Espuma de los días

Un amigo para Thomas Bernhard

Un amigo para Thomas Bernhard

Febrero 05, 2021 / Por Jesús Bonilla Fernández

En memoria de mi malogrado amigo

Roberto Martínez Garcilazo

 

Thomas Bernhard el autor y Thomas Bernhard el personaje, dos entes del mismo género a pesar de sus diferencias reales e irreales son, a final de cuentas, dos personajes optimistas o, mejor dicho, irónicos. Digo son, porque el personaje todavía existe, aunque el autor haya muerto hace treinta y tres años, el 12 de febrero de 1989; y digo irónicos porque en el fondo su esencia, en el plano creador, por decirlo así, demiúrgico, por un lado, y en el plano de la ficción del personaje (léase los personajes, si gustan), totalmente metafísico, por otro, aparecen como un punto luminoso en la oscuridad de los actos humanos o (horror paradójico) a la inversa: un punto oscuro en la luminosidad de las mismas acciones, inmersas, querámoslo o no, en la inconstancia humana, en la enfermedad, la locura, las pasiones, la estupidez, la perplejidad y el afán de ser de nosotros, los mortales (seguramente otra necedad).

El autor se crea a sí mismo al crear el personaje que persiste en ser, en continuar siendo, según la célebre y sencilla fórmula de Spinoza. Las versiones del personaje (personajes, si gustan) recrean al propio autor en una versatilidad netamente imposible, al menos en el plano temporal de la existencia.

Pero también, sin emocionarnos, es diverso y símil. Thomas Bernhard es, o fue, Thomas Bernhard, y sus personajes son ellos mismos, cada uno el mismo.

Optimismo irónico, el sarcasmo atenúa el nihilismo. El cerebro es una máquina (“que martillea, exactamente todo aquello con lo que horas y días, incluso semanas antes ha sido golpeado y maltratado […] una palabra pone en movimiento hacia las profundidades un alud entero de palabras consecutivas, barrios enteros de construcciones verbales, y no permite, efectivamente, no puede permitir la menor omisión”) como a veces quiere el pintor Strauch en Helada (1963), su primera novela, y su discurso, al menos en la literatura de Thomas Bernhard tiene los efectos de un pesimismo pasmoso que a la larga reconforta. Es como el anuncio de una buena nueva en el Zaratustra de Nietzsche, el filósofo del martillo, pero machacando aún más obsesamente. (Escribo estas palabras y a mi imago viene la figura de Nietzsche enfermo sacado del relato biográfico de Sue Prideaux, ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche: abrigo, bastón, unas gafas verdosas y un gorro, todo para atenuar los dolores provocados por las influencias eléctricas o electromagnéticas. ¡Qué mezquindad de sufrimiento bufonesco!)

Planteado este contexto, digamos que el autor y personaje era hombre de pocos amigos. Contados con los dedos de las manos son quienes, como la crítica Gitta Honnegger o el dramaturgo del Burgtheater Claus Peymann, se ufanaron de su trato. En Austria, nación xenófoba por excelencia que el autor de Tala (1984) jamás dejó de hostigar y agraviar (podremos ver con cuánta razón en los referendos en contra de los extranjeros que celebran de vez en cuando y que seguramente confirman la veracidad literaria del escritor que nos ocupa) Thomas Bernhard era considerado un Nestbeschmutzer, algo así como un pájaro de cuenta que ensucia su propio nido.

Rudolf, el atormentado, enfermo y frustrado biógrafo de Felix Mendelssohn Bartholdy en Hormigón (1982), en el íntimo discurso que define el carácter de los personajes bernarhdianos, dice: “Pero qué quiere decir: ¡amigos! Conocemos a varias, incluso a muchas personas, algunas que todavía no han muerto o se han ido para siempre, todavía en la infancia, todos los años hemos ido muy a menudo a su casa, han venido a nuestra casa, pero no por ello, ni con mucho, son amigos. Mi hermana califica pronto a alguien de amigo, incluso a gente que apenas conoce, si eso entra en sus cálculos. Si lo pienso bien, no tengo en absoluto amigos, no he tenido nunca, desde el fin de mi infancia, ningún amigo. Amistad, ¡qué palabra más leprosa! La gente la tiene todos los días en los labios, hasta el hastío, y está totalmente devaluada como la palabra, pisoteada a muerte, de amor”.

