Káos
Diciembre 24, 2024 / Por Antonio Bello Quiroz
El comienzo de todos los saberes es la admiración ante el hecho de que las cosas sean como son.
Aristóteles (Ética para Nicodemo)
La admiración es el pegamento de lo humano. La admiración opera de sostén en el amor y en la amistad. La admiración es la primera de las pasiones que señala René Descartes en su Tratado de las pasiones. La más humana y primaria de las pasiones es la admiración que, junto al asombro y la estupefacción, son colocadas por Platón en el origen de la filosofía. Con la admiración, dice el filósofo griego, nuestros ojos se hacen partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste. Como los ojos del recién nacido ante el mundo.
Ninguna de las tres instancias señaladas por Platón están desligadas: emparentada con el asombro, la admiración deja estupefacto a quien la vive, lo deja asombrado ante el espectáculo del mundo. En este sentido, Aristóteles nos enseña que la admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de aquello que les sorprendía por extraño, dice, los hombres avanzaron poco a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo.
Al estado de asombro en que nos sume la admiración, sin embargo, pronto le sucede la duda. Con la duda, la admiración se pone en suspenso. La duda es efecto de sospecha sobre lo que se admira; es una puesta en evidencia del engaño que se supone conlleva toda admiración, dado que se trata, a decir de Descartes, de una percepción y no de un hecho de razón. El cogito cartesiano (“pienso, luego soy”) introduce inevitablemente la duda metódica, la duda como método, como la fuente del examen crítico de todo conocimiento; la duda se pone como condición metódica al pensamiento, desterrando así a la admiración. Si el origen del filosofar reside en la admiración, que no tiene límites, que se mueve en el mar de los excesos, y a ésta se le impone la duda, entonces el filosofar no puede conducir sino a la conciencia de estar perdido, fuera de lugar. El filosofar sería siempre un retorno al origen, a la causa; y lo que se encuentra en la raíz, en la causa, es precisamente la admiración. A los que se sostienen en la admiración les llaman locos. A quien practica la contemplación, se le aísla y discrimina.
Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del ser. Descartes, por su parte, buscaba la certeza imperiosa en medio de la serie sin fin de lo incierto, busca aquello que no tuviera lugar a duda, lo que esté alejado de la ilusión, aquello que excluiría la admiración. ¡Pobre de la humanidad sin admiración, sin pasión!
Sin embargo, la admiración, en tanto que se mueve sin-límites, como corresponde a toda pasión, deviene en algo de lo que hay que sospechar (dudar). La admiración también tiene su genio maligno y se presenta a partir de la duda. Pero no ocurre así, hay quienes se aferraron a vivir en la admiración. Los Estoicos, por ejemplo, buscaban, en medio de los dolores de la existencia, la paz del alma. Esperaban acoplarse a lo que dejaba en suspenso el juicio y que era asequible sólo por la vía de la admiración. Rehuían de la sospecha.
Cada pasión, cada uno de los estados de turbación humana, tiene su verdad, su más allá de la razón y está marcada por el exceso. Cada época viste de diversas maneras a las pasiones. Cada revestimiento tiene como finalidad determinar el lugar de la verdad (la Razón) y desde ahí sostener un discurso dominante de las pasiones.
Sin embargo, dentro de las seis pasiones cartesianas (la admiración, el amor, el odio, la alegría, la tristeza y el deseo), quizá sea la admiración, que se expresa en el arrobamiento y el pasmo ante el espectáculo del mundo, lo que nos hace retener el aliento, lo que nos tienta a sustraernos de la razón, y nos incita a caer presos de los hechizos de una metafísica o nos sumerge en el mar de la creación.
El discurso de la ciencia ha buscado limitar la admiración, lo sin-límites, para “hacer entrar en razón” al mundo. La ciencia avanza a partir de limitar las pasiones, deshace el hechizo que produce la admiración. Pero la admiración es terca y no se permite descanso, se vale incluso de las certezas que el saber científico produce para recrearse, es decir, en el mundo de la ciencia, incluso en la llamada ciencia dura, la admiración juega su papel.
Para terminar, demos el lugar que se debe a Descartes al abordar las pasiones y en particular la admiración en su último libro, publicado en 1649, cuando el inventor del cogito aun contaba con vida (murió en 1654), Las pasiones del alma.
Analizándolo detenidamente, podemos observar que este libro está sostenido por la lógica de las cuatro normas de su método: en tres partes y doscientos doce artículos se efectúa una exhaustiva sistematización de las pasiones. Resulta interesante, en primer término, considerar la definición de pasión en el pensador francés, y las seis pasiones fundamentales de las cuales, según su opinión, derivan todas las demás: “las pasiones del alma pueden definirse en general como percepciones, sentimientos o emociones que se refieren particularmente a ella, que son causadas, mantenidas por algún movimiento de los espíritus […] en todas las pasiones tiene lugar una agitación particular de los espíritus que provienen del corazón”.
Para Descartes, el alma es concebida como la “sede” de los actos emotivos, de los afectos, sentimientos, cuyo sitio, a su vez, es el corazón; mientras que el espíritu es definido como la “sede” de ciertos actos racionales, que permiten formular juicios objetivos. Alma versus Espíritu. En el apartado XL se pregunta: “¿Cuál es el principal efecto de las pasiones?”, y plantea que éstas “incitan y predisponen su alma (de los hombres) a querer las cosas para las que preparan su cuerpo, de suerte que el sentimiento del miedo incita a querer huir, el del arrojo a querer combatir, y lo mismo los demás”.
Deja en claro además que “nuestras pasiones tampoco pueden excitarse directamente ni suprimirse por la acción de nuestra voluntad”. Se insiste una y otra vez que las pasiones son en todo algo que se emparenta con el exceso.
Descartes definirá a la admiración como “una sorpresa súbita del alma, que hace que se dirija a considerar con atención los objetos que le parecen infrecuentes y extraordinarios”, lo contrario de la admiración es el hábito.
Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.
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