Káos

La Tristizia es la muerte del alma

La Tristizia es la muerte del alma

Febrero 06, 2024 / Por Antonio Bello Quiroz

Portada: Vincent van Gogh, Anciano afligido, 1882.

 

Hay personas que tienen todo lo que anhela su corazón y que están tristes de todos modos

Jacques Lacan

 

…aliméntalo con el pan y el agua de la tristeza.

Crónicas, II, 18

 

La tristizia es la muerte del alma. En la tristeza, el “fundamento sombrío”, como le llama George Steiner, sin embargo, también radica la potencia del pensamiento. Steiner nos señala que, para Schelling, en toda materia oscura, resultado de la constitución del universo, se contiene una tristeza, una pesadumbre (Schwermunt) que es así mismo creativa. La tristeza, enseña Steiner en su magnífico libro Diez posibles razones para la tristeza del pensamiento, debe ser “la base de toda percepción, de todo proceso mental”. Tenemos dos versiones de un afecto, la tristizia y la tristeza.

En la Edad Media, al sentimiento letárgico de la tristeza le llamaban Asedia y, también, taedium vitae, ya que sus efectos se le atribuyen al Demonio Medidiano quien, dice Giorgio Agamben, escoge a sus víctimas entre los homines religiosi y los asalta cuando el sol se ocultaba sobre el horizonte, haciéndolos caer en una vida de tedio. Quedan bajo la sombra de Saturno.

La etimología de la palabra tristeza es sumamente ambigua, como de hecho es ambiguo el afecto mismo que pretende nombrar. El origen remoto de esta palabra se encuentra quizá en la onomatopeya tr, que imita el sonido de los pequeños objetos al romperse. De la imitación de ese sonido de ruptura, la palabra tristeza habría nacido de la raíz indoeuropea ter o tre, que significa “frotar, restregar”. Cuando se frota algo con fuerza, como dos piezas de madera o acero, o como el agua con la piedra, o dos almas que se aman, las partes, poco a poco, se van desgastando. Así, la raíz de la palabra tristeza se emparenta con la acepción de consumir, o mejor aún, roer. La raíz evolucionó al intensivo treis, con sus variantes treisk y treist, que significa “aplastar, machacar”. De ella deriva el germánico thriskan, que al principio denominaba todo ruido que se produce al pisar, pero que luego se concretó en “pisar el grano”, es decir, “trillar”.

Hay, sin embargo, un punto en que la raíz trillar experimenta un giro metafórico, y de aplastar el grano pasa a significar aplastar a los enemigos, aplastar a lo que hace de enemigo. En la tristeza se revela que el enemigo al que se pretende aplastar se encuentra en el interior. Para la Real Academia Española de la lengua, los sinónimos de la tristeza son “pena, aflicción, desconsuelo, pesadumbre, pesar, amargura, quebranto, tribulación, melancolía, melarchía, cabanga”.

El triste no es el ser apático y pasivo con el que solemos identificarlo, sino alguien que puede ser sumamente nervioso e incluso violento que, más allá de tener el alma deshecha, está dispuesto a deshacer almas y cuerpos, incluso, desde luego y en principio, el propio.

El triste no sólo es el apático. Siguiendo con la etimología, en las lenguas germánicas su carácter adquiere aún otro tono y se fija en el coraje que muestra el triste en el combate: la raíz evoluciona a dreist, “valiente, audaz, atrevido”, no sólo en la guerra sino en el amor y en todas las vicisitudes de la vida. Más aún, en otras lenguas, la huella en la raíz etimológica de tristeza es asociada con la rabia y la crueldad, la frialdad del que está triste, su determinación de hacer daño, de machacar sin piedad a sus rivales, y contra él mismo.

El triste es aquel dispuesto a causar(se) el máximo dolor y sufrimiento posible. Aun hoy día, el idioma italiano conserva un eco de esas viejas raíces al diferenciar la tristeza, “tristeza, melancolía, pesadumbre”, de la tristizia que es “atrocidad, ferocidad, inhumanidad”.

Siguiendo estos pasos, resulta sumamente interesante la cercanía entre causar dolor y sufrir el dolor implicados en esta división entre tristizia y tristeza. La idea de tristeza empieza a bascular entre ambos significados. Pero al mismo tiempo adquiere otros nuevos sentidos que inclinarán definitivamente la balanza.

