Tinta insomne

Reflexión sobre vida y muerte: Iván Ilich y Kanji Watanabe

Reflexión sobre vida y muerte: Iván Ilich y Kanji Watanabe

Agosto 25, 2023 / Por Fabiola Morales Gasca

Portada: Carolus Duran, El convaleciente, 1860.

 

Si tengo un corazón es para que arda.

Silvina Ocampo

 

A mi padre, en su cumpleaños

 

Los libros y el cine son oráculos que nos enseñan algo sobre la vida de acuerdo a nuestras necesidades. Tengo la idea, acaso fe ciega, de que los libros llegan a nuestra vida cuando tienen que llegar para obsequiarnos un aprendizaje. En recientes días tuve la oportunidad de leer una de las obras más emblemáticas de la literatura rusa: La muerte de Iván Ilich, publicada por primera vez en 1886, una novela corta del escritor ruso Lev Tolstói. Pese a su brevedad es muy elogiada. ¿Qué tiene esta novela que la hace imperdible para los que gustan de la buena lectura?

Iván Ilich es, como muchos de nosotros, un profesionista que anhela una mejor vida tras los arduos esfuerzos de su trabajo. Pero —aquí viene el pero— Ilich es un abogado enfrascado en mantener un estatus social fuera de su alcance y otorgar a su familia los lujos de una vida acomodada. Cuando el personaje parece angustiado por la indiferencia de sus superiores, quienes lo pasan por alto para otorgarle otros nombramientos, decide ir con todo para solicitar un nuevo puesto con un sueldo que cubra sus necesidades. Rumbo a San Petersburgo, se entera de cambios en el gobierno que lo benefician para mejorar su situación. Días después recibe un nombramiento que lo coloca “a dos grados de escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de cinco mil rublos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado”. Iván Ilich, feliz, celebra con su familia, obtiene una tregua en su matrimonio que desde hacía tiempo no llevaba en una buena situación y empieza a preparar su traslado a otra ciudad para ejercer su nuevo puesto. En la preparación del nuevo hogar para su familia, sufre una caída en apariencia irrelevante. El éxito al fin parece llegar, pero aquella vida placentera que siempre anheló para él y su familia es muy corta, porque conforme avanza la historia vemos que aquel golpe se transforma en una enfermedad que poco a poco merma su salud física y mental. Observamos un quiebre en la vida del personaje, dado que los médicos se ven imposibilitados de resolver su situación. En medio del dolor, él cuestiona los comportamientos de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Iván Ilich empieza a reflejar su terror a la muerte. Sólo a través de las pequeñas conversaciones con su mayordomo y enfermero, Gerasim, halla un poco de compañía y consuelo en el sufrimiento.

Bajo la pluma de Tolstoi, el proceso de la aceptación de la muerte y pesadumbre descrito nos cautiva. El retorno a momentos entrañables de la infancia del personaje se vuelve un oasis durante las horas de angustia y proporciona reflexión sobre lo esencial en la vida. Frente a la sencillez de los primeros años y la opulencia de su actual trabajo se levanta la indiferencia y el lamento de no haber vivido de forma correcta. Ser un juez, esposo y padre de familia no resulta ser suficiente para Iván Ilich. El libro nos lleva a la consciencia misma del personaje, a un recorrido de soledad humana, dudas, temores y cuestionamientos sobre lo realmente trascendental en el acto de vivir. ¿Dinero, éxito, felicidad, amor? ¿Qué es lo de vital importancia en la vida? Es la pregunta que nos queda tras la lectura de La muerte de Iván Ilich. El autor de Anna Karenina y Guerra y paz, plantea no sólo en el dolor físico, sino la intuición de la muerte cercana y la duda de haber hecho lo correcto durante el tiempo vivido. La muerte de Iván Ilich puede verse como una poética, un “sentimiento de extrañeza en relación con el significado de la muerte” pero además como una crítica al sistema social y al consumo de su época (¿y por qué no? aplicable también a la nuestra). También puede verse como un señalamiento a la insensibilidad de la sociedad frente a la muerte.

Asocié de inmediato la lectura de La muerte de Iván Ilich con otro libro que me fascinó: La soledad de los moribundos, del sociólogo Nobert Elias. Para este autor “La muerte es un problema de los vivos. Los muertos no tienen problemas”, porque el hombre es la única especie que se enfrenta a prever su propio final y tener consciencia de ello. También Elias nos señala que, a pesar de la vida moderna, la muerte ha tenido más restricciones que la sexualidad. Es común que se le sigua ocultando y se reprima. Se considera normal la creación de muros de silencio frente a la muerte; por ejemplo a diferencia de los niños de siglos anteriores que veían la muerte de forma directa por epidemias, enfermedades, guerras o violencia. Hoy, a los niños no se les habla sobre la defunción de los abuelos o incluso de los padres, limitando a las generaciones futuras la confrontación de la vivencia personal respecto al término de la vida.

