Káos

La palabra y sus potencias

La palabra y sus potencias

Enero 11, 2022 / Por Antonio Bello Quiroz

Portada: Rembrandt, Filósofo meditando, 1632

 

 

El descubrimiento freudiano nos conduce pues a escuchar en el discurso esa palabra que se manifiesta a través, o incluso a pesar del sujeto […] Porque siempre dice más de lo que quiere decir, siempre dice más de lo que sabe que dice

Jacques Lacan

 

Al deseo sólo se puede acceder por la palabra. Sin embargo, paradójicamente, resulta imposible que el deseo pueda ser dicho. Entonces, frente al deseo nos encontramos también con el impasse del silencio. El silencio de la potencia a la palabra, la engendra y, sin embargo, al mismo tiempo la hace fallar. En el silencio nos encontramos con la ausencia de lo que falta. Si seguimos al genial escritor francés Pascal Quignard en su La imagen que falta: “Cicerón define la palabra deseo: Desideriumest libido vivendi ejus qui non adsit. Palabra por palabra: deseo es la libido de ver alguien que no está allí”, y si lo extendemos a lo que hoy nos interesa y ligamos el deseo no con la mirada sino con la palabra y sus potencias, podríamos parafrasear: la palabra permite al deseo mostrar lo que no es está allí.

La experiencia de análisis es una que pasa por la palabra, la requiere: el psicoanálisis es una técnica de la palabra. Al iniciar su enseñanza, en el seminario llamado “Los escritos técnicos de Freud”, Jacques Lacan lo señala así: “si se toma la palabra tal como se debe, como perspectiva central, la experiencia analítica debe formularse en una relación entre tres y no de dos”, la palabra es justamente el tercero en el dispositivo analítico, presencia infaltable, sólo así el deseo que ahí se juega tendrá lugar, se revelará. La palabra y el silencio potencian la revelación inconsciente.

Hablar es siempre un imperativo: lo que se dice se muestra, aunque no se sepa nunca lo que se muestra. Lo que se muestra, en lo que se dice, es “esa cosa”, pero que siempre es “otra cosa”. Se dice y se muestra a la vez que se oculta. Con el silencio se muestra eso que no alcanza a decirse todo con el lenguaje. El lenguaje nunca alcanza para decir aquello que nos habita; el lenguaje falla para decir la verdad: le hacen falta palabras. Por eso el silencio, el silencio que no así no resulta ser silente, está lleno de lenguaje, de impotencia de lenguaje.

Los poetas saben de esa impotencia del lenguaje, por ello tienen que hacer neologismos, ir a los más profundos abismos para poder encontrar la palabra que posibilite decir lo imposible.

El psicoanalista lo sabe (quizá no sepa otra cosa): quien guarda silencio se habla, habla con el Otro.

¿Qué es el silencio? Es ni más ni menos la esencia del descubrimiento freudiano, el silencio es la esencia del inconsciente, lo propio de la represión, como señala Sigmund Freud: “el proceso de represión propiamente dicha […] se cumple mudo”. Si ya antes hemos dicho que el deseo en psicoanálisis es siempre deseo inconsciente, bien podría ensayar aquí una fórmula, parafraseando a Bataille, cuando habla del erotismo: el silencio es lo propio de lo humano.

La posibilidad de que algo sea escuchado es que haya silencio: el silencio engendra la potencia de la palabra. Los griegos decían que para que un discurso se pudiera sostener requería que el cuerpo adquiriera control. Con esto, también, y por extensión, podríamos decir que para que la palabra pueda fluir se requiere del silencio. Si no hay silencio, no hay significación de la palabra, ni la imagen, ni nada. El silencio es fundante y fundamental. Pero también el silencio es defensa, defensa contra la muerte. Si el silencio es fundante no puede ser sino fundante de la conciencia y toda conciencia es consciencia de muerte. Freud no puede ser más claro cuando llega a decir en De guerra y muerte: “Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio”. También para Freud la pulsión de destrucción o de muerte trabaja sin ruido.

Quien guarda silencio manifiesta un deseo: escuchar lo que el otro (el Otro) dice. Sería fantástico tener una casa de escucha. Sin restricción, sin censura, ni prejuicios, una casa como el rincón donde Momo, aquella niña entrañable de Michel Ende que se especializaba en escuchar el sufrimiento de los demás sin querer remediarlo: escuchaba para que quien le hablaba se escuchara. En esto último radica el secreto. Quien escucha está abierto a la voz de otro, pero otro como diverso, quien escucha sólo lo que quiere escuchar no escucha nada.

