Narrativa

La fiesta

La fiesta

Marzo 09, 2021 / Por Jorge Escamilla Udave

Es la verdad, soy un hombre solitario y no lo quería admitir. Lo paradójico es que un virus me lo vino a enseñar ¡y a que precio! Siempre pensé que se trataba de una virtud y por esa razón los vecinos solían mirarme con recelo. Yo prefería observarlos a través del visillo de la puerta, cuando regresaban con sus mascotas en brazos entre palabrería y arrumacos, como si charlaran con otra persona.

     Buscando aislarme de sus voces, que penetraban sin permiso por el más insignificante resquicio, hice colocar una puerta metálica. Respiraba aliviado cuando permanecía en “la paz de mi sepulcro”, como ellos solían llamar a mi hogar, un departamento de soltero enteramente a mi gusto. El “búnker del apestado” como también le llamaban, y la verdad que no me ofendían ni me importaba su palabrería.

     Durante los años que llevaba habitando el departamento, las diferencias vecinales se zanjaron estableciendo un muro de silencio. Toparme con cualesquiera de los vecinos significaba desviar la mirada, bien si los topaba al bajar las escaleras desde el sexto piso donde yo era el único habitante luego de la muerte de los propietarios de los apartamentos que tenía exactamente a los costados de las escaleras. Los herederos decidieron venderlos obligados por mi “genio”, pues al quedar ubicado el mío justo frente a la escalera, sostenían que no soportaban que los espiara, inspeccionando sus llegadas y salidas, silenciando escándalos en horas inapropiadas; en una palabra, fueron mis enojos por cuestiones nimias, como el hecho de pedirles que permaneciera limpio el pasillo y que ni de broma dejaran abandonada en mi territorio la más leve basura. ¡Así quedé solo en mis dominios del sexto piso!

     Cuando se hicieron virales las fatales noticias de la propagación del Covid-19 sentí que por fin algo los mantendría dentro de sus guaridas, incluso aguantando la cuarentena no asomarían la nariz. La primera semana, los eternos ausentes por el trabajo y la escuela hicieron de su mundana existencia un “proyecto de obediencia”, organizados para enfrentar la cuarentena, cumpliendo viejos pendientes, y dizque aprovechando la oportunidad de disfrutar el tiempo de encierro con hijos y marido, al que la compañía mandó a descansar “sin goce de sueldo”. Todo me hacía imaginar un arca humana pero sin la dirección de Noé, donde tarde o temprano irían mudando de piel para transformarse en animales como resultado de la obligada convivencia.

     Para la segunda semana era tal el caos que yo mismo me sentía Dios al ver desde lo alto a sus pequeñas y desobedientes criaturitas, quienes discutían por la menor causa: que “si los niños podrían guardar silencio”, gritaba la madre a la que habían dado con el balón en la cara, derramando la gran olla de caldo de verduras con los huesos de la pechuga de pollo fileteada aprovechados por el perro y cuyo olor se impregnó en el ambiente del minúsculo departamento, para desdicha de quienes se fueron hambrientos a la cama.

     Historias similares se dejaron escuchar en los otros departamentos, todos padeciendo el mismo problema: el confinamiento. Cuando tuve que subir a tender la muda diaria que metódicamente me comedía a lavar al chorro del agua de la regadera y luego enjuagarla en el lavadero de la azotea ,antes de tender los trapos no desaprovechaba la oportunidad para lanzar la vista en lontananza, admirando el paisaje que iba cobrando nueva vida con el regreso de aves silvestres que se habían retirado por el miedo que causa el ajetreo humano, ocupando especialmente las copas cercanas de la arboleda del pequeño parque central de la unidad habitacional que de pronto había florecido también por la ausencia humana.

     Al salir de la jaula de tendido de ropa correspondiente a mi departamento, me pasó por la mente que estaba saliendo del encierro de un extraño zoológico humano, y alcancé a notar que los animales agradecían la involuntaria cortesía con un brillo de curiosidad silvestre ante nuestro extraño comportamiento. Me senté en el borde de la pequeña barda que separa al edificio del abismo, cuando alcancé a escuchar a varios hombres quejándose de la situación mientras fumaban cada uno en su respectiva jaula. Me pareció una estampa curiosa y grotesca al mismo tiempo, ya que el tono de su molestia les confería un aspecto de animales que emitían sonoros gruñidos; contagiados de una clase de virus que les producía miedo y desasosiego por la mezcla letal con el encierro.

     La tercera semana comenzó el infierno con gritos, peleas y llanto día y noche. Se hicieron presentes los estados de postración y lamento. Parecía estar escuchando desde lo alto de mi santuario las plegarias elevadas al cielo en solicitud de socorro. En momentos de tensión, escuchaba ofensas dirigidas a su Dios, quien parecía haberlos olvidado, mezclados con grandes gritos culpando al gobierno calificándolo de “insensible”, haciendo oídos sordos a la solicitud de ayuda de tanta gente necesitada que se enfrentaba a un enemigo invisible y silencioso, ensañándose con las desamparadas familias del edificio que caían en cama, sorprendidos por la mala suerte que supuestamente persigue a los pobres.

     Preferían olvidar que la fiesta de aniversario de 99 años de la vieja Altagracia fue la gota que derramó el vaso, cuando todos los vecinos juntos entonaron las mañanitas alrededor de la festejada que los tenía congregados en las mesas de banquete, donde el licor era servido generosamente a los entusiastas bebedores. El pastel de tres pisos fue insuficiente para colocar 99 velitas, presagiando los cirios pascuales de todos los invitados. Mientras, encerrado escuchaba las recomendaciones oficiales de evitar las reuniones. Todo comenzó luego de entonar las mañanitas y soplar al pastel de tres naves, resoplos repetidos para la cantidad de velitas, lo que resultó el aspersor del virus. Esa noche aislaron a la anciana, dizque “para evitar el contagio”. Las sábanas de su cama fueron su mortaja. Cancelado el velorio y los rosarios, su ataúd simplemente fue apilado junto a otros más en el edificio de la morgue, no encontrando dónde meterlos; aunque en la espera de su turno en el cremadero.

     Salí de la guarida, sin dejar de llevar gel antibacterial, toallitas húmedas, guantes de látex y una mascarilla de aire paradójicamente made in China, comprada en mercado libre semanas antes de que llegara a México el Covid-19, porque luego fue imposible conseguir una a precio razonable. Mis pasos resonaban en la bóveda de pasillos y escaleras, a donde regresé presuroso, y a punto de abrir la puerta, fijé la mirada en unas palabras garabateadas en la pared de junto y con plumón rojo para que no pasara sin leer su sentencia: "Aquí vive aislado Covid-19, manténganse alejados"; entre presuroso y molesto pensé que en otro momento habría armado un escándalo hasta encontrar al responsable y hacerlo limpiar tan injurioso mensaje, pero no había a quien culpar, reinaba el silencio… ¡no quedaba nadie! La fiesta había sido el epicentro de la contagio llevándose a la tumba a todos los habitantes del edificio.

Jorge Escamilla Udave

Jorge Escamilla Udave
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