Narrativa

La viuda negra

La viuda negra

Junio 01, 2021 / Por Jorge Escamilla Udave

Se despertó entre tumbas, como cada aniversario de su madre, mirando muy de cerca la tierra que se le metía entre las fosas nasales, los ojos y la boca. Sintió entonces una punzada en el estómago y su cuerpo se arqueó al ritmo marcado para que finalmente se liberara de todo el licor ingerido a lo largo de la noche. Se incorporó como pudo, sujetando con sus debilitadas fuerzas el florero de mármol que custodiaba el sepulcro, y pudo distinguir un brillo dorado en la lápida donde se podía leer el nombre de su progenitora: Laura Monserrat Enríquez Ledesma, por si acaso lo hubiera olvidado. Sacudió sus arrugadas prendas, al tiempo que su mano mesaba una desaliñada melena cubierta de tepetate de color ocre seco.

Un arrebato de ira lo invadió al lograr incorporarse con grandes dificultades. Le molestaba no recordar cómo diablos había llegado hasta el centro mismo del panteón. Primero por la considerable distancia del lugar en que solía emborracharse y, segundo, eludir la vigilancia del velador. Sin duda lo habría chantajeado con algunos billetes, o de plano su buena suerte le permitió encontrarlo dormitando al momento en que penetraba por algún claro de la barda. De otra manera no creía haber brincado al considerar lo alto y por el grado de embriaguez en que se encontraba la noche anterior.

Trataba de armar su inadmisible rompecabezas de sucesos. Empezó estirando el entelerido cuerpo, entumecido por la posición y por dormir a la intemperie, profanando el silencio de la eterna paz del descanso de los muertos. Al rodear la tumba encontró en el florero del extremo una botella de habanero. Alcanzó a recordar que fue su compañera de charla en su largo camino. Estaba medio vacía o medio llena —no tenía ganas de establecer la diferencia— y, según sus propios cálculos, eso significaba un promedio de hora y media de trayecto desde el bar, contando los respectivos descansos y prolongados tragos antes de recomenzar a caminar.

Destapó con ansiedad la botella y sin preámbulos pegó la boca en sus labios. Bebió conteniendo el asco que le producía el ron entrando y quemando sus entrañas. Sintió un ronroneo animal contraer sus tripas y pequeños jalones dentro del estómago, soportables más que la resaca a la que siempre trataba de ahuyentar ingiriendo tragos largos de ron. Al meter su mano entre los botones de la camisa colocó la palma en el abultado vientre, inflamado por tanto alcohol y el poco alimento. Le cruzó por la mente la estrafalaria idea de que esa posición y su estatura baja lo harían parecer a los ojos de cualquier curioso: un loco fugado del psiquiátrico que se siente Napoleón y que deambula entre su ejército de muertos de la derrota de Waterloo. Transido, comenzó sin más a entonar una canción:

–Éstas son las mañanitas que cantaba el Rey David...

El llanto lo hizo interrumpir su desafinada interpretación. Con ambas manos trataba de retirar el torrente de lagrimas. Retornó varias veces a recordar la letra intentando hilar la tonadilla, y de la misma forma interrumpía lo que más parecían lamentos de un alma en pena.

–… despierta, mamá, despierta; mira que ya amaneció

Entrecruzando una retahíla de reproches hizo más espectral la escena.

–Ya no despertarás nunca. Por fin dejarás descansar a quienes nos hiciste sufrir.

Y de nuevo volvía a su canción:

–Que linda está la mañana en que vengo a saludarte…

Con muecas de desaprobación volvió a agregar con molestia:

–Ni creas que es lindo venirte a saludar con esta maldita cruda y sin recordar cómo llegué. No vengo a saludarte. Como cada aniversario, vengo a escupir en tu tumba todo mi desprecio, para que no se te olvide mi promesa de estropear tu cumpleaños. Ojalá te quemes eternamente en los infiernos.

Sin soltar la botella, giró en redondo para desandar el camino de salida, esperando desentrañar el laberinto de tumbas. De pronto se detuvo y como si dejara el muerto boca abajo, regresó de nuevo al lugar impulsado por una loca ansiedad en busca de algo, no sin antes ofrecer una absurda disculpa a su silenciosa madre

–No creas que vengo arrepentido a suplicar me perdones, sabes que eso jamás lo haría. Regresé al recordar que anoche hizo más largo mi trayecto esta estúpida maleta.