Queremos estar solos y momentos después no queremos estarlo más, para volver a empezar con lo mismo, piensa Bernhard. Incluso nosotros a menudo lo pensamos. El escritor austriaco, sin pelos en la pluma, por decirlo así, plasma esta contradicción en la cháchara de sus personajes. No, mejor dicho, esta inconstancia humana en la cháchara, contradicción no. Él mismo fue presa de ella, cosa que no impide el discurso interior de Rudolf: “Y las personas que he conocido en Viena me paralizaban también, prescindiendo de dos o tres excepciones. Pero mi amigo Paul Wittgenstein murió, de su locura, bien entendido, y mi amiga Joana, la pintora, se ahorcó”.

Joana es el pretexto de la compleja parábola que es Tala, novela que ciertamente le provocó a Bernhard bastantes dificultades en Austria. El suicidio de Joana y su funeral, desata su perorata mental, el sentimiento del hombre impávido ante la Naturaleza desata el resorte metafísico de la lengua metafísica cuando la cultura es vanal esparcimiento ante la locura, la enfermedad y la muerte.

La amistad más impactante para Bernhard parece haber sido la que sostuvo con el sobrino del filósofo Ludwig Wittgenstein, Paul. Contrariamente a lo sucedido con Joana, Bernhard no asistió a su funeral, como era el deseo de su amigo. De hecho se quedó en Creta cuando murió, escribiendo una obra teatral que destruyó en cuanto estuvo terminada.

Bernhard narra su relación en El sobrino de Wittgenstein (1982), novela auténticamente autobiográfica que para el escritor y moralista estadunidense John Updike hace las veces del discurso que el escritor austriaco no pronunció ante la tumba de Paul, quien le avergonzaba al final de sus días.

“Paul se volvió loco —dice Bernhard—, porque de repente empezó a oponer su persona a todo lo demás y perdió el equilibrio, del mismo modo que un día yo había perdido también el equilibrio al oponer mi persona a todo lo demás; la única diferencia es que él se volvió loco, mientras que yo, por la misma razón, contraje una enfermedad de pulmón. Pero Paul no estaba más loco que yo… La única diferencia entre nosotros es que Paul permitió que la locura le dominara totalmente, mientras que yo nunca he dejado que mi locura, tan grave como la suya, me dominara totalmente; se diría que a él lo venció la locura, mientras que yo siempre he explotado la mía”.

De ahí en fuera, entre otras amistades de Thomas Bernhard sólo reconocemos a Montaigne, a Pascal, a Votaire. Por ejemplo, Jean-Yves Lartichaux escribió sobre la influencia de Blaise Pascal en la obra de Bernhard. Señalaba que no sólo se refiere a citas o paráfrasis de los Pensamientos sino que, para decirlo con palabras de Damiá Alou, “casi la totalidad de su obra parece acomodarse a las dos partes en que Pascal divide sus Pensamientos. En la primera parte se afirma la tesis de que la Naturaleza está corrupta en sí misma; en la segunda sostiene Pascal que sólo el hombre, con ayuda de Dios, puede repararla dando sentido a su gratuidad”.

Thomas Bernhard quizá deseara otros amigos, sólo quizá. Después de todo, considerar con optimismo “la razón como investigación de la enfermedad”, es una gran empresa como para emprenderla solo.

 

ALCOHOLES

Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Ernst Jünger

 

El amor, según Baudelaire: “Un oasis de horror en el desierto del aburrimiento”.

 

 

Jesús Bonilla Fernández

Jesús Bonilla Fernández
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