Káos

El temor a las mujeres

El temor a las mujeres

Marzo 15, 2022 / Por Antonio Bello Quiroz

Portada: “Júpiter y Juno en el Monte Ida”, James Barry, 1790

 

 

Vuestras mujeres callen en las congregaciones, porque no les es permitido hablar…

Corintios 14: 34

El horror, el odio y el temor a las mujeres es ancestral. La historia de la humanidad bien puede trazarse a partir del lugar (o no-lugar) que las mujeres han tenido en las diversas épocas. En la historia de la sexualidad una constante se revela: nunca se ha sabido qué hacer con el horror que la desconocida condición femenina genera.

Desde que Hesíodo, en su Teogonía, narra el mítico y ejemplar castigo que Zeus impone a los hombres a partir de que Prometeo les entregó el brillo del fuego (les manda a una hermosa mujer para calamidad de los hombres), muchos son los referentes del temor y odio que las mujeres han generado a los hombres (y a las mismas mujeres) de todos los tiempos.

En el libro Una breve historia de la misoginia, de Anna Caballé, se lee que un filósofo francés llamado André Glucksmann decía que el odio más largo de la historia, más planetario incluso que el odio a los judíos, es el odio a las mujeres. Ese odio tiene un nombre: misoginia.

Contrario a lo que se piensa, la misoginia no es un asunto de falta de educación o escasa cultura. Por ejemplo, Alfonso X, llamado el sabio, escribía sobre las mujeres: “confundimiento del hombre, bestia que nunca se harta, peligro que no guarda medida”. Tampoco el temor a las mujeres y su rechazo es cuestión de género, lo mismo se da en hombres que en mujeres. La escritora española recientemente fallecida Almudena Grandes escribe: “entre las escritoras de mi edad hay muchas que son unas petardas, que van llorando por ahí, convertidas en unas pobres chicas tiernas a las que los críticos quieren tocar el culo y se sienten acosadas sexualmente, y reclaman apoyo por ser chicas”.

Si algo nos enseñan nuestros días es que, como señala Colette Soler, algo entre los sexos no anda. La cuestión no es nueva, la convivencia entre hombres y mujeres ha sido desde siempre complicada, el orden patriarcal les ha dado a las mujeres un lugar centrado en la maternidad y de esa manera, su discurso, su deseo, no es escuchado, muy por el contrario, ha sido silenciado, segregado, violentado. La humanidad, organizada desde lo masculino, desde siempre ha mostrado su desprecio por la palabra de las mujeres. Los hombres no escuchan a las mujeres, este es el fundamento de la misoginia o el odio a las mujeres. Aquí un primer punto para acercarnos al temor a las mujeres: las relaciones de dominio se dan a partir del rechazo a la palabra femenina.

Así entonces, el problema de la misoginia es la negación o invisibilización de la palabra y el deseo femenino. Si se oculta no se puede hacer nada.

Pero, ¿qué es lo que no se escucha en las mujeres? ¿Qué es lo que produce tanto horror y rechazo a las mujeres? Quizá sea justamente que en el centro mismo de la constitución psíquica de la mujer se encuentra Nada. Lo indecible, lo que las acerca a Dios y al Diablo, a lo real. Quizá por ello la tendencia a adornar el cuerpo femenino, a cubrirlo de afeites para velar esa nada que lo habita y constituye. Un cuerpo sin centro, un discurso sin sentido, eso es una mujer. La mujer representa la alteridad a todo discurso dominante. La mujer es un síntoma para un hombre, los que excede, lo que les incomoda, como dice Lacan. Y eso es justamente lo que se vive con recelo, no se sabe qué con ellas: ¡gozan demasiado! Es justamente esta condición de gozante sin límites, sin tiempo ni localización corporal de su goce, es lo que no soportan, hay que decirlo nuevamente, ni hombres y mujeres, no lo soporta el sistema patriarcal.

Esta condición gozante en la mujer, insisto, no es nueva, ocurre desde tiempos inmemoriales, tal y como lo revela Ovidio Nason en Las metamorfosis. Ahí nos cuenta que Júpiter y Juno discutían con respecto a quiénes reciben más placer en el acto carnal, es decir, quién goza más, si las hembras o los varones (en el fondo, es lo mismo que se discute en la pareja contemporánea: ¿quién da más?, ¿quién ama más?, ¿quién goza más?). Júpiter opinaba que eran las mujeres quienes más gozaban. Como no se ponían de acuerdo, deciden acudir al sabio Tiresias, que había gustado del amor bajo los dos sexos. El mito cuenta que Tiresias encuentra en el camino a dos serpientes enroscadas copulando, con su bastón las separa y en castigo se convierte en mujer por siete años. Pasado ese tiempo, nuevamente en el camino se encuentra a otras dos serpientes, con su bastón las separa y se convierte nuevamente en hombre. Escribe Ovidio: “este sabio juez, nombrado para dirimir la contienda, se inclinó por la opinión de Júpiter”. Juno se ve descubierta y en castigo privó a Tiresias de la vista. Como no es dado ir en contra de un dios, Júpiter en compensación lo hizo adivino. Vemos aquí a Juno, a la mujer, del lado del exceso. Ese lugar ha sido oprobioso para quienes fueron designados como garantes del orden y detentador de los poderes.