De entre los matorrales extrajo efectivamente un maletín de viaje al que limpió con esmero con el astroso puño de su camisa.

–Me prometí exorcizar toda culpa y hacerte insufrible tu venerado onomástico. Como recuerdo que en casa tenías un enorme calendario donde anotabas lo que a tu parecer era los sucesos más importantes de tu vida…

Imitando en tono grotesco lo que recordaba de la voz de su madre, acompañado de los ademanes que la caracterizaran en vida, y metiendo el dedo en la llaga abierta, completaba:

–En un gran círculo rojo encerrabas esta fecha. Y no contenta con eso, me enseñaste a contar los días, anotando los concluidos al final del mes, junto a los que todavía faltaban. Tu ritual se cumplía año con año y este no puede ser la excepción.

Fue cambiando paulatinamente su tono de voz, alargando el final de las palabras y endulzando su trato, como si de pronto se dirigiera a un niño. Al mismo tiempo que colocaba el maletín en la lápida abriéndolo para extraer algunas de las prendas que con profusión ocupaban el espacio del interior

–No hay nada más dulce que la venganza y para disfrutarla se tiene que hacer despacio, por lo que prepárate a dejar que los recuerdes gobiernen el momento. Siempre dijiste que a las cosas se les debe dar su tiempo. ¿Te acuerdas cuando te decía de mi urgencia por crecer, pues eso de ser niño no iba conmigo? De alguna forma tenía que asegurar nuestro futuro, no podías seguir dedicándote a dar placer a tantos hombres. Tarde o temprano dejarían de buscarte, estabas perdiendo tu atractivo físico. No podías ignorar que cada vez las buscan más jóvenes por aquello de estrenar sus virtudes.

Se abofetea, aunque parecía desconcertado, como sin una fuerza invisible hubiera dirigido su mano

–¡No vuelvas a hablarme de esa manera!, espetabas como si blasfemara, diciendo una mentira que te ofendiera el orgullo materno. La verdad es que estabas cada día más bofa y eso era notorio para cualquiera.

Sentado sobre sus propias piernas y tomando como mesa la tumba, iba acomodando varias prendas femeninas extendiéndolas, además de varios pares de zapatos de distintos colores y de tacones altos y bajos, que hacían juego con las diferentes prendas. Había faldas plisadas, vestidos completos, babydolls, mascadas, estolas de colores de vedette de tercera. Entre las prendas sobresalía un neceser abierto con varios pisos de lado a lado con cosmetería con la que podría maquillar al elenco completo de una obra musical de Broadway. Siguió su perorata, ya con una voz de contralto confundida cada vez más con una mujer, y de hecho sus ademanes eran los de una mujer.

–¿Qué te parece todo esto? Digno de una reina, ¿no lo crees? Y como tú estás bien muerta, no puedes entonces probarte el que más te gustaría lucir. Entonces, por ser tu aniversario, tendrás la oportunidad de elegir el que me pondré para festejar tu recuerdo y celebrar tus años de muerta. Procedo entonces a señalar las prendas y con una manifestación en nuestro entorno sabré la que hayas elegido ¿qué te parece? Pues no se diga más, pongamos manos a la obra.

Como encarnando a un director de orquesta con frenéticos movimientos iba señalando de un lado a otro las prendas, tarareando al mismo tiempo una pieza sinfónica y volteando a ver los movimientos de las hojas de los árboles, el revoloteo de las mariposas, el viento y la manera de moverse de las flores de las tumbas contiguas, hasta que de un manotazo aplastó un mosquito en su cuello lo que valió a su juicio como la señal esperada.

–Curiosa forma de manifestarte: ¡un mosco para el vestido rosa!

Lo tomó y, al incorporarse, lo colocó encima de su regazo. Colocó sus mangas encima de sus hombros y tomándolo del talle bailó tarareando un vals de Strauss.

–Sabía que te gustaría. Es divino. Debo admitir que lo adquirí recordando la infancia, ese paraíso perdido al que buscamos retornar sin conseguirlo jamás.

Dejo a un lado el vestido y, sin dejar de bailar, se fue desprendiendo de su ropa de varón, como una serpiente cambiando de piel. De un jalón se puso la prenda y girando en redondo volvió a sentarse sobre sus piernas y colocando el neceser frente a él, fue entonces que pudo contemplar su rostro en los tres espejos y comenzando a maquillarse volvió al pasado.

