Gorilas en Trova

Entre Lowell y Fletcher: el otoño

Entre Lowell y Fletcher: el otoño

Octubre 03, 2023 / Por Maritza Flores Hernández

El otoño trae algo de nostalgia. Posiblemente se deba al cambio en el color de los árboles, a los animalitos mudando de piel o de guarida; o se trate de una mera idea alentada por la moda. Querido lector, ¿qué clase de imágenes guarda Usted del otoño?

La respuesta dependerá de una serie de factores ajenos a la voluntad propia; por ejemplo, la Luna y sus conjunciones recientes con Júpiter, el cumpleaños de un nieto, destapar lo oculto en una obra plástica, el reencuentro con una amiga venida de un país distante, la salud restaurada, o la incertidumbre surgida entre el tren del que bajamos y al que subimos aún teniendo los boletos en la mano.

La poesía proporciona una serie de propuestas lúdicas y amables.

Amy Lowell, crítica literaria, editora y poeta estadounidense, en su poema “Otoño” —en la versión del reconocido poeta Jonio González— comparte:

 

He pasado el día observando las purpúreas hojas de la vid

caer al agua.

Y ahora, a la luz de la luna, siguen cayendo,

pero cada hoja tiene franjas plateadas.

 

La autora —ganadora del premio Pulitzer de poesía 1926, a título póstumo—, en la ruta literaria del Imaginismo, muestra con imágenes ciertas la caída inevitable de las hojas de la vid. Estas ya no son verdes, sino la mezcla del cielo azul y el rojo oscuro.

Magentas que al separarse de las ramas van a la fuente de su nuevo destino: el agua, vínculo del perfecto contraste entre la vida que las acoge y la perezosa muerte que las transforma. El sol impregnado en ellas se ha marchado y las que quedan continúan sin pausa su lento peregrinar por el camino marcado por el otoño.

No obstante, algo brilla en el ambiente.

La noche llega y se anuncia con la luz de la luna. Y si bien la poeta no cita dicha emergencia lumínica, su presencia es innegable al quedar las hojas caídas manchadas con “franjas plateadas”, evidencia de que el el sol se ha puesto ante el astro nocturno y de que las cosas del cielo acompañan a las de la tierra en una unidad en que todo se integra. De cualquier manera, nada se pierde, todo evoluciona.

Es apenas un instante prolongado en el día: mutación atrapada en las pequeñas y constantes acciones del mundo, objeto directo de la experiencia interior de Amy Lowell, volcada, al modo de un haikú, al ritmo de la propia naturaleza.

En estos versos, el otoño es un suspenso mínimo del tiempo que, a pesar de todo, se encuentra en perpetua circulación, retornando con toda su belleza a nuestra memoria.

No hay nada más plástico que la memoria, conserva la esencia del suceso: es anzuelo para desear de nuevo lo vivido y, al mismo tiempo, seguir habitándolo en el ahora.

La imaginación halla los recovecos para conseguirlo.

Así lo expone el poeta estadounidense John Gould Fletcher —premio Pulitzer de poesía 1939—, en sus versos, traducidos por el destacado traductor y poeta Jonio González:

 

Mujer de pie junto a una puerta con paraguas

 

El final del verano da paso al otoño: las cercas están salpicadas

de crisantemos.

Oro y bermellón la tarde.

Yo espero aquí, soñando con bermellones atardeceres: mi corazón tiene algo de miedo a la fría lluvia del otoño.

 

El extraño título es, en realidad, la motivación de este epigrama al estilo del ukiyo-e japonés, cultivado por Fletcher en la corriente literaria del Imaginismo.

Donde el primer verso —en función también de título—, fragmento visual inmóvil, rompe con el resto de los versos de lento e inexorable desplazamiento. Por consiguiente, crea un intervalo entre uno y otros, dando pie a que la inventiva del lector descubra el trasfondo de este fingido choque de ideas y anhelos.

Inicia con una imagen única y divida:

 

Mujer de pie junto a una puerta con paraguas

 

El poder del recuerdo del poeta hace ver tres elementos distintos jugando entre sí con sus formas: una mujer de figura vertical, la puerta junto a ella haciendo énfasis en la orientación de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, dato reforzado con el paraguas que se recarga en la puerta formando una tercera línea ascendente, esbelta, de pie, como ella.

En esta armonía discrepante reside, en distintos tonos, el finiquito del verano y la entrada del otoño.

La mujer, de configuración estival, está a punto de marcharse. Las lluvias han cesado, por ello el paraguas está junto a la puerta sin ser usado y la puerta esperando.

Gracias a los versos subsecuentes, cobra vida la intuición de que la mujer es la figuración buscada por el poeta, la viva estampa de los tiempos felices —el verano—, con su correlato del tránsito hacia la próxima estación —el otoño—. En consecuencia, ella representa épocas más luminosas, cálidas y amorosas.

Esto es así, pues el mismo autor, en un brinco de apariencia abrupta, precisa que al verano le sucedió el otoño y los crisantemos, flores que en la tradición del extremo oriente significan rejuvenecimiento y esperanza.

De suerte que no importa que los atardeceres de oro y grana del otoño hayan sustituido a los rojizos del verano, ya que el personaje —en su pensamiento— espera precisamente en este último, acción paciente —en el ahora— por lo que vendrá.

En ese mismo espacio, sin moverse, casi estático, permanece mientras la tarde dorada y roja transcurre, liquidando la última tarde de verano para darle cabida al otoño.

Es el momento previo al adiós de la mujer, de quien no volverá a hablar explícitamente después de ser el motor inicial que impulsa todo el continuo poético. Sin embargo, él la atesora en el núcleo de sus sueños, abraza el anhelo: ella y el verano regresarán.

Ambas figuras, él y ella, parecen flotar en el intervalo nacido entre los versos: espacio propio de la naturaleza, comprensible únicamente a las mentes clarividentes, por tanto ajeno a la fría lluvia otoñal.

En estos versos de Amy Lowell y de John Gould Fletcher, pese a los contrastes, se advierte la bondad del acontecimiento dentro y fuera de la persona, y la necesidad de acudir a ella cada vez que se enfrentan cambios asombrosos o frustrantes, provocadores del desasosiego o la alegría, o de la paz y la nostalgia.

La poesía es un buen refugio, fuente de amistad verdadera, igual a la que hallamos en la obra Poetas norteamericanos en dos siglos, volumen I (selección y versiones del poeta y traductor Jonio González, con prólogo de Jorge Aulicino), ediciones en Danza, Barcelona, España-Buenos Aires, Argentina, 2020, a la que acudimos con gratitud para gozar de estos y otros poemas y, también, tan sólo por placer.

Como siempre, querido lector, Usted tiene la última palabra.

Maritza Flores Hernández

Cuentista, ensayista y también abogada. Egresada de Casa Lamm, donde hizo la Maestría en Literatura y Creación Literaria. Considera el arte, la ciencia y la cultura como un todo. Publica dos columnas literarias cada semana, en distintos diarios. Su obra ha formado parte de la antología de cuentos “Cuarentena 2020”.

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