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El tatuaje: una defensa ante el olvido

El tatuaje: una defensa ante el olvido

Enero 23, 2024 / Por Antonio Bello Quiroz

El hombre ilustrado era un museo ambulante. No era ésta la obra de esos ordinarios tatuadores de feria que trabajaban con tres colores y un aliento que huele a alcohol. Era el trabajo de un genio; una obra vibrante, clara y hermosa.

Ray Bradbury, El hombre ilustrado

 

La humanidad, desde su origen, ha desarrollado diversas estrategias de resistencia al olvido. La humanidad surge justamente por el afán de trascendencia. La idea de la trascendencia dejó marcas (flores, manos) en las primeras tumbas encontradas, señalando con ello el inicio del proceso de hominización. Las pinturas del paleolítico, en el “pozo” de las cuevas de Lascaux, por ejemplo, son huella de las más antiguas muestras de este afán humano de permanencia en la memoria.

El psicoanálisis ha dejado de manifiesto que el cuerpo está hecho para ser marcado por el Otro. Sin esas marcas del Otro no hay sujeto. El cuerpo humano muy pronto se convirtió en un lienzo donde se plasmó la resistencia al olvido. Se han encontrado momias tatuadas en los glaciares de los Alpes con una antigüedad calculada entre 3700 y 5200 años. Se señala a la cultura más antigua, la Sumeria, como aquella donde se origina la práctica del tatuaje. Aun cuando las diversas y más antiguas civilizaciones han recurrido al tatuaje como defensa contra el olvido, son distintas las modulaciones en cada una. El tatuaje tiene una lectura singular: se juegan de una manera especial, en nuestra sociedad líquida, como bautizó Zymunt Bauman a la forma actual de estar en sociedad. Resulta sumamente significativo interrogarse sobre el porqué se sigue recurriendo al tatuaje, existiendo tantas otras maneras de preservar los legados humanos. Quizá porque involucra al cuerpo, lo que se considera, erróneamente por cierto, lo más propio. O quizás, hacerse tatuar sea justamente otra forma de apropiarse de aquello de lo que no nos podemos apropiar en definitiva: el cuerpo.

Los tatuajes, como otras prácticas que involucran al cuerpo (piercing, intervenciones o extensiones del cuerpo, incrustaciones, etc.), no sólo buscan ser una defensa contra lo fugaz de la existencia y de lo vivido, no son sólo intentos de preservación de lo perdido; son también medios para constituirse una identidad y garantizarse así una pertenencia o una jerarquía. En fin, los tatuajes permiten hacerse de una singularidad que permita representarse ante otros sujetos y hacerse (reconocerse) un lugar en el sorprendente vértigo en que se juegan las relaciones humanas en nuestro tiempo. El tatuaje es una forma de ser ante Otro.

Hace ya tiempo que las instituciones (las iglesias, el Estado, la familia) que nos daban la sensación de pertenencia y generaban cierta seguridad identitaria han venido cayendo en fuerte descrédito. Declinación del Otro, le llaman en psicoanálisis. Hay que señalar que como sociedad vivimos una crisis que no se ha vivido en ningún otro momento de la historia, distinta, inédita, con respecto a las crisis de cada época. Con nuestra modernidad líquida, tenemos que sortear una profunda crisis (nuestra crisis) de credibilidad, más aún, vivimos una atomización de la credibilidad a partir de la segunda mitad del siglo XX. Se ha hablado, incluso, ya del fin de la ideología (con Daniel Bell desde los años sesenta); incluso se acuñó el término fin de la historia (con Francis Fukuyama). La desconfianza e incertidumbre se generalizan y hacen evanescentes los grandes mitos. Las instituciones encargadas de garantizar un mínimo de seguridad en el porvenir se encuentran en ruinas. ¡No quedan más principios!, sentenciaba George Steiner en su libro Gramáticas de la pasión. Ante un escenario tal, ante lo angustiante, propongo que, entre otras respuestas, el cuerpo se vuelve lienzo de lo real, superficie donde se dejan las huellas de la historia del sujeto que han quedado silenciadas en lo social. El cuerpo es superficie que, con el tatuaje, le da lugar al lazo social. El tatuaje como una señal expuesta al Otro, el tatuaje es señal plasmada en lo real del cuerpo.

