Narrativa

El contrapeso del viento

El contrapeso del viento

Mayo 09, 2023 / Por Sara Begué

Cuando era niño mis conversaciones más largas las tenía con las hormigas que rodeaban mis pasos. Vivía sintiendo atracción y confianza hacia los precipicios. Todas las mañanas bajaba el cerro entre la maleza y luego caminaba un tramo de unos cuatro kilómetros a la orilla de la carretera para llegar a la escuela. Después del primer kilómetro, miraba a lo lejos un socavón que me acompañaba magnetizando mi atención durante cientos de pasos. Se abrió de un día para el otro. Recuerdo que tenía diez años porque estaba en quinto de primaria. Aquel año, los lunes no pasaban lista de asistencia porque se iniciaba la semana con reunión de padres y maestros (más temprano de lo habitual), a la cual mi madre no asistía. Ese día de la semana caminaba muy lento por aquel camino, me acercaba a sentirle, deteniéndome en la orilla, contemplando su profundidad. El socavón me fascinaba. El miedo al vacío me traía al cuerpo el contrapeso de la vida. A veces pensaba que, cualquier día en medio de la cotidianidad, se abriría un hueco en el espacio y ahí desaparecería para estar en paz. Me tranquilizaba pensar que si ese día no llegaría pronto, de cualquier forma yo ya había dado con este conector a él: La kilométrica oscuridad cuesta abajo del socavón. Perdía la noción del tiempo cuando le miraba, como si contuviera respuestas insonoras que yo no sabía que buscaba y que me atravesaban el cuerpo en una frecuencia que me era (y aún me es) inexplicable.

 

Mi madre siempre me dijo que las fiebres y gripes constantes las he tenido desde que salí del útero, que nací enfermo, que era el negrito en el arroz de sus hijos —que sólo éramos dos—. Deseaba volver de donde vine, aunque no recordaba dónde era eso y en aquel entonces tampoco lo pensaba. Esta es una reflexión —ahora verbal— de lo que solía sentir a los diez años.

 

Un lunes, mirando a la nada en alguno de los centros de ese vacío que se hacía familiar, un gorrión emergió volando a toda velocidad hacia mí. Creí que iba a atravesarme como una bala. Me quede estático permitiéndoselo. Llegó tan cerca de mi rostro que por un segundo pude verlo a los ojos y notar —sin estar seguro— que parecía llevar un pelaje rizado y rojizo en una parte del cuerpo, mientras que en el resto era un gorrión callejero, de esos que hay tantos. Me rodeó con la misma velocidad y volvió a clavarse en aquella oscuridad hasta perderse en ella. Ese fue nuestro primer encuentro.

Recuerdo que me hubiera gustado saber si tenía un nombre y cómo era posible su corporalidad, de dónde venía, si desaparecía sólo de mi vista por la distancia y la oscuridad, o si realmente se esfumaba, así como aparecía.

Mi hermano y yo nos encontrábamos en casa sólo por las noches debido a nuestros horarios opuestos. Él acudía a una secundaria unas cuadras más allá, recorriendo la misma caminata por la carretera que yo hacía todas las mañanas. Me preguntaba si él también se había encontrado con el socavón y, quizá, con el ave. Sentía celos al imaginar que no se mostraban sólo para mí, que tal vez no sólo yo podía verlos y al mismo tiempo temía que nadie más les viera y por lo tanto, haberles imaginado con tanta vivacidad. Una semana después creí verlo de nuevo, tan fugaz que, aun tratando de retener los detalles en mi memoria, no estaba seguro de que fuera la misma ave. Al poco tiempo desarrollé una obsesión por su existencia, un ser alado y sin sentido, era la prueba que esperaba para cerciorarme de que encarnar la libertad era el sentido de todo. Al poco tiempo de darle vueltas, Gorrión empezó a aparecer más y más, hasta convertirse en mi compañía diaria de ida y vuelta. Entonces sonreía sabiéndole a mi lado mientras su cantar demostraba la más grande alegría que un humano le podía oír a un ave. Nunca logré encontrarle detenido en algún sitio ni ver su nido. Le miraba venir de donde antes no había nada. Era como si saliera de mí. A veces, después de despedirnos, revisaba mis manos y pecho para saber si tenía ahí una compuerta por donde entraba y salía sin darme cuenta. Nunca la encontré.

Una tarde, después de dormitar —en ese entonces dormitaba todo el tiempo que fuera posible—, escuché llegar a mi hermano. Hacía un alboroto pidiéndole a mamá que le abriera la puerta porque decía tener las manos ocupadas. Escuché la pesada puerta rechinar al abrirse, mientras mamá le preguntaba qué venía cargando. Sentí un sobresalto, como si súbitamente se me hubiese advertido de una mala noticia en un instante. Me levanté saltando hacia afuera de mi habitación, en un segundo estuve frente a ellos. Gorrión estaba mirándome, posado sobre el hombro de mi hermano, como si fuera su perico amaestrado. Creo que mi madre le decía algo, y que mi hermano reía acariciándole con el dedo, pero no estoy seguro porque la sorpresa mezclada con enojo, me hacía ver toda la escena surreal y entre tonos amarillos. Quise lanzarme sobre él a golpes, quise gritar y patalear sobre el piso para tranquilizarme, pero la furia me había petrificado. Le dediqué la más dura mirada y salí de la casa azotando la puerta tras de mí con toda mi fuerza de niño. Escuché la voz de mamá, pero el amarillo no solamente nublaba mi vista, sino que parecía ser la misma sustancia en mi cerebro la que ahora hacía que me zumbaran los oídos. No logré escucharle ni quise hacerlo.