–De niño me gustaba contemplarte mientras te maquillabas. Ante mis ojos aparecías como una reina. Hasta imaginaba tu corona de pedrería haciendo refulgir tu rostro, con los brillitos que esparcías con tu ritual de diosa.

Aplazando el término del maquillaje, emprendió de nuevo el juego de los elementos del atuendo

–Ahora escojamos los zapatos, y al tin marin de do pingüe, te indico los pares al pasar en la de ellas mi manita, ¿okis?

Pasó varias veces la mano y, al no obtener respuesta, estalló en refunfuños

–¡Aich! De haber sabido de tus indecisiones, habría escogido un procedimiento más sencillo. Ahora será mejor que yo decida... Y claro, me inclino por este par de mediano tacón, con la cruda y lo disparejo del terreno, capaz que me encuentran tiesa del trancazo que me pondré entre ceja y oreja.

Se calzó y peinó con fuerza su pelo relamido.

–Parece que me hubieran revolcado en la tierra como perra calenturienta.

Riendo de la ocurrencia recordó las antiguas reprobaciones de su madre.

–Sí, ya sé que nunca te gustó que hablara así, como si tu boca fuera santa. Comías santos y zurrabas demonios, mamabas hasta el hastío y querías corregirme, ¡esas ironías que tiene el destino!

Grotescos resultaban sus gestos al entrar en detalles escatológicas que su madre odiaba mencionar en vida, por no tener defensa ante lo evidente.

–Eso, y vestirme de mujer, eran de las cosas que despreciabas de mí. Siempre pensaste que tu retoñito adorado había nacido marica, como sí fuera la única respuesta lógica ante los hechos de travestirse.

Su rostro se fue transformando por la ira que le producía recordarlo.

–Jamás entendiste el verdadero motivo de mi proceder. Siempre ocupada en atender al necesitado de tu cuerpo y de la entrega en el sexo, los parroquianos que anidaban por un rato en tu lecho de amor comprado. Mientras que junto a ti estaba pidiéndote caricias de madre, besos de amor que nunca hubo, atenciones para calmar mi llanto, solicitando tu calor. Y sólo conseguí andanadas de golpes y regaños, pues tus acompañantes exigían silencio o la devolución de su dinero, para después de retirarse amenazando “¡para la otra lo asfixio y así te quitas del problema, y te concentras en coger como la gente decente!”

De nuevo las carcajadas y el ahogo tratando de hablar sin poder lograrlo.

–Al quedarnos solos, lo único que se te ocurría era meterme tu chiche en la boca, no se sí para acallar tu conciencia o bien para callarme la bocota, o ambas al fin de cuentas venían juntas. En eso se resumía tu decencia.

Nuevas carcajadas que duraban muy poco.

–Aprendí que el sabor de la leche venía con baba, sudor y aliento alcohólico, de todos los padres postizos que fui conociendo porque antes que yo mamara tus tetas, ya lo habían hecho ellos.

Se quedó quieto, sin pestañear y guardando el silencio más profundo y sepulcral que su propia madre en todos los años juntos dentro de la tumba, y como si nada hubiera pasado retornó al comentario justo donde se detuvo.

–Ahí fue, quizá, donde me di entera cuenta de que para sentirte cerca no podía seguir mendigando tu amor. Justo era que lograra entender la clase de mujer que eras, las razones de no querer ligarte a la vida de un solo hombre, y preferir la pueril entrega de quien, como yo, únicamente aspiraba a atrapar por un instante tu atención. Ellos lo conseguían con la moneda corriente que compra un instante de placer; en mi caso, transformado en quien era la imagen encarnada del amor y el odio juntos.

Adopta de nuevo el tono candoroso, pero ahora trepando de un salto en la tumba, se recuesta hecho un ovillo como si se tratara del regazo de su madre.

–Confieso que todo comenzó como una manera de llamar tu atención. Sentía que un abismo se abría entre nosotras y cada día se iba haciendo más grande y profundo, exigiendo tomar medidas extremas. Jamás imaginé que las aguas se saldrían de su cauce y que nos llevaría a enfrentarnos en una guerra sin cuartel, provocando lo inevitable.

Como impulsado por un resorte, se incorporó y de un salto bajó de la tumba, para sentarse en la vecina, dando la espalda a la de su madre.

