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La potencia de la admiración

La potencia de la admiración

Agosto 08, 2023 / Por Antonio Bello Quiroz

En lo tocante a una persona que ha muerto, adoptamos una actitud especial: algo así como la admiración por alguien que ha logrado una tarea muy difícil. 

Sigmund Freud.

Siempre he sido un admirador. Veo el regalo de la admiración como algo indispensable y no sé dónde estaría sin eso. 

Thomas Mann.

 

La admiración es la primera de las pasiones que señala René Descartes en su Tratado de las pasiones del alma. Se trata da la más humana de las capacidades, misma que, junto con el asombro y la estupefacción, es colocada por Platón en el origen de la filosofía. Con ella — con la admiración—, precisa el clásico griego, nuestros ojos se hacen partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste.

La admiración, con su enorme carga pulsional, opera como fuente y motor de toda investigación. Ninguna de las tres instancias señaladas por Platón están desligadas: por ejemplo, emparentada con el asombro, la admiración deja estupefacto a quien la padece, lo deja asombrado ante el espectáculo del mundo (se me antoja pensar que así quedaron los primeros hombres ante la bóveda celeste). En este sentido, Aristóteles nos enseña que es justamente la admiración lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, es decir, todo. Los hombres avanzaron poco a poco y se preguntaron por los misterios de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo.

A la maravilla de la admiración, sin embargo, pronto le sucede la duda, de lo contrario, quien se admira, permanecería simplemente estupefacto, idiotizado, en la pura contemplación. Con ello se diferencia la admiración de la contemplación. Con la duda, la admiración se occidentalizará, se pondrá en el camino que la llevará a la modernidad. Con la duda, la admiración se pone en suspenso. La duda es efecto de la sospecha; es una puesta en evidencia del engaño que se supone conlleva toda admiración, en tanto que se trata en ella, a decir de Descartes, de una percepción y no de un hecho de razón. 

El cogito cartesiano, “pienso, luego soy”, introduce inevitablemente la duda metódica, la duda como método, como la fuente del examen crítico de todo conocimiento. La duda se propone como condición al pensamiento, desterrando así a la admiración. Si el origen reside en la admiración, que no tiene límites, que se mueve en el mar de los excesos, y a ésta le sucede la duda, entonces el filosofar no puede conducir sino a la conciencia de estar perdido, fuera de lugar. El filosofar sería siempre un retorno al origen, a la causa, y la causa es precisamente la admiración, el exceso.

En todo, la acción de filosofar inicia con una conmoción total del hombre, es la puesta en suspenso de sus certezas. Así, por el filosofar, el hombre trata de salir del estado de turbación hacia una meta, se echa a andar en la búsqueda de una respuesta esencial, a la que, según Descartes, se accede por la vía de la duda. Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del ser. Descartes, por su parte, buscaba la certeza imperiosa en medio de la serie sin fin de lo incierto, aquello que no tuviera lugar a duda, después de pasar por ella, lo que necesariamente excluiría la pasión de admiración. 

La admiración, en tanto que se mueve en el sin límites, como pasión, deviene en algo de lo que hay que sospechar (dudar). Pero no para todos. Los estoicos, por lo contrario, buscaban en medio de los dolores de la existencia la paz del alma, esperaban acoplarse a lo que dejaba en suspenso el juicio y que era asequible sólo por la vía de la admiración. 

Cada pasión, como cada uno de los estados de turbación del alma, tiene su verdad, más allá de la razón, marcada por el exceso. Las pasiones tienen su núcleo de verdad que, con la modernidad, ha devenido un ente incómodo; un núcleo de verdad que apunta a más allá del límite, al exceso. Cada época inventa los discursos que buscan domesticarle o bien ocultarlo. Con la modernidad se trata de una apropiación de la verdad nuclear de las pasiones. 

Pero quizás es la admiración, el arrobamiento y pasmo ante el espectáculo del mundo, lo que nos deja perplejos, lo que nos hace retener el aliento, lo que incluso nos tienta a sustraernos de lo humano y nos incita a caer presos de los hechizos de una metafísica. Parece que la certeza imperiosa tiene sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mundo por el saber científico, comandados y guiados por la razón. Pero la admiración no se permite descanso, se vale incluso de las certezas que el saber científico produce para recrearse. De esta manera, pese a los postulados y ficciones de la ciencia, los tres influyentes motivos a los que aquí hacemos referencia —la admiración y su necesaria producción de pasmo; la duda y la certeza en su permanente vaivén; el sentirse perdido y el encontrarse a uno mismo— no agotan lo que nos mueve a la reflexión en nuestros aciagos días. La admiración, por fortuna, aún no se agota.

Ante el asombro que nos permite “pensar” (lo correcto sería decir admirarse ante la admiración) la admiración, propongo detenernos en ese que es el último libro publicado en vida de Descartes, en 1649 (murió en 1654), que fue precisamente Tratado de las pasiones del alma. En principio, una cuestión puede resultar extraña: él, Descartes, que funda el saber en la razón, o sea, en el racionalismo como piso epistémico, ¿cómo puede conciliar método y pasión? Al parecer no le quedaba otra salida.

Analizándolo detenidamente, pero incluso sólo leyendo el índice, podemos observar que este libro está sostenido por la lógica de las cuatro normas de su método: en tres partes y 212 artículos se efectúa una exhaustiva sistematización de las pasiones. Resulta interesante, en primer término, considerar la definición de pasión en el pensador francés, y las seis pasiones fundamentales de las cuales, según su opinión, derivan todas las demás: “las pasiones del alma pueden definirse en general como percepciones, sentimientos o emociones que se refieren particularmente a ella, que son causadas, mantenidas por algún movimiento de los espíritus […] en todas las pasiones tiene lugar una agitación particular de los espíritus que provienen del corazón”.

Es necesario recordar que, en este momento de su desarrollo teórico, el alma es concebida como la “sede” de los actos emotivos, de los afectos y sentimientos, cuyo sitio, a su vez, es el corazón; mientras que el espíritu es definido como la “sede” de ciertos actos racionales que permiten formular juicios objetivos. En el apartado XL se pregunta: “¿Cuál es el principal efecto de las pasiones?”, y plantea que éstas “incitan y predisponen su alma (de los hombres) a querer las cosas para las que preparan su cuerpo, de suerte que el sentimiento del miedo incita a querer huir, el del arrojo a querer combatir, y lo mismo los demás”. Deja en claro además que “nuestras pasiones tampoco pueden excitarse directamente ni suprimirse por la acción de nuestra voluntad”. Escapan a la voluntad. Se insiste una y otra vez que las pasiones son en todo algo que se emparenta con el exceso. Descartes considera que sólo hay seis pasiones primitivas, y las demás se originan a partir de ellas. La primera, quizá la más poderosa, es la admiración, y además, el amor, el odio, el deseo, la alegría y la tristeza.

Recobrar la admiración, sin saber cómo proponer hacerlo, quizá nos permita, como dice Thomas Mann, ver el regalo de la admiración como algo indispensable, sin la cual estamos perdidos.

 

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

Antonio Bello Quiroz
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