Guardaba la esperanza de sólo haberlo visto yo. Que fuera sólo de mis ojos. Que saliera de mí. Era lo único que era mío. Lo único que me confirmaba algo valioso en el sin sentido de los días, era la vida, gracias a él me sentía a salvo en el mundo. Esa noche estuve unas cuatro horas sobre la rama chaparra de un árbol. Era un árbol, como todo lo demás, débil porque era viejo, eso era lógico. La lógica me entristecía en ese momento. Al pensar en esto, la rama dio de sí tronando dos veces y dejándome caer al suelo. Escuché a mi madre gritar mi nombre, no muy lejos. Se aproximó hasta mí. Estaba fuera de casa, esperando escuchar cualquier ruido para detectarme y el árbol me había delatado. Aún estaba aturdido por la caída cuando sentí el tirón de cabello que hizo a mis piernas ponerse de pie y apurarse a volver a casa. Recuerdo más gritos, pero no las palabras que contenían, aunque calculo que en aquel momento mis oídos podían volver a dejar pasar palabras a mi cerebro, permitiéndome volver a entenderlas. El enojo ya no me nublaba la vista ni afectaba el oído, ahora era una bola pesada que caía de mi estómago a mis genitales. Al volver a casa no encontré a Gorrión, le pregunté a mamá por él y parecía no saber de qué le hablaba.

 

Pasó una semana y nadie habló de Gorrión ni de lo ocurrido. Inició el periodo de vacaciones, así que dejé de acudir a nuestro punto de encuentro habitual. No sabía si Gorrión existía o si ese camino que creía haber andado tantos días en su compañía fue una historia que creó mi mente, llena de los detalles necesarios que la harían parecer real. No quería caminar ese recorrido para evitar saberlo. Preferí la duda. Preferí la certeza que lograba inventar entre la bruma inmóvil. Todo el día recorría las paredes desde mi habitación al resto de la casa —a veces a pie, a veces recostado y en mi pensamiento—, con la sensación de que no había nada más allá de ellas. Pensé que tendrían una impresión similar aquellos que creían que el mundo era cuadrado y que terminaba en algún lugar. De esa forma veía esta casa. Me forcé a la irrealidad de salir y caminar por el verde del pasto, afuera, creí que eso me haría sentir dentro de algo con profundidad y sentido como se supone que es el mundo. No tuve éxito en cambiar mi sentir, fue como si me pasara de un cuadro a otro, ahora a uno en donde le pintaron tonos verdes y azules, pero igual de limitante, con una nada al final. Ni siquiera un abismo, sólo nada.

—Lo vi salir del socavón que está camino a la escuela. —Mamá evitaba mirarme y responder.

—¿El qué?

—Ese hueco que se abrió en el piso, Mamá, ¿lo has visto, verdad?

—Ash, no te entiendo… ve a bajar la ropa, —agregó con apuro.

Esa noche soñé que la oscuridad del socavón me arropaba y yo me sentía cómodo y tranquilo. Al despertar creí tener claridad de que existía, pero no de haberle visto en la carretera junto a la escuela, sino en una que recorrí en los brazos de mi madre, cuando era muy pequeño.

Me convencí de que era un recuerdo magnificado, que nada de esto había ocurrido, que quizá Gorrión era un ave normal, que volaba de manera normal y que no tenía el cabello dorado y rizado. Comencé a sentirme inseguro de todos mis pasos y de todo lo que entendía a través de mis ojos. Algunos días mis propias manos me parecían tan extrañas. La confusión se magnificaba tras cada reflexión, al grado de impedirme dialogar más con esos pensamientos, y mantenerme aprisionado en el rincón de mi habitación.

Un día tuve el impulso de confrontar a mi hermano y a mi madre durante la cena, y preguntarles: “¿por qué me hacían creer que era mentira algo que vi, algo que los tres vimos?”. Inicié incluso golpeando la mesa con la palma de la mano y mirándolos fijamente, parecían confundidos. Decidí bajar la vista a mi sopa y continuar comiendo como si nada, tuve miedo de que confirmaran que todo lo había imaginado porque entonces les creería, y si lo había imaginado, pensé, entendería por qué tenía una vida corta que yo sentía eterna y sin inicio, sería tal vez porque la sensación de eternidad era parte de la confusión con que vivía.

Una mañana, cuando estaba en la azotea para bajar la ropa que Madre había lavado, le escuché. Un canto con alegría que emanaba de un pico sonriente. Seguí el sonido hasta hallarle en una jaula debajo de hojas periódico que buscaban ocultarlo. Gorrión me encontró. Tenía agua y semillas a su disposición, pero su pelaje tenía un tono grisáceo y sucio, parecía triste. Creí que el canto no había sido alegre, lo había disfrazado así para que yo lo encontrara, como en un código que sólo nosotros conocíamos. Gorrión era tangible y real, estaba ante mis ojos, no había duda.

Abrí la puertecilla, nos sonreímos con la mirada y lo vi irse haciéndose cada vez más pequeño a mi vista, hasta desaparecer. Esa noche le soñé radiante, de colores vivos, su cuerpo se deformaba en luz multicolor dejándome al final su mirada, entrando en mi pecho, llenándome de paz. Nunca más volví a verle, ni a él, ni a los abismos.

Sara Begué

Nacida en Ciudad de México en 1987. Inició su carrera profesional en la rama de la tecnología, y ahora que busca dedicarse a la literatura, comienza a desempolvar, revisar y corregir lo escrito desde la infancia, así como dando forma narrativa a nuevas corazonadas con la ayuda del maestro Marco Julio Robles, quien le da el apoyo y guía que requiere para ese fin desde el año 2019. Ha participado en la publicación de crónica en la revista Kilómetro Cero, y trabaja en una colección de cuentos que comparte por medio de su blog: sarabegue.blogspot.com

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