Para los latinos, el triste empieza a ser alguien que es tomado por la aflicción, pero que en vez de mostrarse abúlico y resignado, apático, ante el afecto reacciona con rabia e indignación, profiere lamentos llenos de furia y enojo, mientras busca obstinadamente la manera de resolver el problema, o al menos de vengarse. Sin embargo, poco a poco va callando esos pensamientos, si bien su rostro refleja la ira que le corroe. Se convierte en un ser desagradable, de modales ásperos y rudos, ausente y hostil, y de ahí nace la expresión “sabor triste o amargo”, quizá saudade. Siempre de mal humor, con un aspecto sombrío que oculta un alma consumida y negra como la muerte. Se revuelve en un mar de bilis negra. El triste, en ese costado oscuro, se muestra como un egoísta de intenciones aviesas, a quien no conviene acercarse, no porque contagie su pesadumbre, sino por el daño que puede causar de manera cruel e inmisericorde, como represalia gratuita por el daño que le han causado a él o ella. Se refugia en un goce único que impide que se sostenga el lazo social. La tristeza tiene, sin embargo, la potencia del pensamiento: el triste piensa más allá de los oropeles del optimismo, se trata del pensamiento que tiene la frialdad de la oscuridad. La oscuridad no miente, dice Bataille. Más allá está la tristizia que es la muerte del alma.

En plena concordancia con lo señalado sobre la tristeza, para René Descartes, en su Tratado de las pasiones, advierte que en la tristeza (una de las 6 pasiones del alma junto con la admiración, el amor, el odio, la alegría y el deseo) el pulso es débil y lento, y refiere que se sienten como ligaduras del corazón, que lo oprimen y hielan, comunicando su frialdad al resto del cuerpo. Y salvo que el odio se mezcle con la tristeza, no se pierde el apetito y el estómago cumple su deber.

Aunque en la tristeza se compromete al cuerpo y al alma, el dominio del estado de ánimo se asienta en esta segunda que se muestra como la forma sustancial que proviene de, dice Descartes, “la agitación particular de los espíritus animales que mueven las pequeñas glándulas que se encuentran en el cerebro”. Es la misma idea que subyace a la teoría de los humores de Hipócrates quien, desde los cuatro humores (sangre, flema bilis amarilla y bilis negra) es la bilis negra la que domina en aquel que se encuentra afectado por el estado de ánimo propio de la melancolía, misma que se expresa en la atrabalis o tristeza, escribe el llamado padre de la medicina: “cuando el temor o la tristeza permanecen largo tiempo entonces deviene la atrabalis”, y los síntomas los describe diciendo: “Parmenisco también sufría periodos de desaliento, con deseos de quitarse la vida […] tenía sueño, padecía también de insomnio, agitación silenciosa continua, agitación inquieta…”. La medicina, hasta nuestros días, no ha cejado en buscar en el cerebro y su fisiología la causa de la tristeza, la melancolía o la monomanía triste, como le llaman los psiquiatras alienistas del Siglo XX, como Émile Esquirol.

En oriente también se pensaban estos padecimientos del alma. Por ejemplo, Isak ibn-Imram, en un texto llamado De melancolía, clasificará el padecimiento en tres formas, la que nace del cerebro, la que difunde a él proveniente de todo el cuerpo y la que nace en el estómago.

¿Podemos imaginar de qué tamaño es reconocido este mal de la tristeza (o sus nomenclaturas médicas como depresión, trastornos del ánimo, etc.) para que en el mundo haya comprometido a toda la comunidad médica de su tiempo a encontrar una cura, como si de una enfermedad se tratara? En un rápido vistazo podemos ver dónde se esconde la trampa, el aguijón envenenado de ver a la tristeza como una enfermedad.

¿En dónde y para qué se le ve como enfermedad? Si nos dejamos en latencia lo que las luces de la etimología nos han permitido ver con respecto a la tristeza, es posible dar un giro y acercarnos a este afecto de la condición humana como un efecto de percibir al ser humano como un sujeto dividido, tal como se nos permite pensarlo desde el psicoanálisis. Sujeto dividido entre algo que “quiere decirse” y un “no quiero saber nada de eso”. Es posible pensar que cuando triunfa el “no quiero saber nada de eso” sobreviene la tristeza, como el afecto que muestra a un sujeto acallado que ansía la libertad a la vez que teme descubrirse.

Ante esto, hacer de la asedia una enfermedad, una enfermedad mental incluso, va en el sentido mercantil de vender (legalmente) la droga que ayude al sujeto a “no saber nada” de lo que lo aqueja. Hacer de la tristeza una enfermedad para medicarla, para silenciarla. Enfermatizar a la muerte es la consigna. Un mandato se instaura entonces en nuestra época: ¡no hay lugar para la tristeza, seamos todos felices siempre!

Pero ¿de qué no se quiere saber nada? Para el psicoanálisis la tristeza es el goce coagulado alrededor de un duelo interminable. En ese sentido, de lo que no se quiere saber nada es de una falta constitutiva que una pérdida actual (incluso con desconocimiento de lo que se perdió) ha puesto en primer plano. Esta negativa a saber sume al sujeto triste en un desierto de amargura que se incrementa al suponer como algo necesario que, en contrasentido de lo que él o ella vive, a los seres que ve a su alrededor nada les falta, gozan, son felices, sumiendo así a quien vive el afecto de tristeza en una cobardía moral, una cobardía del alma, como le llama el psicoanalista francés Jacques Lacan.

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

Antonio Bello Quiroz
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