Tinta insomne

Obsolescencia y responsabilidad

Obsolescencia y responsabilidad

Diciembre 11, 2020 / Por Fabiola Morales Gasca

Hace años, lo más memorable de las épocas navideñas era abrir la caja de las luces para el árbol, desempolvarlas, encenderlas e ir revisando uno por uno los focos de la serie. A las que no servían se les quitaba la piña (figura que envolvía al foco) y el fundido era reemplazado con uno nuevo. Era común que estas series fallaran después de ser usadas la navidad anterior y luego almacenadas. Había ocasiones en que más de la mitad fallaba, pero siempre había manera de recuperarlas y que sirvieran durante varios años. De hecho, había establecimientos que se dedicaban exclusivamente a reparar estas series, aunque también se podía hacer en casa. Nosotros siempre lo hacíamos, lo que a veces atrasaba la decoración del hogar. Tiempo después surgieron las series de leds y los árboles de navidad de fibra óptica. Si la serie no servía, simplemente se desechaba y se compraba una nueva a muy bajo costo. Esto hizo más práctico adornar las casas con cientos de luces pero con ello se fue parte de la diversión y la posibilidad de arreglar cosas aún útiles.

Nuestra época de neoliberalismo devorador nos permea de artículos prácticos como las series de navidad y, de paso, todas nuestras compras, el trabajo, los valores y hasta el amor. Bienvenidos al reino de lo líquido, lo deleznable, lo que se evapora una vez satisfecho el deseo y el gusto. Bienvenidos a la obsolescencia programada de nuestra compras, de nuestros sentimientos, de lo que somos o creemos ser. El sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman aborda estos arduos tiempos y su condición humana en lo que denomina Modernidad líquida. La posmodernidad nos ha diluido cualquier sentido de comunidad o pertenencia social y nos ha regalado una marcada individualidad en pos del progreso.
Contrario a lo que se pensaba en los siglos anteriores respecto a que el avance tecnológico traería bonanza para toda la humanidad, hoy se observa que a pesar de que el ser humano tiene posibilidades reales de ser feliz e independiente, es cada vez más infeliz y dependiente. ¿La razón? De acuerdo con el análisis de Bauman, la ciencia y la tecnología, así como también en la política, la economía, el intercambio cultural, la apertura de mercados, la globalización han llevado al ser humano a alejarse de aquello con lo que se mantenía unido: la sociedad. Hemos pasado de una sociedad sólida a una sociedad líquida, maleable, escurridiza, que fluye en medio de un capitalismo liviano.

Hombres y mujeres de este siglo nos vemos sumergidos en una sociedad consumista que cada vez más busca la satisfacción en el menor tiempo posible. La sopa en cinco minutos, la pizza en quince, carreras profesionales en pocos meses, aprender idiomas en pocos días u horas, todas las compras disponibles en la palma de la mano con un solo click. En ninguna época se había logrado alcanzar los sueños en tan poco tiempo. La posibilidad de crearnos y recrearnos una y otra vez es tan fácil. Mudar de piel, comprar una nueva y deshacernos de la que nos estorba jamás había sido tan sencillo. Las personas inteligentes, la notarias, las felices —quizás deberíamos añadir, las que poseen altos recursos económicos— rompen la rutina, las reglas, se lanzan al precipicio y caen de pie sin ningún rasguño. Estamos en la época de “la satisfacción instantánea, los resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas infalibles, los seguros contra todo riesgo y las garantías de devolución del dinero.” Todo es cuestión de dar click, de otorgar nuestra tarjeta de crédito y dedicarnos a ser totalmente felices.

La promesa de adquirirlo todo con el menor esfuerzo ha enganchado a nuestras generaciones. Adquirir conocimiento sin leer, aprender idiomas sin practicar, tener un excelente cuerpo sin ejercitarse, tener un bello árbol de navidad y una larga cadena de etcéteras es lo actual. Hasta el amor está apto para el mercado. Aprender el arte de amar, uno de los mayores rasgos de madurez personal y que es fruto del aprendizaje, como lo declaró el filósofo humanista Erich Fromm, es ofrecido como mercancía. Amar sin sufrir rechazo, sin ser lastimado, sin molestarse, es también común en esta modernidad líquida. Todo es susceptible de adquisición y deshecho a la menor provocación o cuando ya cumplió su objetivo, ni más ni menos que la pura satisfacción personal.

