fría comarca austriaca donde la brutalidad de sus habitantes asfixia. Sí son las notas desesperadas del anónimo personaje cuya historia mantiene nexos indisolubles con la propia existencia del autor Bernhard (Schopenhauer y Schumann, por ejemplo) quien, por lo demás, utilizó obstinadamente este recurso para imprimir en su perorata el énfasis realista necesario como sustento de la proyección metafísica de sus personajes.
El protagonista, si podemos llamarle así, devela su rostro interno ante el corredor de bienes raíces, Moritz. Dice su enfermedad —que no es otra cosa la intención de Bernhard: decir— para no enloquecer y descubre que no tendrá salvación si ésta no es el suicidio. Devela su enfermedad ante un Moritz sorprendido por su sinceridad, su enfermedad intelectual, el aislamiento total que lo ha conducido a su propia catástrofe, que a la vez retroalimenta su falta de contacto con el mundo.
El discurso develador del autor de las notas es interrumpido por la llegada de los Suizos —mejor dicho, el Suizo y la Persa— a la casa del corredor de bienes. Habían llegado también a la comarca a construir su casa, su última morada, sólida y aislada como una central eléctrica, especialidad del Suizo. Su aparición funciona como alivio temporal para el protagonista. Hasta cierto punto, la llegada de los extranjeros despierta la esperanza de su curación. Así puede volver de nuevo a su Schopenhauer y escuchar a su Schumann, también caros autores de la Persa.
Las afinidades del protagonista y ella no se reducen a eso. Pasean bajo la lluvia en el bosque de alerces, donde ella devela a él su enfermedad, su rostro interior sin miramientos, como él lo había hecho antes con Moritz. Los dos habían estado destinados al fracaso, cada uno a su modo, y el fracaso tendría la trascendencia metafísica que, como su enfermedad, los llevaría irremediablemente a la autoeliminación.
Las mismas afinidades, la misma enfermedad, las mismas afirmaciones conducen al alejamiento de los seres que se creyeron salvados. Tiempo después la Persa termina con el proceso que había comenzado años atrás: después de tomar té caliente en un restaurante se avienta al paso de un camión cargado de cemento. El protagonista, autor de las notas reiterativamente neuróticas de quien describe su propia destrucción, recuerda que en uno de los paseos por el bosque de alerces le había preguntado a ella, “sin la menor consideración”, si algún día se mataría. La Persa sólo se había reído y contestó que Sí.
Las obras de Thomas Bernhard, consideran algunos críticos, son una provocación, son una invitación al suicidio. Este pensamiento (el del suicidio) siempre estaba en él, según comenta el propio escritor, quien además consideraba que sólo la curiosidad lo mantenía con vida, pues la razón ni nada parecido al intelecto impedían el suicidio. Se hace o no se hace, eso es todo, decía. Invitado a declarar que no se suicidaría, comentó: “Existen sistemas fantásticos en los que se cree que se ha erigido algo definitivo, enorme, y un instante después ya no queda nada de ello. Una construcción de cemento no es sino un castillo de naipes. Basta que llegue la ráfaga precisa”.
¿Sí? Volvamos, para finalizar, al tema de la irresolución. Para Claudio Magris ésta probablemente sea una tradición de la vieja Austria. El Danubio es un río austriaco —dice—, y austriaca es la desconfianza en la historia, que resuelve las contradicciones eliminándolas, en síntesis que supera y anula los términos en juego, en el futuro que se aproxima a la muerte.
ALCOHOLES
La poesía es una experiencia dialéctica. Necesita de su “fango” tanto como de las más altas aspiraciones.
Yves Bonnefoy.
Mi cerebro ha pasado a la imprenta.
El pintor Strauch en Helada, de Thomas Bernhard.
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