–Siendo tu doble, los eternos pretendientes tomaron tus desplantes y constantes rechazos como el mejor pretexto de desquite, provocando tu ira, buscando los brazos y el cuerpo de tu doble; y para mí, la oportunidad que juntos buscamos: la revancha frente a la que comenzaron a llamar, de manera despectiva, “la viuda negra”, por aquello de requerir únicamente a un macho para asegurar la reproducción de la especie, y porque nunca se supo el nombre del padre, al que habías terminado por devorar luego de fornicar. Se decía que su cabeza la guardabas como talismán bajo la cama, para que nunca te faltara compañía. Lo que parecían primero viles patrañas de hombres heridos por el despecho, fueron apareciendo en mi mente como una sola verdad: eras la viuda negra con una cría que, al parecer, sería como tu mismo retrato y que venía a superarte y aniquilarte, ocupando tu lugar. Convencido de los anterior, acepté la misión más importante de mi vida. Ya no importaba si me gustaban o no los hombres. Para saber qué clase de mujer eras, tenía que aprender a conocer lo que ellos buscaban en ti; y para eso era necesario pensar, sentir y vivir siendo “la viuda negra”. Al principio te pareció divertida la competencia: creías que no te llegaría ni a los talones, simplemente sentenciaste “buscan esto que traigo en medio de las piernas y tú no lo tienes, sólo esa abertura por la que te pedorreas y sacas excremento. Tarde o temprano regresan por donde salieron, esa es la ley del sexo. Al final, terminarás pidiéndome que te perdone y hasta ese momento aceptarás que tenía razón al afirmar que yo tenía ganada la partida”.

Miró largamente sus uñas limpiando las imperfecciones del barniz con la yema del índice de la otra mano y, dispuesto a dar fin al trance, ofreció la carta que escondía bajo la manga.

–Todo parecía darte la razón: que el mundo confabularía en contra mía, cuando sucedió lo que tenía que suceder y donde ningún poder humano puede detenerlo. El destino manifiesto que involucra mezclando la vida de terceros de manera inevitable y ninguno puede prevenir lo que ese destino nos tiene reservado.

Comenzó a guardar las cosas en su neceser y, cerrando los broches, emprendió el camino de salida, como escena extraída de un film clásico, de esos de cinemascope donde los actores parecen monumentos gigantes en blanco y negro. Giró en redondo mientras las palabras se agolpaban tropezando con el quicio inevitable de sus labios.

–Mira que venir a enamorarnos del mismo hombre, que resultó un “chichifo”, quien extorsionaba a ambas con la cuenta que levantábamos. Hasta que un día, cansada de compartirlo, en un arranque de celos pretendiste que escogiera entre las dos viudas negras, provocando un desarreglo dentro de su minúsculo cerebro, acertando a exigir a punta de pistola más dinero; sobre todo del “maricón”, revelando que era una molestia encajarle la riata. Y que le haría un favor a la madre, quien estaría agradecida de quitarlo de en medio, que ya estaba harto de toda esta farsa por lo que ya iba siendo hora de echárselo al plato.

Rompiendo en llanto se desplomó de rodillas.

–Todo sucedió tan de repente que, a pesar de los años no logro armar el rompecabezas completo de imágenes del recuerdo, lo más claro es la imagen de cuando disparó y te interpusiste entre mí y la bala que penetró tu pecho. Antes de morir pronunciaste la palabra deseada: “te amo, reconozco que perdí y no me duele que haya sido contigo”.

El silencio parecía inundar el ya de por si sórdido ambiente del panteón sumido en el silencio. Al incorporarse se sintió ligero, como sí se desprendiese de la pesada loza que traía a cuestas desde hace tiempo y, cantando el final de las mañanitas, dio por terminada la visita de otro año.

–“Ya viene amaneciendo ya la luz del día nos dio".

Con la maleta en una mano y con la botella en la otra, miró al cielo e hizo una grotesca caravana de despedida, mientras se alejaba hacia la salida del panteón. Iba tropezando con las piedras por la dificultad de caminar con zapatillas en un terreno tan desigual, mientras repetía mascullando unas palabras aprendidas de memoria por las visitas anuales que se habían acumulado en su memoria.

–Con las sombras surgen los miedos y con la luz los recuerdos se desvanecen. Ya no hay tiempo para despedidas, ni falta hace con los muertos para quienes no existe. Cuando regrese a visitarla en su aniversario, habrá pasado un largo año y de nuevo escuchará de mis labios el desprecio que se acumula.

Jorge Escamilla Udave

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