Nunca antes se han producido tantos productos y se ha tenido en menor valía las relaciones sociales y personales. La seriedad, honestidad, sinceridad, trabajo y paciencia de las personas sostenían al mundo en una piedra angular. Hoy el neoliberalismo nos señala que todo lo que permanece sostenido por su propio peso o que es inmutable nos estorba, está de más, porque no nos deja fluir. Hoy hasta suponemos que la permanencia de una persona en un trabajo, en una relación o en una casa es debido a la incapacidad de progresar. Tener una profesión implica actualizarse con cursos, talleres, diplomados y una serie interminable de nuevos aprendizajes a adquirir. Tener una casa, un auto, implica una constante mejora o en el mejor de los casos, si la economía lo permite, adquirir algo más grande o nuevo. Lo mismo va para las relaciones. Nunca antes la palabra ha valido menos que un puñado de aire. Hace algunos años, quiero pensar que no muchos, tener palabra, dar la palabra o empeñarla era cuestión de honor. Durante generaciones, el que una persona diera su palabra era sinónimo de cumplimiento ante lo dicho y valía más que todo el oro o los bienes que se pudieran poseer, porque en ello se iba toda la credibilidad de la persona misma. Hoy la amabilidad —la capacidad de relacionarnos con los otros fundada en el respeto, el afecto y benevolencia—y la honestidad están de sobra. La palabra nos sobra porque nos inundan las mercancías y nos gobiernan nuestros propios deseos. Si nos soltamos de aquello nos ata, podemos “fluir libres” y adquirir lo “nuevo”.

Pero aquello fácil que prometió el neoliberalismo ha resultado caro. La breve duración en los objetos, y mucho más breve la vida de los deseos de los compradores que, como niños con juguete nuevo, están satisfechos mientras llega el nuevo reemplazo del objeto anhelado. Rendirse a los propios deseos es algo que el capitalismo ha logrado explotar de la naturaleza humana para su propio beneficio, hasta llegar al monstruo actual del neoliberalismo. Estamos inundados de computadoras, celulares, automóviles —y si se me permite enunciarlo, corazones— que funcionan relativamente bien y van a una enorme pila de desechos sólo porque versiones nuevas y mejoradas llegan al mercado. Vamos dejando un rastro de deshechos que están afectando a la sociedad y la naturaleza, ya de por sí dañada durante la creación de esos mismo productos que fácil se eliminan.

¿Qué pasaría si pudiéramos reparar lo que creemos que ya no sirve? O mejor aún, ¿qué pasaría si en lugar de tirar o cambiar el celular dos o tres veces al año, lo cuidamos y conservamos? ¿Qué ocurriría si regresamos al antiguo sistema de cortesía de saludar a los vecinos, de tomarnos tiempo para escucharlos y de fortalecer nuestras redes familiares y de amistad? ¿No sería esto mejor que tener miles de amigos en Facebook y tener banales conversaciones con gente que ni siquiera conocemos físicamente? Nuestra sociedad actual debe de construirse con relaciones plenas y satisfactorias, con estrategias fieles y productos durables que vayan a contracorriente con el modelo económico actual. ¿No es mejor reparar algo que ha estado con nosotros largo tiempo que comprar algo que está programado para desecharse pronto?
Zygmunt Bauman, Byung Chul Han y varios filósofos actuales nos advierten de los peligros de la “satisfacción instantánea”, de la liquidez de nuestros tiempos, la individualización y rapidez de nuestro reloj. La sensación de soledad que rodea al hombre se debe a mucho de esas dinámicas que nos impiden establecer relaciones solidas. Se ha observado en diversos estudios que los países desarrollados y con gran capacidad económica no son necesariamente sociedades felices, evidencia clara de que la felicidad no tiene nada que ver con la abundancia y posesión de objetos. La satisfacción de tomarnos tiempo para disfrutar las cosas, de reparar, de escuchar y dilatar lo más posible el tiempo son alternativas válidas para hallar certidumbre en este caótico mundo de “instantes placenteros”. La responsabilidad es un elemento clave para hallar la felicidad en medio del neoliberalismo.

Las series de navidad tardaban algunos días en repararse, eso traía frustración por no tener la casa llena de luz y color, pero cuando llegaban a casa con las luces arregladas, no sólo había luz en la casa, sino en el corazón que se complacía con lo reparado. A la espera de lo ya conocido se ampliaba la sonrisa y se iluminaba el corazón, como en este momento con los recuerdos. La responsabilidad social, ecológica y afectiva nos puede traer el resplandor y la felicidad que tanto se ansía en esta época de productos frágiles y de incertidumbre. Ya Emmanuel Lèvinas, en su libro Ética e infinito, nos decía “La responsabilidad es lo que de manera exclusiva me incumbe y que, humanamente no puedo rechazar”.

Fabiola Morales Gasca

Fabiola Morales Gasca Licenciada en Informática por el Instituto Tecnológico de Puebla. Egresada de talleres literarios en la Casa del Escritor y la Escuela de Escritores. Terminó el Diplomado en Creación Literaria en la SOGEM-IMACP de Puebla. Maestra en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana. Autora de los poemarios “Para tardes de Lluvia y de Nostalgia” 2014 y “Crónicas sobre Mar, Tierra y Aire” 2016 Editorial BUAP. Libros infantiles “Frasquito de cuentos” y “Confeti” 2017, BUAP y Libro de minificciones “El mar a través del caracol” Editorial El puente 2017. El niño que le encantaban los colores y no le gustaban las letras 2018. Luciérnagas 2020. Participante de varias antologías en España, Paraguay, Chile, Colombia y México. Lectora voraz y escritora incansable.

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