La actual industria de la felicidad —acaso valdría la pena llamar dictadura de la felicidad— impuesta por el neoliberalismo nos ordena siempre sonreír, tener dicha eterna y culpabilidad de no ser capaces de sobreponernos al dolor. El pensamiento de felicidad actual obliga, de acuerdo con el doctor en psicología Edgar Cabanas Díaz, profesor de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, “un estilo de vida que apunta hacia la construcción de un ciudadano muy concreto, individualista, que entiende que no le debe nada a nadie, sino que lo que tiene se lo merece. Sus éxitos y fracasos, su salud, su satisfacción, no dependen de cuestiones sociales, sino de él y la correcta gestión de sus emociones, pensamientos y actitudes”. Esta forma de percibir la vida nos aleja del hecho real de que el dolor, el fracaso, la enfermedad y la muerte son parte del ciclo de la vida.

Recordemos que Nobert Elias destaca que la conmoción ante la muerte es natural y es por ello que al enfermo y al moribundo se les aísla. En el fondo subyace el temor de lo finito e irrepetible que hay en cada ser humano. “Miedos y temores humanos han sido una de las principales fuentes de poder de unos hombres sobre otros, estas fantasías han constituido una base para el desarrollo y mantenimiento de gran profusión de sistemas de dominación.”

Frente a la introspección y soledad de Iván Ilich, “sumido en esa soledad completa, tumbado de cara al respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa, entre numerosos conocidos y familiares —una soledad que en ningún otro lugar podría haber sido más completa: ni en el fondo del mar, ni en rincón alguno de la tierra—”, que finaliza en un grito de resistencia de tres días sin interrupción hasta el deceso del protagonista como nos narra Lev Tolstói, surge otro historia y otro personaje muy distinto enfrentando su propia muerte: Kanji Watanabe, en Ikiru (Vivir, 1952), obra cinematográfica del director Akira Kurosawa, donde se narra la vida de un viejo funcionario público de la burocracia japonesa de postguerra, consumado por su trabajo monótono y cuya triste vida se ve irremediablemente afectada por un cáncer de estómago terminal.

La voz en off del inicio nos señala que Watanabe “no pasa el tiempo vivo, o sea, no se puede decir que está vivo. (...) No, así no tiene remedio, así es igual que un cadáver. En efecto, este hombre lleva muerto desde hace, más o menos, veinte años”. La noticia de su enfermedad terminal lleva al protagonista a romper con la monotonía de su trabajo (al cual ha asistido durante 30 años sin faltar ni una vez). Esa misma noche se aventura a las calles a tomar. Ahí conoce a un escritor que accede a acompañarlo y lo lleva a conocer lugares. Este personaje dice unas líneas inolvidables: “Sólo nos damos cuenta de lo bello que es la vida cuando nos enfrentamos a la muerte. Y aún así son muy pocos los casos en los que eso sucede. Algunos mueren sin saber que es la vida. Es usted un hombre bueno, se está rebelando contra ello. Ha llevado una vida de esclavo y ahora quiere gobernar su vida. El deber de todo hombre es disfrutar de la vida. No hacerlo es ir contra la voluntad de Dios”.

Pero una noche de múltiples placeres no provoca que Watanabe se recupere frente a su Memento mori. Más adelante vemos el encuentro de Kanji Watanabe con Toyo Odagiri, una compañera del trabajo. La joven bromista, llena de vida y entusiasmo, contagia un poco de su alegría al protagonista, quien al invitarla a salir le confiesa su situación y de forma desesperada le pide que le enseñe a vivir como ella. Toyo, asustada e incapaz de darle una respuesta correcta, pone en marcha un pequeño conejo blanco mecánico de su nuevo trabajo y le dice: “Solo hago juguetes como este, pero me divierto. Es como si todos los niños de Japón son amigos míos. ¿Por qué no hace usted algo parecido?”. Esta simple frase le inspira para enfrentar el final de su vida.

A diferencia de Iván Ilich, que se sume en su soledad, Watanabe toma la decisión de actuar, de aprovechar los últimos meses de vida. Regresa a su oficina a cambiar las reglas de su trabajo insípido. “¡No, no es tarde! ¡No, no es imposible! Podré hacer algo allí si estoy realmente decidido a hacerlo. Podré hacerlo.” La última parte de Ikiru muestra el funeral donde la familia, compañeros y jefes de trabajo narran las semanas finales, donde él se empeña en agilizar los trámites burocráticos para la construcción de un parque infantil en una zona de la ciudad en que los vecinos reclaman soluciones desde hace tiempo. Watanabe halla el sentido a su existencia. Es recordado con cariño por las mujeres a las que beneficia, sirve de inspiración a sus compañeros de trabajo. El servicio a otros logra desapegarlo del dolor y la angustia frente a la muerte. Él decide cual será el sentido de su vida.