Para Freud, la mujer se constituye a partir de un momento fundante que ocurre justo ante la percepción psíquica de la diferencia anatómica de los sexos, lo que instaura en ellas el penisneid o envidia del pene. Una pésima lectura de esta afirmación ha hecho que se pierda el sentido profundo de la misma.

Desde luego que, para Freud, lo que le falta a la mujer no está en el orden de lo anatómico, es decir, a la mujer en lo real biológico no le falta absolutamente nada. Sin embargo, la diferencia en la constitución psíquica de los sexos se ubica entre “fálico/castrado”. La mitad de la humanidad toma posición a partir de tener, a la otra le queda tomar posición del lado del ser. Así, la dialéctica del psicoanálisis se organiza en “tener/no tener”, mejor aún se trata de tener o ser el falo. Y aquí hay que dejar muy claro, subrayar una y otra vez que el pene no es el falo, el pene es tan sólo el órgano que lo representa. El falo, en todo caso, es la erección, la “turgencia vital” como le llama Lacan. Hecha esta pequeña aclaración, podemos decir que es en el ser el falo de la mujer donde el psicoanálisis pone el énfasis de la feminidad. Si ella no lo tiene entonces sólo le queda la vía de ser el falo para acceder a este significante que organiza la existencia y la sexualidad. Para la mujer, y esta es su potencia, hay dos salidas: aferrarse a tener o bien ser el falo. Ser el falo implicaría encarnar aquello que al otro le falta. La mascarada de ser el falo implica que la mujer hace de su cuerpo el falo y se ofrece al otro como objeto de deseo y desquicio.

Por otra parte, el hombre, al estar del lado del tener, queda siempre amenazado con perder. Quizá por ello deba defenderse de aquella que lo amenaza con su demanda, con su demanda excesiva y enigmática. La respuesta del varón es la huida, la impotencia, o la aniquilación (simbólica o real) de quien lo angustia con su demanda. Aunque a últimas fechas podemos ver una nueva salida: el hombre reacciona ante esta demanda haciéndose “feminista”, colocándose de “su lado”, el de todas, como si fueran iguales. Así, en lugar de escucharlas se identifican a una masa políticamente correcta, se coloca en el lugar del ser, aunque eso implique dos cosas: negar la falta en ellas y ocultar lo que se tiene en ellos.

Lo radical y peligroso de esta acción es que el varón, identificándose a ella, negando la diferencia, contribuye a no escuchar la singularidad de la mujer, no escuchar aquello lo que las hace diferentes, una por una. Desde luego, todo lo que se exprese como común, una causa común como se dice, es masculino, implica un orden discursivo. Y todo orden discursivo es patriarcal. Hacer causa común implica eliminar las diferencias y esa es la raíz del odio a las mujeres, no se tolera que sean diferentes al discurso dominante. En otras palabras, más radical aún, el deber ser no aplica en las mujeres, no importa que adelante del deber ser se coloquen significantes como “libres”, “ellas mismas”, “empoderadas”, etc. La mujer es un discurso sin sentido, eso es lo insoportable, para hombres y para mujeres.

Dicho lo anterior, señalemos con contundencia que muy pocas cosas han cambiado en la historia de la humanidad con respecto a las mujeres. Sin embargo, lo que sí ha variado, hasta casi pasar desapercibido, son las formas de la desmetida que el varón hace de la diferencia sexual. Hoy procede identificándose con ellas para ocultar su desprecio a lo femenino. Se identifica con ellas para no escucharlas una a una.

Lejos estaría de decir que el psicoanálisis tiene la respuesta para la misoginia o el temor a las mujeres, sin embargo, sí es posible decir que se constituye como un discurso y un espacio clínico, quizás el único en las sociedades occidentales, donde se escucha lo excluido, donde se escucha a las mujeres en su singularidad, es decir, en lo propio de su deseo inconsciente. La apuesta del psicoanálisis es, justamente, no ceder ante el horror a la castración que se encuentra en el origen del desprecio a las mujeres.

 

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

Antonio Bello Quiroz
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