Ubú
Julio 30, 2021 / Por Ismael Ledesma Mateos
Resulta trascendente preguntarse ¿cuál es la relación entre las políticas de Educación, de Ciencia, Tecnología e Innovación y la soberanía nacional? Esto ha sido abordado particularmente para Latinoamérica por Renato Dagnino (Universidad de Campinas, Brasil), quien se enfoca en los casos de Brasil y Argentina, siendo necesario que lo hagamos también para México. La reflexión acerca de ello es fundamental para definir con claridad los proyectos de nación, buscando remontar la ideología de la neutralidad del conocimiento y su despolitización, características del cientificismo y la tecnocracia.
Para Dagnino (“Elementos para una política cognitiva popular y soberana”, Revista: Ciencia, Tecnología y Política, 2018), “En el caso de nuestros países, las políticas de Ciencia, Tecnología, Innovación y de Educación, en especial la de educación superior, deberían ser pensadas como un todo sistémico”. Esto es lo que se denomina “Política Cognitiva”. Esta nueva categoría articula y engloba como una totalidad esas cuatro vertientes que no deben concebirse de manera desarticulada, sino integral, remontando las visiones fragmentarias de la realidad, de esas particiones producto del espíritu del capitalismo que surgen en el siglo XIX y que se fueron complejizando en el siglo XX y ahora en el XXI.
En este orden de ideas, el autor plantea que: “Las políticas Educativas y de Ciencia, Tecnología e Innovación que deberían impulsar y desarrollar los movimientos sociales, populares y de izquierda requieren un significativo cambio del marco analítico-conceptual, que sea coherente con la magnitud de las transformaciones que se pretenden y que nuestras sociedades requieren. La dimensión de este desafío en los planos económico, social, político, ambiental y de recursos naturales, nos exige una conducta semejante a la que adoptan los países de capitalismo avanzado para establecer las metas de su llamada ‘sociedad del conocimiento’… El neoliberalismo, al establecer como verdad que la innovación se hace en las empresas y que además, vía derrame, son ellas las que posibilitan el desarrollo social, agregó oportunistamente —et pour cause— el término innovación a lo que se trataba como política de Ciencia y Tecnología, dando origen a la expresión política de Ciencia, Tecnología e Innovación (PCTI). A medida que esta expectativa de ‘derrame’ se frustró, la PCTI pasó a ser tratada en conjunto con la política de educación, ya que debido a que funcionan como políticas-medio, son las responsables de viabilizar las políticas-fin que abarcan, en cascada, políticas sectoriales y sociales referentes a los planes, condiciones y oportunidades que permiten alcanzar las metas estratégicas globales”.
La discusión de estas ideas es muy importante en el contexto del México de hoy, donde se hace necesario que el gobierno de izquierda (la 4T), se plantee un rediseño de las políticas públicas considerando la idea de “Política Cognitiva”, priorizando una agenda del conocimiento, más allá de las visiones utilitarias impuestas en los diferentes sexenios del periodo neoliberal a partir del gobierno del presidente Miguel de la Madrid, donde se buscó consolidar un modelo educativo, científico y tecnológico acorde a un sistema capitalista, que dejara del lado el énfasis en el Ser de los individuos, para considerarlos un producto al servicio del capital, como ganado para el mercado, abandonando la formación integral, científica y humanística, que involucró durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari la idea de “excelencia académica” como un postulado crucial para la educación neoliberal.
La problemática de la PCTI es muy compleja y debe abordarse como una “arena epistémica”, donde se hace necesario pensar en científicos comprometidos con la sociedad y no solo con las empresas, cuando de manera aberrante se comenzaron a destinar recursos públicos del CONACyT a multinacionales privadas, expresión de la intencionalidad privatizadora de la educación superior, la ciencia, la tecnología y la innovación. Como señala Dagnino: “Otro elemento a tener en cuenta es que cada vez es más inadecuada la diferenciación entre investigación científica y desarrollo tecnológico. De hecho, los dos recortes —espacial y temporal— tradicionalmente empleados para distinguirlos y separar ciencia y tecnología, son obsoletos frente a la realidad observada. El 70% de los recursos asignados a la investigación en el mundo se gastan en empresas (y el 70% de estos en compañías multinacionales). El 30% restante, que se gasta en instituciones públicas, está claramente sometido a los intereses empresariales. Mantener esa separación limita la acción de los gobiernos; sobre todo de aquellos que se orientan al cambio social y económico. Por esta razón se adopta aquí el concepto de Tecnociencia para dar cuenta y enfatizar esa convergencia. Además, es muy probable que aquella separación (ciencia, de un lado, y tecnología, del otro) haya sido una manipulación ideológica del capital para hacernos creer que hay algo intrínsecamente verdadero y bueno —la ciencia— que puede ser ‘usado’ para el ‘bien” o para el ‘mal’—la tecnología—. Falacia que encubre que los valores e intereses del capital están impregnados en el conocimiento tecnocientífico”.