Es como los maestros que asienten con la cabeza si el alumno dice lo que esperan, pero con esa misma sanciona severamente todo lo que su alumno diga en contra; simplemente no escucha nada.

Saber no decir nada es un arte. Saber no decir nada cuando la ocasión no lo exige es una manera de recordar en acto que de eso, esencial para quien habla, no se sabe nada. En psicoanálisis, guardar silencio, en el momento preciso, es hacer función de semblante. Se trata de un simulacro de mutismo, pero desde luego que no se hipostasiar, como decía Emmanuel Levinas, no es un fingimiento sino una plena oportunidad de que el analizante hable desde lo profundo de su sufrimiento. Jacques Lacan lo destaca: “El analista es ese semblante de residuo […] El silencio corresponde al semblante de residuo”.

El silencio es, potencialmente, lo contrario a hablar, aunque no lo excluye. El hablar —en este caso el escribir— es una forma de decisión; cada signo, cada significante, ubica a un sujeto ahí donde se dice. Hablar es cosa seria. Hablar es mantener la Cosa (das Ding) viva. Hablar es entrar en tensión; quizá por ello se recurra, en algunos casos, al silencio.

Se impone aquí hacer una distinción entre lo que comúnmente llamamos silencio, que, por un lado, tiene que ver con lo que pulsionalmente nos acicatea, digamos, el silencio interno, eso que no nos revelamos y tampoco revelamos a los demás y que, sin embargo, nos impele, nos interroga, un silencio que nos habla (según Freud, “lo que no podemos decirnos, ni a los demás, lo que reprimimos, es el silencio de la muerte que nos habita”), y que en latín se llama sileo. Es ese silencio que engendra a la palabra. Pero también, por otro lado, encontramos el callar, que se dice taceo, que tiene que ver más con aspectos propiamente psicológicos como callar por inseguridad, ignorancia o cualquiera de esos argumentos psicologizantes.

Las histéricas de Freud, las que convulsionaban, las que se paralizaban, eran enfermas de silencio; se enfermaban por ser obligadas a callar, por no poder decir de su sufrimiento sexual. El psicoanálisis se inventó, hay que decirlo, como un puente entre el silencio y la palabra. Se trata de un dispositivo para dejar de callar (taceo) y sumergirse en el silencio que habla (sileo).

¿Podríamos hablar de enfermedades del silencio? Sabemos que muchos padecimientos circulan en silencio, el cuerpo habla ahí donde las palabras no alcanzan: alcohol, exceso de alimentos, tabaquismo, drogas duras, ciberadicciones, vínculos destructivos, etc., son formas de hablar en acto de aquellas cuestiones que, por reprimidas, no se pueden poner en palabras. Manifestaciones del silencio, sí, pero quizá también llamados desesperados a la escucha. La adicción, como podemos deducir, es a-dicción, es decir, sin palabra. Sin embargo, si al principio ligamos el deseo a la palabra, entonces, la adicción es un llamado a la palabra, eso que nos humaniza, las adicciones son silencios dolorosos que nos convocan a escuchar. La palabra es la potencia negada por el silencio de la adicción.

Estas expresiones no lo son sino de violencia, dicho de otra manera, si la palabra no adviene, como ocurre en la adicción, entonces no hay espacio sino para el acto. La violencia es el sucumbir de la palabra.

Pero, surge un problema con el uso de la palabra. Si hemos dicho que la violencia es el sucumbir de la palabra, entonces, en ese sentido ¿hablar mucho es el antídoto contra la violencia? ¿En el hablar demasiado, sin ton ni son, como se dice, no habría violencia y sería garante de la sanidad? La religión se ha valido de ese efecto hipnótico y quizá terapéutico que, sin duda, conlleva la confesión; el hablar y hablar y hablar en realidad es una forma de enmascarar el silencio (sileo) que no se deja escuchar, incluso para quien habla.

Michel Foucault, por ejemplo, en el primero de sus tres tomos de la Historia de la sexualidad nos los deja ver claramente: la mejor manera de callar sobre la sexualidad (esa que nos habita y nos permite ser humanos) es hablar demasiado de ella.

 

Antonio Bello Quiroz

Psicoanalista. Miembro fundador de la Escuela de la Letra Psicoanalítica. Miembro fundador de la Fundación Social del Psicoanálisis. Ha sido Director fundador de la Maestría en Psicoanálisis y Cultura de la Escuela Libre de Psicología. Ha sido Director de la Revista *Erinias*. Es autor de los libros *Ficciones sobre la muerte*; *Pasionario: ensayos sobre el crimen* y *Resonancias del deseo*. Es docente invitado de diversas universidades del país y atiende clínica en práctica privada en Puebla.

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