Para Bauman, “la nuestra es una versión privatizada de la modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso recae en los hombros del individuo”. Sabemos que la modernidad es la cuna del hombre trágico, aquel que se ve abandonado por los dioses y no tiene más camino que hacerse cargo de sí mismo, de sus miserias y sus grandezas. No hay más voltear al cielo esperando la salvación. Se viven tiempos vacíos de dioses, donde cada uno tendrá que recocerse a sí mismo como portador de la conciencia desgraciada, como enseña Hegel. Contrario a lo que se piensa, en tiempos de la hiper-información, la inscripción de la diferencia ha perdido el espacio intersubjetivo (el mundo no tolera, y cada vez más, la diferencia) del ser, por lo que el cuerpo es el último reducto (quizá siempre fue el único) para sentir.

Que el cuerpo devenga como el último reducto para la inscripción de la diferencia no lo salva de que se encuentre, en nuestros días, en una encrucijada: ha sido y es exaltado como la última de nuestras tierras de reconocimiento (se viven sin duda tiempos de culto al cuerpo, a la imagen del cuerpo), pero al mismo tiempo, el cuerpo se nos muestra como lo más ajeno, virtual incluso, a partir de una cibercultura que lo exilia para darle todo el peso e importancia a la imagen. En este segundo aspecto, la cirugía estética se ha convertido en la panacea que corregirá el cuerpo imperfecto del que somos portadores. André Le Bretón escribe: “se hace del cuerpo un socio que se mima o un adversario que se combate para darle la forma deseada”. Esto me recuerda aquella famosa Querella de las mujeres, ese hermoso y poderoso debate filosófico y político protagonizada, entre otras, por Christine de Pizan, a lo largo de los siglos XIV al XVIII, donde la cuestión a debatir era si las mujeres debieran o no maquillarse. Se decía que hacerlo sería corregir la obra de dios, pero también no maquillarse implicaba renunciar a una libertad y al ejercicio de la libertad sobre el propio cuerpo. En esas estamos, el tatuaje es una forma de maquillar el cuerpo, el ejercicio de una libertad.

Aunque Sigmund Freud nunca realizó un trabajo exclusivo sobre el cuerpo, sabemos que el psicoanálisis descubre la existencia y operación de un cuerpo que no se abarca con el saber médico. Se trata de un cuerpo erógeno; un cuerpo que es fuente de excitaciones y obedece a una topología inédita que se constituye no ya desde lo biológico sino desde el inconsciente. La existencia de este cuerpo, del yo-cuerpo inclusive, nos obliga a pensar de un modo diferente la forma en que se vive un cuerpo y la forma en que cada sujeto se hace de un cuerpo. Pero si el cuerpo tiene una dimensión erótica, el tatuaje que se hace cuerpo, sin duda, es narrativa visual de esa dimensión erótica. Con el tatuaje, el sujeto vive la erótica de su historia.

En estos derroteros, podemos asumir que una de las formas a las que se recurre para “hacerse de un cuerpo” es el tatuaje y, además, se trata de una marca del Otro. El cuerpo, al ser marcado, es reorganizado, preparado para nuevas funciones, provocando efectos de eficacia simbólica. “Ya soy otro” sería el mensaje implícito al hacerse tatuar. De alguna manera, con el tatuaje, la piel es tratada como un lienzo donde proyectar fantasías, afectos, angustias, miedos. Una forma otra de no estar solo. Tatuarse implica hacer historia visual de las cicatrices del alma.

Entre las muchas aristas del tatuaje, una esencial es su vínculo con el dolor. En la clínica con frecuencia escuchamos que al procurarse un dolor físico se hace mucho más tolerable el desborde inconmensurable de un dolor incierto, un dolor del alma e incluso el dolor de existir. El dolor de una pérdida súbita encuentra consuelo subjetivo en el dolor del cuerpo. El dolor, sin duda, juega un factor preponderante en la construcción de la subjetividad. El dolor es el límite que reconoce Kant ante el imperativo categórico, lo mismo que resulta ser la vía ética de Sade. El dolor que preserve del olvido.

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

Antonio Bello Quiroz
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