Acertadamente, Dagnino sostiene: “La evidencia empírica global muestra que, contrariamente a lo que difunde la élite científica, la conveniencia de colocar la investigación realizada en la universidad al servicio del lucro (o ‘competitividad’) de la empresa, no beneficia —ni cognitiva ni económicamente— a ninguno de estos dos actores. Por un lado, en todo el mundo la importancia del resultado de la investigación universitaria para las empresas es muy pequeña. En los EE.UU., por ejemplo, sólo el 1% del gasto en investigación de las empresas se destina a proyectos que involucran universidades o institutos de investigación. Esto no significa que los resultados de la investigación en la universidad no sean esenciales para la innovación y la competitividad de las empresas estadounidenses. La importancia está en el personal entrenado en investigación en la universidad que participa en la I+D empresarial”.
El autor continua argumentando que, de hecho, más de la mitad de los magísteres y doctores formados en ciencias en las universidades “son contratados por las empresas para realizar I+D. Sin embargo, esto no ocurre así en los países periféricos donde las empresas no aprovechan a los posgraduados para innovar. En el caso de Brasil, esta situación nada tiene que ver con el supuesto retraso de los empresarios ‘brasileños’, ya que la mayoría son de firmas multinacionales que operan en ramas de alta intensidad tecnológica. Estas empresas en sus países de origen tienen que hacer I+D para innovar, pero en Brasil, al igual que las empresas de capital nacional, ‘innovan’ comprando máquinas y equipos. La ancestral dependencia cultural y la adopción de un modelo eurocéntrico de organización social —característica de nuestra condición periférica— hace que prácticamente todo lo que se fabrica aquí en el ‘Sur’, en la periferia del capitalismo, ya fue producido en el ‘Norte’. Las empresas locales prefieren innovar a través de la adquisición de tecnología ya desarrollada; en especial la incorporada en máquinas y equipamientos (como afirman el 80% de las empresas llamadas innovadoras)”.
Este es un buen ejemplo para repensar la realidad de otros países como México, donde el desprecio del sector empresarial a la investigación básica es una constante y cuando se refieren a la necesidad de apoyos a la ciencia, tecnología e innovación, se refieren a la inversión estatal, sin que busquen aportar nada, tal como es el caso de “las turbinas de Vladimiro, donde en publicidad gubernamental el gobierno de Enrique Peña Nieto se ufanaba el apoyo a la tecnología, cuando la empresa que desarrollaba esas aereopartes, con recursos del CONACyT, es propiedad de General Electric.
Retomando a Dagnino: “Los casos exitosos de desarrollo tecnocientífico en varios países periféricos ocurrieron en áreas donde no es posible (como decía Jorge Sabato) robar, copiar o comprar tecnología; y fueron financiados o fueron iniciativa del Estado. En el caso de Brasil algunos ejemplos son: la creación del Instituto Agronómico de Campinas y el Instituto Oswaldo Cruz a finales del siglo XIX, para combatir la plaga del café y la fiebre amarilla; la creación de la empresa estatal Embrapa para desarrollar tecnología inexistente que permitiera viabilizar las exportaciones del agronegocio; los programas de investigación de Petrobras para la extracción de petróleo en aguas profundas. Por otro lado, el esfuerzo desplegado para la formación de personal y los proyectos de investigación en las empresas Embraer, Telebras, Eletrobras y otras compañías estatales muestran que cuando una élite de poder económico o político presiona a través del Estado para que se desarrolle la tecnociencia demandada por sus intereses, ésta es generada. Lo mismo se verifica en el caso de Argentina donde ha sido el Estado y no el sector privado el responsable por las innovaciones y desarrollos autónomos realizados en las áreas nuclear, espacial, etc”.
Se trata, sin duda, de una problemática estratégica donde los países latinoamericanos deben modificar sus políticas públicas, para conseguir que la PCTI contribuya al fortalecimiento de la soberanía nacional y no a la consolidación voraz de los grandes capitales.
Ubú Rey no afrontó estos problemas, no tuvo tales preocupaciones. Su mundo era distinto. Pero si hubiera tenido las condiciones para ello, se habría aliado a las grandes multinacionales y sus capitales, en detrimento de la mayoría de la sociedad, para fortalecer su propósito de continuar siendo “el Señor de las phinanzas”.
¡Para mí es suficiente!
Biólogo (UNAM), Maestro en Ciencias en Bioquímica (CINVESTAV), Doctor en Ciencias (UNAM), Premio a la mejor tesis doctoral en ciencias sociales en el área de historia por la Academia Mexicana de Ciencias (1999), Postdoctorado en el Centro de Sociología de la Innovación de la Escuela Nacional Superior de Minas de París, Francia. Director fundador de la Escuela de Biología de la UAP, Presidente de la Sociedad Mexicana de Historia de la Ciencia y de la Tecnología A.C (SMHCT) (2008-2014), profesor-investigador de la FES Iztacala de la UNAM.
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