Viktor Frankl, psiquiatra y filósofo fundador de la logoterapia, sostenía que incluso aún en las condiciones más extremas de sufrimiento, es posible que el hombre encuentre una razón para vivir. Frankl señalaba: lo que de verdad distingue al hombre de otros seres es la voluntad de sentido, es decir, la lucha por encontrarle una razón a la vida, que es la primera fuerza motivadora del ser humano. “Nada en el mundo ayuda a sobrevivir, aun en las peores condiciones, como la conciencia de que la vida tiene un sentido”. Hacer esto significa trascender pese a las limitaciones, al pasado y las restricciones, la libertad única es la libertad de decidir la actitud a la que enfrentamos la vida. Así vemos que Iván Ilich y Kanji Watanabe eligieron sentidos opuestos. Para el primer personaje, la muerte fue aterradora.

“Aquellos tres días, en los que la noción del tiempo no existía ya para él, Iván Ilich luchó para no ser introducido en el saco negro en que le metía una fuerza invisible, irresistible. Luchaba como el condenado a muerte lucha entre las manos del verdugo: comprendiendo que no se salvaría. A cada minuto transcurrido sentía que, no obstante los esfuerzos de lucha, aproximábase más cada vez a lo que tanto le horrorizaba. Sentía que sus sufrimientos consistían en que le introducían en aquel negro agujero y en que no podían meterle por completo. Lo que le impedía entrar era la afirmación de que su pasada vida era buena.”

En contraste, los últimos días del protagonista de Ikiru muestran estar llenos de reflexión: “Llevo treinta años sin admirar una puesta de sol. Pero para eso ya no me queda tiempo”; y también de acciones que lo liberan de la condena de morir, pues ha trascendido su propia existencia sirviendo a otros.

Libro y película nos muestran algo valioso: no el miedo a la muerte, sino la elección de la vida que elegimos. En una sociedad de consumo y de egoísmo es una obligación preguntarnos ¿qué debemos elegir para vivir (y morir) bien? Aprender a nadar en contracorriente, ir al margen del espíritu de la época individualista actual, ir más allá de la propia satisfacción, de complacer nuestro ánimo de ocio. Debemos tomar la responsabilidad y la preocupación por el futuro. Tenemos que enfocar el trabajo de nuestras pequeñas trincheras en dirección del bienestar de la comunidad. Plantear nuevas interrogantes al desasosegado individualismo con el bienestar común nunca está de más. Recordemos las sabias palabras de Viktor Frankl: “Un hombre consciente de su responsabilidad ante otro ser humano jamás tirará su vida por la borda, si conoces el porqué de tu existencia serás capaz de soportar cualquier cómo”.

En Ikiru, Watanabe acepta la muerte con resignación pues ha ayudado a otros. El policía que lo ve en el parque columpiándose antes de morir y va a rendirle homenaje en su funeral es testigo: “Parecía tan feliz. ¿Cómo podría expresarlo? Cantaba con melancolía en un tono de voz que extrañamente me llegaba al fondo del corazón”. Sobre un columpio meciéndose con la nieve que cae, la letra emerge como un poema e himno de vida. El reto en nuestra existencia es reconocer su brevedad, tomar el buen ejemplo y cantar como Kanji Watanabe, tocando el corazón de los otros:

¡Qué corta que es la vida! Enamórate, querida doncella, antes de que el rojo de tus labios se desvanezca, y antes de que tu pasión se enfríe ya que no habrá un mañana.

¡Qué corta que es la vida! Enamórate, querida doncella, antes de que el color negro de tu pelo se desvanezca, antes de que se apague el fuego de tu corazón ya que este día no volverá jamás.

 

Referencias

Cabanas Edgar y Eva Illouz. Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Paidós. Barcelona. 2019.

Elias Norbert. La soledad de los moribundos. Fondo de Cultura Económica. México. 2015.

Frankl Viktor. El hombre en busca de sentido. Editorial Herder. 2015.

Párraga Peñalver Andrea. El desafío de vivir. Análisis de Vivir (Ikiru) Akira Kurosawa, 1952. Educar la mirada Puntos focales de la historia audiovisual. Consultado en https://www.um.es/educarlamirada/?cine=el-desafio-de-vivir

Tolstoi León. La muerte de Iván Ilich. Obras clásicas de siempre. Consultado en http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/ObrasClasicas/_docs/MuerteIvanIlich.pdf

Fabiola Morales Gasca

Fabiola Morales Gasca Licenciada en Informática por el Instituto Tecnológico de Puebla. Egresada de talleres literarios en la Casa del Escritor y la Escuela de Escritores. Terminó el Diplomado en Creación Literaria en la SOGEM-IMACP de Puebla. Maestra en Literatura Aplicada por la Universidad Iberoamericana. Autora de los poemarios “Para tardes de Lluvia y de Nostalgia” 2014 y “Crónicas sobre Mar, Tierra y Aire” 2016 Editorial BUAP. Libros infantiles “Frasquito de cuentos” y “Confeti” 2017, BUAP y Libro de minificciones “El mar a través del caracol” Editorial El puente 2017. El niño que le encantaban los colores y no le gustaban las letras 2018. Luciérnagas 2020. Participante de varias antologías en España, Paraguay, Chile, Colombia y México. Lectora voraz y escritora incansable.

Fabiola Morales Gasca
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