Narrativa

Caballeros de Colón

Caballeros de Colón

Mayo 02, 2023 / Por Agustín Aldama

Había cumplido apenas catorce años cuando un día mi abuela Julia me mandó llamar a su casa. Quería hablar a solas conmigo de algo muy importante para ella.

—Moncho, hijo, recibí de nuevo una carta de mi hermana María Antonia, desde Perú. Hace más de treinta años que no la veo, pero siento un gran cariño por ella. Es tu tía abuela, creo que se siente muy sola tan lejos de la familia, deberías escribirle tú una carta para que te conozca —me dijo muy emocionada.

La familia decía que ella quiso ser monja desde los catorce años, pero como eran los tiempos de la reforma del presidente Plutarco Elías Calles, que imponía políticas de intolerancia religiosa, en la Piedad, Michoacán, no había forma de que ingresara a un convento, por lo que mis bisabuelos la enviaron a Guadalajara. Yo, en alguna ocasión, había escuchado su nombre, pero no sabía bien a bien de quién se trataba. Estaba recordando todo esto mientras mi abuela continuaba con su relato.

—Ya iniciada la Guerra Cristera, allá por 1926, en gran parte del país se inició la persecución religiosa, por lo que se cerraron iglesias, conventos y seminarios. La única opción que tuvo mi hermana Toña fue que la enviaran al Perú. En un principio, nuestro padre, Don Eleuterio Martínez de la Cruz, distinguido miembro de los Caballeros de Colón, se negaba en redondo a que su hija se fuera tan lejos. Gracias a los ruegos y hasta exigencia de nuestra querida madre Sanjuana, quien debió haber percibido en Toñita una verdadera vocación de dedicarse al Señor, de ser esposa de Cristo, nuestro padre, a regañadientes, accedió con la condición de que regresaría en la primera oportunidad. Desde entonces no la hemos vuelto a ver, nos escribimos cartas, pero creo que todo lo que teníamos que decirnos, ya lo hemos hecho. Por otro lado, la diabetes tan avanzada, no les permite a mis ojos continuar escribiendo —aseveró, tomando sus lentes, mi querida abuela Julia.

—Es la razón por la que me gustaría que tú te encargaras de hacerlo. A tu edad ya puedes iniciar una conversación con ella. Ahora se encuentra en el Chalet Chorrillos, Colegio de Los Sagrados Corazones, en Lima, Perú. —Concluyó mi abuela, satisfecha por establecer un nexo entre su hermana y yo. Seguro que tenía sus razones para convencerme, pues a su edad y experiencia, ella sabía lo que era conveniente para los dos.

Fue así como inicié la correspondencia con mi, hasta entonces, desconocida tía abuela. A través del tiempo sostuvimos una relación de íntima amistad. Me enteré de su soledad y del abandono que sentía por parte del resto de la familia. Su única confidente había sido hasta entonces mi abuela Julia. Durante muchos años, al pasar de la adolescencia a la juventud, no podía haber encontrado mejor confidente y consejera que ella. Ambos encontramos comprensión y apoyo, a pesar de nuestras diferencias.

Gracias a mi tía, pude soportar la muerte de mi abuela, pero en especial logré sobrellevar el difícil proceso de pasar de la adolescencia a la juventud, sobre todo por el rechazo por parte de mi padre, al que nunca le agradó que me inclinara por la música y el arte, máxime si mi complexión, exageradamente delgada, no me favorecía para sus intenciones de convertirme en un militar y de encargarme de su hacienda y, tal vez, un caballero de Colón como mi abuelo. Mi madre, debido a su obsesión por la vida religiosa y su pasión desmedida por la defensa de creencias y opiniones, no tenía tiempo para escucharme. Su mundo giraba alrededor de sus amistades y rezos. Peor aún, se fueron a la tumba decepcionados porque que yo, su único hijo, nunca me hubiera casado.

Es así que, desde siempre, yo esperaba con verdadera ansiedad la llegada de las cartas de mi tía. Me gustaban tanto las estampillas postales que comencé a coleccionarlas. Al hacérselo saber, ella se dedicó a recolectar las de la correspondencia que llegaban de diferentes lugares al convento, además de comprarme algunas. Se las ingeniaba para recolectar otras de donde podía para enviármelas en cada una de sus cartas. Fue por aquella época cuando me aficioné a la filatelia.

De este modo pasaron varios años. Ya siendo adulto, la tía enfermó gravemente. Quise ir a verla, para conocerla y escuchar su voz, que muchas veces me imaginé a través de sus palabras escritas. A mí se me figuraba que el timbre de su voz era dulce y maternal, también quería sentir cómo eran sus manos, y no sé, tal vez abrazarla por fin. Pero no fue posible, el viaje resultaba caro e inútil pues ella empeoró rápidamente. La tía María Antonia no tardó en fallecer.

No fue sino hasta después de muchos años, cuando ya me había convertido en un reconocido filatelista, especializado en las estampillas de la región del Perú, que tuve la oportunidad de viajar a Sudamérica. Al llegar a Lima, lo primero que hice fue localizar la tumba de mi tía. A manera de mínimo homenaje deposité unas flores sobre la lápida y recordé el gran secreto de la tía Toña, que nadie debería saber jamás, del cual me hizo cómplice mi abuela ya siendo yo un hombre.

Poco antes de morir, mi abuela Julia me confesó que nunca existió vocación religiosa en su hermana, su misión fue otra: proteger la reputación de mi bisabuelo. La violación que sufrió por parte de su propio padre debió guardarse como algo sagrado. En su tiempo, durante la persecución religiosa, ese hecho hubiera comprometido a un rico y distinguido católico como él. Recuerdo que la noche que mi abuela me contó todo esto, comprendí, mejor que nunca antes, la comunión que hubo entre mi tía y yo.

Agustín Aldama

(Ciudad de México, 1947). Es egresado de la Licenciatura en Pintura en la ENAP, mejor conocida como La Esmeralda. En su carrera como pintor ha realizado 14 exposiciones individuales y más de 70 colectivas, tanto en México como en el extranjero. El año de 2019 fue invitado a participar en el taller de literatura con el maestro Marco Julio Robles, donde ha sido motivado a escribir y en donde ha encontrado un inesperado y reconfortante mundo de posibilidades.

Agustín Aldama
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